UN DÍA EN EL COLISEO: ASÍ ERAN LOS COMBATES DE GLADIADORES

El mayor espectáculo de Roma era mucho más que las luchas espada en mano. Había cacerías, ejecuciones, apuestas, saltimbanquis, repartos de comida... El público se lo pasaba en grande.

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Ahí, en medio de la arena, aclamado por las 55.000 personas que han acudido al Coliseo de Roma a ver su espectáculo favorito, está Gannicus, el de la serie Espartaco. O Rusell Crowe en Gladiator. O cualquiera de los miles de gladiadores que pisaron el enorme anfiteatro romano. Dando la vuelta al ruedo con su manto color púrpura, su corona de laurel, una palma de la victoria y una bandeja de plata donde iba poniendo las monedas y los regalos con que le premiaban desde las gradas (maeniana, se llamaban) por el grandioso espectáculo que les acaba de ofrecer. Las luchas de gladiadores eran el entretenimiento favorito de los romanos, como el fútbol lo es ahora. Todo tenía que ser a lo grande. Era el Estado mismo el que pagaba todo aquella fiesta en la que se mezclaban, sí, lo que todos conocemos, las peleas tantas veces recreadas en las series de televisión y películas, pero también había cacerías de elefantes, peleas de leones, saltimbanquis, apuestas, ejecuciones de condenados, batallas navales y hasta duchas al público con agua perfumada.

Un día en el Coliseo daba para mucho. El espectáculo comenzaba por la mañana, apenas a unos minutos a pie, en el Circo Máximo. Hoy en día no es más que una explanada de unos 700 metros flanqueada por dos elevaciones naturales del terreno. Difícil imaginar que en su esplendor pudiese dar cabida a unas 250.000 personas. No se trataba de combates, sino de cacerías (venationes).

Se soltaban jabalís, toros, ciervos... y a continuación salían los cazadores, a pie o a caballo con sus perros. Todo ello aderezado con el sonido de trompas y cuernos. Como el público siempre pedía más, por allí acabaron desfilando tigres, leones, osos y elefantes peleando unos contra otros o huyendo de sus perseguidores. El show duraba hasta mediodía, lo que da idea de la cantidad de animales que podían llegar a ser sacrificados. En los espectáculos de provincias, donde las venationes -mucho más modestas que en la capital, claro- se celebraban en el mismo anfiteatro, los asistentes aprovechaban para comer sin dejar sus localidades para no perderse el siguiente espectáculo, también muy sangriento. En este caso, con sangre humana de por medio.

Los ‘ludi meridiani’ (‘juegos de mediodía’) empezaron siendo un juego con malabaristas y saltimbanquis para entretener al público y acabaron convirtiéndose en ejecuciones. El Estado, que era quien sufragaba toda esta parafernalia, buscaba así aleccionar a los asistentes. El mensaje era más que claro: esto es lo que les sucede a los que no son buenos romanos. Y lo que les sucedía podía ser o bien una ejecución ‘ad gladium’, en la que los condenados se enfrentaban unos a otros espada en mano hasta que solo quedaba uno, que era finalmente ajusticiado por uno de los cazadores (venatores), un soldado o un gladiador esclavo; o, todavía peor, una ejecución ‘ad bestias’. Sí, es lo que parece. A estos, que habían cometido algún delito especialmente grave, se les dejaba ahí fuera frente a alguno de los animales salvajes traído de sabe quién dónde. Los más afortunados tenían una espada o una lanza con la que defenderse, pero a otros ni siquiera eso. Incluso se les ataban las manos a la espalda. El destino de todos ellos estaba más que decidido.

Era ya por la tarde cuando llegaba el plato fuerte, el combate de gladiadores. En latín se llamaba ‘munus’, que significa ‘deber, obligación’. Su origen estaba en la obligación fúnebre que se tenía con el difunto recién fallecido de ofrecer una lucha de gladiadores (munus gladiatorum) con la idea de que la sangre del vencido favoreciese el espíritu del muerto en la otra vida. El primero del que se tiene noticia se remonta al año 264 a.C. Al principio, el enfrentamiento se realizaba en el mismo funeral, pero a medida que se fueron añadiendo combates se fue separando del acto fúnebre hasta convertirse en el gran espectáculo del Imperio Romano. Agusto llegó a dictar cómo, cuándo y quién debía organizarlos -estableció incluso que hombres y mujeres debían sentarse por separado-, siendo los imperiales los más destacados con diferencia. Basta decir que en los ocho que organizó durante su estancia en el poder utilizó una media de 1.250 gladiadores y 135 animales en cada uno de ellos. Y eso que el Coliseo todavía ni siquiera había sido concebido. Ni que decir tiene que estos munus duraban varios días. El récord lo estableció Trajano con nada más y nada menos que ¡123 días de combates!

¿De dónde venían los gladiadores? ¿Eran esclavos como se hace ver en las superproducciones de Hollywood? Al principio, cuando el combate era una parte del rito funerario, sí. Todos ellos eran prisioneros de guerra que combatían a muerte. También peleaban criminales condenados. Lo más llamativo del caso es que los mejores no eran ninguno de estos -al final, luchaban por obligación-, sino los que entraban en el gremio voluntariamente, los ‘autoracti’. Los mejores de ellos eran auténticas estrellas que combatían poco (2-4 veces al año) y ganaban por combate lo mismo que un legionario raso del ejército en un año -hay que decir que la milicia, al contrario que ahora, estaba bien pagada. Al fin y al cabo, Roma era un imperio que vivía de la guerra-. Al sueldo ‘fijo’ había que añadir lo que obtenían en las vueltas al ruedo tras ganar su combate. En general, parece que puede afirmarse que los gladiadores vivían mejor que la mayoría del pueblo. Al menos tenían techo y comida garantizados, y los ‘autoracti’ podían incluso salir del ludus -lugares de entrenamiento- y hacer vida normal como hombres libres que eran.

