EL EMPERADOR DOMICIANO: EL DÉSPOTA DEL PALATINO

Amenazado por pronunciamientos militares y las intrigas de los senadores, Domiciano impuso en Roma un auténtico régimen de terror, pero no pudo impedir que sus más allegados tramaran una conjura y lo asesinaran en su palacio.

Al comienzo, el más pequeño derramamiento de sangre le producía horror», hasta el punto de que pensó en prohibir que se inmolaran bueyes en las ceremonias religiosas. Así de pacífico se mostraba Domiciano en su juventud, antes de suceder en el trono a su padre Vespasiano y a su hermano mayor, Tito. El historiador Suetonio, que recoge la anécdota, cuenta también que en los inicios de su reinado Domiciano se ganó fama de soberano justiciero, tolerante e íntegro, preocupado por la moral pública, pronto a castigar cualquier tipo de infracción de la ley. Por ejemplo, a los que presentaban denuncias falsas por delitos contra el fisco ordenaba castigarlos duramente, mientras decía: «Un príncipe que no castiga a los delatores, los alienta».

Pero el reinado que se inició bajo tan buenos augurios pronto viró hacia un régimen despótico y sanguinario, al menos según lo denunciaron los escritores romanos de su época, como el mismo Suetonio –que le dedicó un capítulo en sus célebres Vidas de los césares–, el también historiador Dión Casio, Plinio el Joven y el poeta Juvenal. El desencadenante de este cambio quizá se encuentre en un episodio ocurrido lejos de Roma, en la frontera militar del Danubio. Allí, los ejércitos del emperador sufrieron graves reveses entre los años 85 y 87, y dos legiones fueron masacradas por los dacios. Esta serie de desastres llevaron a Saturnino, gobernador de la Germania Superior, a alzarse en armas contra Domiciano, poniéndose al frente de dos legiones y estableciendo una alianza con los germanos del norte del Rin. Domiciano logró resolver la difícil situación, pero sólo gracias a un golpe de suerte, pues los germanos que acudían prestos a la batalla en apoyo de Saturnino cayeron al Rin al romperse el hielo de sus congeladas aguas por el peso del ejército bárbaro. Saturnino fue, pues, aniquilado, pero la semilla de la sospecha quedó implantada en la mente de Domiciano para siempre.

A partir de entonces, el emperador fue presa de una enfermiza obsesión por las supuestas conspiraciones en su contra. Para prevenir futuros motines prohibió que se juntaran dos legiones en un campamento y aumentó la paga de los soldados. Pero esto no le bastó. Cualquier crítica, la más lejana sospecha de animadversión hacia su persona era suficiente para que ordenara eliminar al atrevido.

Las víctimas se sucedieron con tétrica regularidad. Por ejemplo, el legado Agrícola fue desterrado de Roma después de que reconquistara Britania y anexionara gran parte de Caledonia (Escocia) al Imperio, para morir poco después misteriosamente, como cuenta Tácito, o asesinado por orden de Domiciano, según Dión Casio. Del mismo modo, Manio Acilio Gabrión, cónsul que había adquirido gran popularidad entre los romanos, fue obligado a luchar contra varias fieras en el anfiteatro privado que el emperador se había hecho construir en su villa de Alba Longa. Gabrión sobrevivió, pero falleció unos años después también en misteriosas circunstancias.

En realidad, la extrema susceptibilidad de Domiciano ya se había manifestado antes de la rebelión de Saturnino. Suetonio refiere, por ejemplo, cómo el emperador no dudó en hacer matar al historiador Hermógenes de Tarso por ciertas alusiones en su contra que hizo en un libro de historia, «e incluso crucificó a los copistas que la habían transcrito». Pero tras los hechos del Danubio, sus recelos se volvieron enfermizos y su comportamiento cobró ribetes de auténtico sadismo. Se contaba que para obligar a que los detenidos denunciaran a sus cómplices aplicó «un nuevo tipo de tortura, consistente en quemarles sus partes, llegando incluso a amputar las manos a algunos». Le gustaba jugar con sus víctimas, invitándolas a su palacio y hablándoles en un tono tranquilizador, para luego castigarlas de forma inexorable.

