LA GUARDIA PRETORIANA: LA ESCOLTA DE LOS EMPERADORES

Por sus salarios y sus privilegios, los guardias pretorianos formaban la élite del ejército romano. De ellos dependía la seguridad personal de los emperadores, a los que proclamaban y deponían a su antojo.


Hoy en día, cuando se habla de «guardia pretoriana» se suele hacer referencia a las unidades armadas de élite que protegen a determinados gobernantes, en particular a dictadores impopulares que, por temor a una conspiración, confían su seguridad a tropas que les son absolutamente fieles. El término procede de la antigua Roma, donde los emperadores y sus familias contaron también para su protección con un poderoso cuerpo militar, instalado en un campamento al este de la ciudad. La guardia pretoriana acompañaba constantemente al emperador, ya fuera como guardaespaldas en Roma o durante sus campañas militares, aunque su fidelidad distó mucho de ser completa, como muestran las constantes conjuras y sublevaciones que protagonizaron hasta su desaparición en el siglo IV.

La guardia pretoriana fue fundada por Augusto en 27 o 26 a.C. En principio se crearon nueve cohortes, aunque su número fluctuó hasta que a finales del siglo I d.C. se estableció en diez. Cada cohorte contaba con unos 480 hombres más un complemento de alrededor de cien jinetes llamados equites pretoriani. Se cree que en la primera mitad del siglo II d.C. se aumentó a mil el número de efectivos por cohorte. Al mando de la guardia pretoriana había normalmente dos prefectos del pretorio, que debían ser militares experimentados pertenecientes al orden de los caballeros, la clase  adinerada que ocupaba importantes cargos en la administración y el ejército.

Entrar en la guardia pretoriana era sumamente apetecible, no sólo por el honor que suponía custodiar al emperador, sino también por las ventajas económicas que el puesto traía aparejadas. El sueldo de los pretorianos era el más elevado de todas las unidades del ejército romano. A finales del gobierno de Augusto, la cantidad base anual ascendía a 3.000 sestercios, mientras que un legionario cobraba 900. Hay que considerar también los donativos extraordinarios que les otorgaban los emperadores en acontecimientos como el ascenso al poder, campañas victoriosas o celebraciones especiales, y que eran siempre mayores que las que pudieran ofrecerse a las tropas legionarias. En su testamento, Augusto ordenó que se entregaran 1.000 sestercios a cada pretoriano, por sólo 300 a los legionarios, y muchos de sus sucesores les hicieron generosos donativos nada más acceder al poder para asegurarse su fidelidad: Claudio les concedió 15.000 sestercios, y Marco Aurelio y Lucio Vero, ya en el siglo II d.C., 20.000.

Sin embargo, los pretorianos, al igual que los legionarios, no podían disponer libremente de todos sus ingresos, puesto que una parte del sueldo se depositaba en las arcas de la unidad, así como la mitad de los donativos recibidos. Estos ahorros se les reembolsaban en el momento de licenciarse. Además, al estar acuartelados en la capital del Imperio, los pretorianos no tenían que pagar por el trigo, un alimento básico que se les distribuía gratuitamente y que, en cambio, sí se deducía del sueldo de los legionarios. Tampoco debían abonar sus armas, y a los que pertenecían al cuerpo de caballería se les proporcionaban, sin coste por su parte, los caballos y el alimento para la manutención de los animales. Por otro lado, los años de servicio eran menos: dieciséis frente a los veinte de los legionarios. Los pretorianos gozaban asimismo de ventajas judiciales nada desdeñables: tenían el derecho a ser procesados dentro de su campamento y disfrutaban de juicios más rápidos cuando ellos eran los demandantes. Sin embargo, tenían prohibido el matrimonio legal durante su servicio. Al retirarse recibían tierras libres del pago de impuestos o una cantidad de dinero, que, por ejemplo, en el año 6 d.C. era de 20.000 sestercios. Todo ello sin contar con el prestigio y reconocimiento social del que gozarían en su lugar de origen o en la región en la que se asentasen.

El aspirante típico a guardia pretoriano era un voluntario civil, de entre 17 y 20 años, con una excelente forma física y una altura mínima de 1,75 metros, aunque también eran necesarias unas buenas cartas de recomendación. Al ingresar se le hacía un reconocimiento y se comprobaba que era ciudadano romano. En los dos primeros siglos, los reclutas procedían principalmente de la parte central y septentrional de la península itálica y de Hispania, Macedonia y Nórico (territorio entre Austria y Alemania). En el siglo III d.C., tras la reforma de Septimio Severo, los pretorianos no procedían ya de la vida civil, sino que eran soldados pertenecientes a las legiones acantonadas en las fronteras del Imperio.

Una vez admitido, el nuevo recluta viviría en el campamento de la guardia denominado Castra Praetoria. Situado en uno de los lugares más altos al noreste de Roma, fue instituido en época de Tiberio, en el año 23 d.C. Delante del campamento había un campo de entrenamiento, que servía también para ceremonias religiosas y desfiles militares. Una vez superado el entrenamiento, el pretoriano tendría que asumir las múltiples funciones que la guardia pretoriana desempeñaba. La tarea básica consistía en la protección del emperador en palacio y en sus desplazamientos por la ciudad. Cada día, una cohorte con sus centuriones y tribuno al mando se dirigía desde el campamento pretoriano hasta el Palatino  para custodiar la residencia del césar. Durante el servicio en palacio, los pretorianos vestían una toga, en cuyos pliegues llevaban una espada oculta. Cuando el emperador acudía al Senado también llevaban la toga y solían quedarse fuera del lugar de reunión, aunque el emperador Calígula les permitió hacer la guardia también en el interior.

