Desde que en 1997 la Unesco decidió que este paisaje remoto, oculto, olvidado, todavía más despreciado entonces que ahora mismo (aunque menos acosado también), recibiera la medalla de Patrimonio de la Humanidad, los mismos arqueólogos que sobre todo a lo largo del último medio siglo han estado hurgando en su naturaleza misteriosa aceptan que sea considerado como un paisaje cultural. Sí, algo más que una mina gigantesca, algo por encima de una reliquia recuperada. Cuevas, restos de canales, miradores, galerías..., un perímetro total de unos diez kilómetros, con caminos para conocer sus tripas de entre uno y dos kilómetros.
El paisaje cultural engloba lo no mucho que los siglos han respetado de la explotación prerromana y romana y también las historias de la gente que han vivido en este solar: sus afanes, sus trabajos y las herramientas con las que lo realizaron, la música que escucharon, las palabras que se dijeron, los dioses en los que creyeron. Vida y muerte de hombres, de animales y de plantas. Los verticales despojos de la montaña, dorados y engalanados con sus leves estalactitas de barro; la arrugada rotundidad de los castaños maltratados por rayos, fuegos y un centenar al menos de cosechas violentas; estos senderos por los que entre las piedras desechadas saltan a veces modestos torrentes de agua pura, bajo la sigilosa pezuña de un burro; las berzas que florecen en mínimos pétalos blancos y compiten serenas con el ingrato olor de las escobas amarillas y de los tojos, añadido todo al manto malva de las urces sobre la corteza pizarrosa a la que el hombre nunca ha metido mano, sólo el jabalí, el zorro y la garduña, el oso en otros tiempos, este paisaje inverosímil y un poco absurdo no es sino una mina, la vulgaridad de una mina abandonada hace mil ochocientos años. Una enorme mina a cielo abierto. De oro. Imponente metallum explotado por Roma hace casi veinte siglos. Vestigio de la locura de los hombres, según dejó escrito uno de los que primero la administraron, Plinio el Viejo. Ejemplo acabado, quizás el mejor de Europa, de la antigua y febril avaricia de la civilización. Por su tamaño, el más vasto de todo el imperio latino. Pero no sólo eso son Las Médulas, porque minas abandonadas hay cientos en España; muchas, con más de dos mil años de existencia.
Para hacerse una idea más o menos precisa de este paisaje desfigurado, de la gigantesca violación a la naturaleza que aquí se cometió, y de cómo pudo ser el rostro de estas suaves montañas antes de tanta ruina tecnológica y organizada, hay que ver el conjunto de un golpe de vista desde el cestillo de un globo apacible, por ejemplo. Al menos, desde un mirador artificial que se ha montado al sur del territorio nuclear, a un par de kilómetros de la aldea de Orellán, y cuesta arriba.
Pues en la proximidad abruman los farallones amarillos. Y produce cierto espanto meterse en alguna de las galerías sobrevivientes o refugiarse en La Cuevona, en La Encantada o en otras cavernas menores, bajo esos arcos casi góticos cuyo vacío actual fueron antaño torrentes de agua a presión o aluviones de tierra que contuvieron apenas diez miligramos de oro por metro cúbico expurgado, hasta trescientos miligramos en los rincones más generosos, una auténtica miseria si se valora el trabajo que fue necesario realizar para obtenerlo. Ahí dentro se oculta parte de los misterios, pero huele también a los orines de los excursionistas juveniles y de buen rollo que no saben ya ni respetarse a sí mismos.
Según alumbre el sol naciente o poniente, según oscurezcan los rebaños negruzcos de nubes preñadas de lluvia, incluso la lechosa luz de la luna, los perfiles de la montaña arruinada, excavada, cambiada de sitio, ofrecen una estética muy diferente. La explotación minera es amplísima, casi inabarcable, pero su almendra se ofrece como una rara sucesión de almenas irregulares, puntiagudas, anchas, y a diferentes alturas, alrededor no de un valle sino de un hondón hoy apenas cultivado y vigilado a trechos por moribundos castaños viejísimos, enormes grietas por las que los mineros lanzaron torrentes de agua y de lodo.
En un extremo queda la suave aldea llamada Las Médulas, con nombre que al parecer no proviene del monte que dio tanto que hablar durante las guerras de Augusto contra los astures y cuya localización precisa nadie conoce, sino quizá de la palabra meda (meta en latín), que no es otra cosa en el lenguaje ya medieval de estas tierras que el almiar o montón de paja o yerba apilada para que no la pudran las lluvias.