Ordenó asimismo numerosas confiscaciones. Incluso se revolvió contra su propia familia, ordenando la ejecución de sus jóvenes sobrinos nietos para evitar que el Senado, donde se encontraban sus peores enemigos, los utilizara como posibles sucesores. También se mostraba obsesionado por las predicciones astrológicas que parecían anunciar el día de su muerte y el modo en que se produciría. Al final, su comportamiento parecía el de un paranoico y veía conspiradores en todos los rincones de su palacio: «Cada vez más angustiado –escribe Suetonio– hizo revestir de reluciente fengita [una variedad de mineral de silicio con un color plateado y un brillo nacarado] las paredes de los pórticos por los que acostumbraba a pasear para poder observar, mediante las imágenes reflejadas en su brillante superficie, lo que sucedía a sus espaldas».

Algunos historiadores han sugerido que este miedo de Domiciano a los conspiradores, convertido en obsesión, pudo ser un trastorno psicológico, un caso de verdadera locura. Incluso han tratado de buscar una explicación médica para ello. Se ha apuntado como afección el saturnismo, un envenenamiento que podía provocar la demencia y que estaba causado por la ingestión de plomo. Éste podía proceder del agua de las tuberías de las viviendas –aunque algunos estudios recientes muestran que los romanos no bebían más plomo que nosotros hoy día– o bien por el uso de vajillas de bronce cubiertas por una lámina de plomo, o incluso por la moda de echar rayaduras del mismo metal en el vino para endulzarlo. Quizás este abuso de plomo pudo alterar a Domiciano y contribuir a su paranoia. Cualquiera que fuese la causa, la furia de Domiciano parecía no tener límites. Todos temían por su vida, pues el emperador anotaba cada vez más nombres de sospechosos en la tablilla de tilo que utilizaba al efecto, según Suetonio. Fue en este ambiente de incertidumbre y miedo donde se tramó la conspiración que acabaría con aquel reinado de terror. Sus instigadores fueron tres viejos servidores de palacio: Estéfano, Partenio y Máximo, en connivencia con algunos senadores y, muy posiblemente, con la propia esposa del tirano, Domicia Longina. Su misión no era fácil, pues Domiciano contaba con la fidelidad absoluta de su guardia pretoriana, a la que había triplicado el sueldo, lo que hacía imposible recurrir al soborno, como se hizo en las conjuras que acabaron con la vida de Calígula y Nerón. ¿Qué hacer? ¿A quién recurrir? Suetonio desvela lo que ocurrió: los conjurados contrataron a varios miembros de la escuela de gladiadores.

El mismo Suetonio explica las circunstancias del asesinato de Domiciano, el 18 de septiembre del año 96. Fingiendo que había sufrido un accidente, Estéfano se paseó por palacio durante varios días con el brazo derecho vendado, y fue de esta guisa como se presentó a una audiencia con el emperador, a quien había asegurado que tenía pruebas de una conspiración en su contra. En realidad, dentro de la venda llevaba escondido un puñal. Mientras Domiciano leía el billete con las supuestas pruebas de la conjura, Estéfano se acercó y le clavó la daga en la ingle. El emperador reaccionó y forcejeó con el asaltante, intentando arrebatarle el puñal e incluso sacarle los ojos, pero de inmediato se abalanzaron sobre él los otros conjurados y el grupo de gladiadores, que lo remataron. Nadie acudió en ayuda del césar, pues las puertas de la sala estaban cerradas.

Los únicos que lamentaron la muerte de Domiciano fueron los soldados, que se declararon dispuestos a vengarlo. En cambio, el pueblo se mostró indiferente, mientras que los patricios proclamaron de inmediato su entusiasmo por la desaparición del gobernante que los había tenido en vilo durante quince largos años. El Senado emitió una fulminante damnatio memoriae, el decreto por el que se ordenaba borrar todo rastro del fallecido. Las estatuas de mármol del emperador fueron destruidas, se fundieron las de bronce y se borró la efigie del César maldito de todas las monedas del Imperio. De hecho, se han encontrado monedas con las efigies de Domiciano y de su esposa Domicia Longina en las que sólo se ha borrado la imagen del primero, lo que prueba que la damnatio no se hizo extensiva a la esposa del César maldito. ¿Quizás en reconocimiento a su inestimable ayuda en el complot?.

Para saber más

Los Flavios. F. Javier Lomas Salmonte. Akal, Madrid, 1990.
Vida de los doce Césares. Suetonio. Austral, Madrid, 2007.
Los asesinos del emperador. Santiago Posteguillo. Planeta, Barcelona, 2011.

National Geographic

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