EL MURO DE ADRIANO: LA ÚLTIMA FRONTERA DEL IMPERIO

Decidido a poner límites a las fronteras del Imperio en Britania, el emperador Adriano ordenó construir un muro de más de cien kilómetros que cruzara la isla de este a oeste.

En el año 122, Publio Elio Adriano desembarcó en Britania. Con su habitual energía, el emperador marchó hacia el norte, hasta la actual Newcastle, y allí ordenó la construcción de una nueva y faraónica obra: un muro que atravesara la isla de mar a mar. Por primera vez en su larga historia de victorias y conquistas parecía que Roma había encontrado los límites de su Imperio.

La reforma del ejército
El reinado de Adriano había comenzado con los peores augurios. A la muerte de Trajano, su predecesor, en agosto de 117, la situación era crítica: se habían sublevado tanto los judíos como los territorios recientemente conquistados por Trajano en su campaña contra los partos, como Mesopotamia y Armenia. Y había problemas en otros lugares. De Britania llegaban terribles noticias; se hablaba de la imposibilidad de seguir dominando la isla y de multitud de romanos muertos en combate. El emperador descubrió que el poder de Roma tenía límites, realidad hasta entonces inconcebible para un romano. Adriano eligió salvar el Imperio y abandonar las últimas provincias conquistadas por Trajano, que tanta resistencia oponían. Roma debería conservar sus fronteras y fortalecerse en su interior.

El 21 de abril de 121, Adriano celebró el aniversario de la fundación de Roma. Ese día se conmemoraba el trazado por Rómulo del recinto sagrado de la ciudad, el pomerio. Para la ocasión, el emperador ordenó  renovar las marcas y los mojones que lo limitaban. En la tradición romana, la superficie de la ciudad de Roma sólo podía ser acrecentada por quienes hubiesen añadido nuevas provincias al Imperio, lo cual no era el propósito de Adriano, que se limitó a restaurar los límites tradicionales. El mensaje estaba claro: el tiempo de la expansión había terminado.

Pocos días más tarde, el emperador abandonaba Roma para realizar una gira por las provincias occidentales: Galia, Germania, Britania e Hispania. La expedición tenía una clara intención militar. Por una parte, el emperador se esforzó por restaurar la disciplina en los cuarteles. Perdida la expectativa de nuevas conquistas, la vida de los soldados tendía a relajarse y a rodearse de comodidades impropias de la existencia militar, cuya disciplina y dureza Adriano se empeñó en restaurar. Se convirtió en un ejemplo para sus soldados: marchaba con ellos, dormía al raso y comía el mismo rancho. Prohibió el lujo en los cuarteles e insistió en la necesidad del entrenamiento constante  mediante la realización de maniobras y ejercicios tácticos que él mismo corregía con arengas que dirigía a las unidades participantes.

Fue entonces cuando descubrió el valor formativo que para un ejército tenía la realización de obras públicas. Con ellas los soldados se endurecían, abandonaban la inactividad y además aprendían la importancia del trabajo en equipo.

La transformación empezó en Germania. Bajo Domiciano, las legiones habían controlado los campos que se extienden al sureste del Rin y el norte del Danubio, en el valle del río Meno (Main). Estas tierras habían recibido el nombre de Agri Decumates porque sus ocupantes pagaban como impuesto el diezmo, la décima parte de la cosecha. La defensa de estos territorios se fundaba sobre una calzada militar y algunos puestos de vigilancia. Adriano decidió levantar allí una empalizada continua para marcar los límites de los territorios romanos y para ello se talaron miles de árboles. Así, los cursos del Rin y del Danubio quedaron unidos por la primera barrera artificial del Imperio. Roma empezaba a tener un auténtico límite.

La frontera de piedra
Adriano tenía nuevos planes para la provincia de Britania. Consciente de que el deterioro de la guarnición era la causa última de los problemas que la isla había vivido, organizó el traslado de algunos contingentes desde provincias vecinas. Un tal Pontio Sabino fue el oficial encargado de llevar tres mil legionarios de refuerzo.

Provenían tanto de Germania como de la legión VII Gemina, acantonada en Hispania. Pero no fueron éstos los únicos soldados que llegaron de la península Ibérica. Al menos la I Cohorte Hispana, una unidad auxiliar, fue también trasladada a la isla. El emperador se hizo acompañar de la legión VI Victrix, que hasta entonces había tenido su cuartel en Vetera, la actual Xanten, en Alemania.

Pero estos refuerzos no estaban destinados a reiniciar la conquista, sino a reforzar la frontera. En la línea entre el río Tyne y el golfo de Solwey, límite efectivo de la dominación romana, ya se habían levantado algunas infraestructuras fronterizas. La más importante de ellas era la vía militar que la recorría de este a oeste, la Stanegate, la «carretera de piedra». A lo largo de esta vía se habían construido algunos fuertes y torres de vigilancia. Este sistema no era nuevo: en Oriente, para vigilar el desierto, se había construido del mismo modo la Vía Trajana.