Claro que ser gladiador no era fácil. Pese al dinero que podían ganar y la admiración que despertaban, especialmente entre las mujeres, su profesión les situaba en lo más bajo del escalafón social, junto a actores y prostitutas. Su testimonio, de hecho, no era considerado válido en un juicio. Además, estaba el riesgo evidente de la profesión. Contrariamente a lo que se suele pensar, la mayor parte de las veces no acaban en la muerte de uno de los combatientes. La razón era el dineral que costaba entrenarlos, alimentarlos y pagar la compensación al lanista al que pertenecían -si no era auctoracti-. Agusto, de hecho, llegó a prohibir las luchas a muerte.

El objetivo del espectáculo era lograr combates equilibrados. La norma era enfrentar a un gladiador ‘ligero’ con uno ‘pesado’. Al primero se le daba un escudo más pequeño que al segundo, que iba más protegido. La ventaja del primero era su rapidez, ya que su rival podía llevar encima unos 20 kilos de más. Normalmente ambos saltaban a la arena descalzos y con el torso desnudo, con protecciones en cintura, brazos y piernas según el tipo de gladiador que se tratara. Al contrario que en el boxeo actual, entonces no había categorías de peso ni asaltos -si que había árbitros, dos en concreto- y la lucha duraba lo que tardaba en rendirse uno de ellos, normalmente tras 10 ó 15 minutos. No debía ser nada fácil aguantar más cuando solo el yelmo pesaba 4 kilos.

El entrenamiento era exhaustivo. Básicamente se estructuraba en ciclos de cuatro días. El primero, más suave, constaba de ejercicios preparatorios. El segundo era el más duro, con un trabajo de gran intensidad al que seguía un tercer día de relax. El último era de una dureza media para volver a comenzar desde el principio. En cuanto a la comida, a los asiduos del gimnasio les sonará de algo: ingerían cantidades enormes de carne -que bien podía proceder de las cacerías de las mañanas; no se desperdiciaba nada- que les proporcionaba las proteínas que necesitaban sus músculos. No le daban al arroz, pero sí a la cebada en forma de gachas para ingerir hidratos. Eso, y las alubias. También tenían médicos para tratar sus lesiones. De hecho, el más famoso de la antigüedad, Galeno, empezó su carrera cuidando de gladiadores.

Entraban en la arena siempre por la misma puerta, la ‘Porta Triumphalis’, situada en uno de los lados mayores del Coliseo. El vencedor salía también por aquí. El que perdía, significase o no su muerte, salía por la puerta situada en frente, la ‘Libitinensis’ (por Libitina, la diosa de la muerte). Cuando terminaba un combate, se organizaba un pequeño entretenimiento con juegos malabares, saltimbanquis y demás mientras se arreglaba la arena para el siguiente combate. Así, hasta que se hacía de noche. No hay que pensar que siempre fueran luchas de uno contra uno. También se organizaban auténticas batallas en las que participaban numerosos gladiadores. ‘Gregatim’, se llamaban. Se preparaban incluso escenarios con los que ayudar a la imaginación del público a recrear batallas legendarias del pasado. El colmo era cuando se organizaban ‘naumaquias’, es decir, combates navales. Hasta este punto llegó el refinamiento de los romanos.

El atractivo de acudir al Coliseo no estaba solo en ver todas esas peleas y espectáculos. Para el público había muchos entretenimientos más. Se repartía comida, muchas veces carne que rara vez podían probar en el día a día; se sorteaban regalos y se hacían apuestas. En caso de lluvia, el Coliseo hasta podía cubrirse con un toldo. Y si hacía mucho calor, se regaba al público con agua perfumada que además de refrescar, ayudaba a sobrellevar el nauseabundo olor que debía emanar de la arena. Todo esto, de forma gratuita. Una razón más para acudir al gran espectáculo de Roma. Otra era que después se organizaba una fiesta...

Falsos mitos
No suele ser una buena idea creerse lo que aparece en las películas o en las series de televisión. El caso de los gladiadores no es una excepción. El libro de Alfonso Mañas ‘Gladiadores. El gran espectáculo de Roma’ detalla todo este mundo y desmiente algunos de los mitos más extendidos. El peor -por común-, es el saludo que los luchadores dedicaban al emperador. “Ave césar, los que van a morir te saludan”. Pues va a ser que no. No hay constancia de que dijeran nada cuando se dirigían al palco de autoridades antes del combate. La confusión viene porque en una ocasión, en tiempos de Claudio, los participantes en una naumaquia, se dirigieron al contrahecho emperador diciendo ¡Ave emperador, los que van a morir te saludan!”. Sólo ocurrió una vez, pero como la frase queda de cine...
Otro mito es el del pulgar hacia arriba o hacia abajo para declarar el destino del perdedor. Tampoco es cierto. El público pedía el indulto gritando ‘missio’ y agitando un extremo de la toga o un pañuelo, mientras que para solicitar la ejecución gritana ‘iugula’ (degüéllalo) y haciendo con el pulgar el mismo gesto de degollar que se hace hoy en día. Estos eran los mismos que haría el emperador o el promotor del evento en cuestión.
Por último, un error de la serie ‘Espartaco’. Los gladiadores no se rendían levantando dos dedos, sino tirando el escudo y extendiendo el índice de esa misma mano. Lo que sí es cierto es que hubo gladiadores homosexuales. Vivían apartados en el 'ludus' y sus compañeros rechazaban combatir con ellos.

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