Algunos emperadores se obsesionaron por su seguridad personal hasta extremos insospechados. Claudio, por ejemplo, no se atrevía a ir a los banquetes si no era rodeado de sus guardias armados con lanzas. Tampoco visitaba a ningún enfermo sin hacer registrar antes su dormitorio y examinar y sacudir los colchones y las colchas. También exigía registrar con el mayor rigor y sin excepciones a las personas que venían a saludarle. Cuando su esposa Mesalina cometió adulterio con Cayo Silio, pensando que éste se proclamaría emperador, corrió aterrorizado a buscar refugio en el campamento pretoriano. Al excéntrico Nerón, en sus correrías nocturnas por las calles de Roma, le seguían de lejos unos tribunos que lo custodiaban, ya que en una ocasión un personaje del orden senatorial había estado a punto de matar a golpes al emperador por propasarse con su mujer.

A veces, la seguridad de los emperadores podía verse seriamente comprometida. Se cuenta que durante el reinado de Cómodo un bandido llamado Materno, que había sido soldado, tramó junto con sus secuaces acabar con la vida del césar; su plan consistía en  mezclarse entre la guardia, armados y disfrazados de pretorianos durante un festival de primavera en el que era lícito usar disfraces. Por suerte para Cómodo, algunos de los suyos traicionaron a Materno y la conspiración fue descubierta antes de que pudiese llevarse a cabo. De ese modo, el bandido que quiso ser emperador acabó decapitado.

Los pretorianos también custodiaban al emperador en sus desplazamientos por Italia y otras regiones del Imperio. Cuando el emperador estaba en camino se enviaba un destacamento por delante para despejar la ruta y atajar peligros potenciales. Se dijo de Tiberio que cuando en uno de sus viajes su litera quedó enredada en unas zarzas tiró al suelo al explorador responsable, un centurión de las primeras cohortes, y lo azotó casi hasta la muerte. La guardia protegió al mismo Tiberio durante su exilio en la isla de Capri, a Nerón en su viaje por Grecia y a Adriano en su villa de Tívoli o en sus frecuentes viajes por las provincias. En su fidelidad a la persona del césar, la guardia pretoriana le acompañaba incluso en su último viaje, el cortejo fúnebre.

Los pretorianos actuaban además como guardia de honor en las distintas ceremonias oficiales; por ejemplo, las que festejaban la salida del emperador cuando iba a la guerra o regresaba victorioso, su aniversario o la recepción de embajadores. Asimismo, eran responsables del mantenimiento del orden en Roma, ayudaban al cuerpo de vigiles (bomberos) en la extinción de incendios, reprimían rebeliones e investigaban las conjuras contra el emperador. Durante los espectáculos públicos montaban guardia, e incluso podían participar en ellos; el emperador Claudio, por ejemplo, hizo que un grupo de jinetes pretorianos abatiera fieras africanas en el circo Máximo.

Pero la guardia pretoriana también demostró ser una verdadera fuerza de combate. Su equipamiento militar era similar al de los legionarios, si bien se distinguían por llevar motivos específicos en sus escudos, como el rayo alado, la luna y las estrellas o el escorpión, símbolo zodiacal del emperador Tiberio. Sus portaestandartes tenían la particularidad de llevar enseñas con las efigies de los distintos emperadores y se cubrían con una piel de león. Sus intervenciones fueron numerosas dado que el emperador, cuando entraba personalmente en campaña, les ordenaba acompañarlo o bien enviaba a sus oficiales pretorianos para guiar la contienda. Por ejemplo, a comienzos del gobierno de Tiberio, Germánico y Druso fueron enviados al frente de la guardia pretoriana para sofocar las revueltas de las legiones de Germania y Panonia. En tiempos de Domiciano, el propio prefecto del pretorio, Cornelio Fusco, murió en combate contra los dacios. Los pretorianos también lucharon contra estos últimos en las guerras dácicas, bajo el mando de Trajano, y se enfrentaron a los pueblos germánicos durante el gobierno de Marco Aurelio.

El gran poder militar y policial que adquirió la guardia pretoriana tuvo un reverso: las constantes rebeliones y conjuras que protagonizaron contra los emperadores para imponer a su candidato preferido. Uno de los momentos más turbulentos se produjo en el año 192, a la muerte de Cómodo. Los pretorianos eligieron como emperador a Pértinax, un anciano senador, pero al ver que ponía freno a sus desmanes y a su poder ilimitado decidieron deshacerse de él y lo asesinaron en su palacio. A continuación, pusieron el trono imperial literalmente a subasta, pregonando desde los muros de su campamento que el cargo de emperador estaba en venta e iría a parar a quien les ofreciera más dinero. Un ex cónsul llamado Didio Juliano les prometió una gran cantidad de dinero, asegurándoles también que volverían a tener plena libertad de acción. Ellos aceptaron y lo escoltaron desde el campamento hasta el palacio imperial en medio de fuertes medidas de seguridad.

Poco después, sin embargo, llegó a Roma Septimio Severo, que había sido proclamado emperador por las legiones de Iliria y que convenció al Senado para que decretara la muerte de Juliano. A continuación, Septimio invitó a los pretorianos a que salieran desarmados del campamento para jurarle fidelidad, pero cuando se presentaron con los uniformes de gala los hizo apresar. Les perdonó la vida, pero ordenó expulsarlos de Roma. A partir de entonces se reclutó a los pretorianos entre las legiones de frontera.

En los primeros años del siglo IV, los pretorianos elevaron al trono a otro de sus candidatos, Majencio, pero Constantino lo derrotó en Roma, en la célebre batalla del puente Milvio librada en el año 312. A continuación, el vencedor decidió disolver la guardia. Terminaron así tres siglos de luces y sombras, de heroicidades e infidelidades de la guardia encargada de proteger el corazón de Roma.

National Geographic

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