Los planes de Adriano iban más allá. Al llegar a Newcastle ordenó construir un puente que uniera ambas a orillas del río Tyne. Este puente, que recibió en su honor el nombre de Elio, habría de ser el inicio de la más importante obra militar construida bajo su reinado: el muro que uniría las dos orillas del mar.
Una inscripción mutilada conserva lo que parece ser el discurso con el que el emperador anunció su decisión. No es mucho lo que se lee, pero sí podemos estar seguros de que Adriano invocó un «divino precepto» para levantar un muro que sería obra del «ejército de la provincia» y que debería unir «las orillas de ambos océanos».

Una muralla en Britania
El sentido político y militar de aquella obra sigue siendo objeto de debate. Deberíamos desterrar la pretensión de comparar el muro de Adriano con las murallas de una ciudad antigua, capaces de resistir un asalto. Ni su altura ni la anchura de su adarve o camino de ronda parecen suficientes para ofrecer una resistencia efectiva. Además, su enorme longitud impediría una distribución eficaz de las fuerzas romanas. Evidentemente, un grupo organizado de bárbaros podría asaltar el muro por algún punto determinado sin que las legiones fueran capaces de frenarlo. La derrota de estos posibles invasores debería realizarse ya sobre suelo romano. Por eso, al sur del muro se mantuvieron los grandes fuertes para las legiones y las unidades auxiliares, que debían proporcionar la necesaria defensa en profundidad. Por otra parte, no debe olvidarse que el muro estaba sembrado de puertas. Cada milla (unos 1.500 metros) se había construido una puerta, con lo que la estructura presentaba numerosos puntos débiles.

Sólo una fuente antigua habla explícitamente del muro. La biografía de Adriano en la Historia augusta informa del propósito imperial: «Fue el primero que trazó un muro, de ochenta mil pasos, para separar a los bárbaros de los romanos». Este pasaje proporciona la clave para entenderlo. Aunque construido por las legiones y vigilado por tropas auxiliares, el valor del muro estaba en su capacidad de regular los límites de la vida civilizada, de canalizar los intercambios entre el suelo romano y el bárbaro. Cuando las gentes del norte quisieran comerciar en tierras romanas, las puertas del muro se abrirían tras los necesarios controles de seguridad y tras haber pagado los portoria, los impuestos a la importación. Otro tanto ocurría con los mercaderes romanos que quisieran vender sus productos en territorios no ocupados. Además, las patrullas romanas que continuaron recorriendo las tierras al norte del muro tenían en él el soporte logístico y operativo para realizar sus tareas con seguridad.

Y así, el muro se convirtió en una frontera abierta, pero bien controlada, que habría de permitir no sólo la consolidación de la vida civilizada en las tierras del sur, sino una relación pacífica y ordenada con los bárbaros del norte.

Antonino erige otro muro
En el año 142, cuatro años después de la muerte de Adriano, su sucesor, Antonino Pío, ordenó el inicio de la construcción de un segundo muro entre el estuario del río Forth, al este, y el fiordo del Clyde, en la costa occidental. No eran desconocidas estas tierras para los romanos, que a las órdenes de Julio Agrícola ya las habían alcanzado en el siglo I. Por muy paradójico que sea, la construcción de este segundo muro, 140 kilómetros al norte del primero, era el reconocimiento del éxito del muro de Adriano. La obra de este emperador se había concebido como un instrumento de regulación de la frontera y las consecuencias habían sido absolutamente positivas. No sólo se había protegido el proceso de romanización de los pueblos al sur del muro, sino que los vecinos del norte, los que vivían allende la muralla, habían recibido el beneficioso efecto de la civilización romana. Gracias a esto, Antonino Pío los pudo incorporar sin peligro a los dominios imperiales, aunque por lo demás  siguió fielmente el precepto de Adriano de no acrecentar los dominios de Roma.

Pero este éxito sólo fue el preludio de mayores tormentas. Las tribus que habitaban las tierras de Escocia no pudieron ser tan fácilmente atraídas a la civilización. Tras la muerte del emperador, en el año 161, y como consecuencia de la presión bárbara, el muro de Antonino fue abandonado y la frontera volvió a instalarse en la antigua muralla de Adriano. Su destino era el de convertirse en baluarte del Imperio.

Para saber más
Adriano, la biografía del emperador que cambió el curso de la historia. A. R. Birley. Gredos, Madrid, 2010.
El muro de Adriano. N. Fields. Osprey-RBA, Barcelona, 2009.

National Geographic

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