Esas mágicas almenas amarillas, las desnudas y gordas agujas arcillosas que se destacan sobre la alfombra verde, resultado de la acción minera romana y de la lenta lija de los siglos, son la parte más espectacular y sobresaliente del gran paisaje del mediodía berciano, en el extremo suroccidental de la provincia de León. Pero no todo el paisaje. Por un lado hay que considerar, tocándolo de cerca con los ojos, la entidad de ese feroz amurallamiento residual, los restos de la gran mordedura de la montaña.
Allí hay cuevas grandes y chicas, galerías subterráneas aún no hundidas y sus huellas a la intemperie, así como las de los canales que transportaban las aguas caedizas y los embalses que las guardaban, caprichos geológicos naturales o artificiales de diversa emoción. Por otro lado, a los pies de tales reliquias la naturaleza y los hombres han seguido labrando su camino; convive una vegetación salvaje y muy bella con los bosquetes de castaños que han producido y siguen produciendo un buen alimento invernal para hombres y bestias.
Ya los tradicionales y huraños sembrados de centeno han desaparecido, porque muy poca gente come pan de centeno. Las patatas, las berzas y otros frutos de huerta se cultivan en parcelas pequeñas, próximas a las casas de las cuatro aldeas relacionadas con la mina. Además de Orellán y Las Médulas, las dos aldeas que abrazan la mina mayor, deben citarse Yeres, al sur, en la vertiente de un mundo todavía más arcaico y remoto, el de La Cabrera, con su río de igual apodo, y, en fin, Carucedo, surgido en la ribera del lago del mismo nombre, mágico, legendario sobre todo gracias al novelista Gil y Carrasco, el de El señor de Bembibre, pero también artificial, ya que se formó en el valle con las aguas sobrantes del laboreo de la mina.
No puede el viajero en este mundo insólito moverse sin los datos de la evidencia y de la sospecha y enriquecido por los hallazgos de la imaginación. Lo que arqueólogos, ingenieros y expertos han descubierto ayudará a desvelar algunos secretos sin cuyo conocimiento la mayoría de los paseantes de ocasión se irán ayunos. El deslumbramiento que ejerce el inverosímil paisaje modificado por las manos de los hombres, sobre todo a ciertas horas, se enriquece con las noticias de lo que allí sucedió, cuándo y cómo.
Toda esta esquina del oeste peninsular siempre ha poseído oro y la gente lo descubrió muy pronto. Hace por lo menos dos mil quinientos años. No grandes cantidades de oro, pero sí lo suficiente como para haber atraído, como California mucho después, aunque con menos generosidad, a mucha gente a lo largo de la historia. Muy pronto comenzaron a explotarse las minas que ya conocían los indígenas y por ellos mismos, aunque sometidos ya a Roma. Una frase muy conocida de Plinio el Viejo ha permitido tantas cábalas como ensueños. Escribió al naturalista: «Hay quienes han señalado que Asturia, Gallaecia y Lusitania proporcionan veinte mil libras cada año por este sistema [la arrugia, la demolición de montañas], pero la que más produce es Asturia, y ninguna otra tierra mantiene esta fertilidad durante tantos siglos».
Cálculos muy recientes aseguran que los romanos se llevaron de estos parajes 4.477 kilos y medio. Para conseguirlo, tuvieron que remover cerca de cien millones de metros cúbicos de tierra, de los que una parte pueden contemplarse hoy si el viajero tiene ojo experto y si lo acompaña un sabio. Si tenemos en cuenta que el precio del kilo de oro en la tienda de la esquina supera los diez mil euros y que el nivel de precios y salarios era hace dieciocho siglos más o menos semejante al actual, el imperio romano se llevó de estos suelos cinco mil millones de euros. A lo largo de unos doscientos años. Un ministro de Hacienda diría que no fue precisamente un éxito como para tirar cohetes y ello explica quizás el temprano cese de la explotación.
Por eso junto a las informaciones imprescindibles que aparecen en los libros hay que acarrear en el morral mucha imaginación cuando se pasea por los senderos pedregosos de Las Médulas y se enfrenta uno a tan descomunal paisaje. Se trata de una inmensa mina de oro abandonada, no de un parque temático para rebañar dinero a miles de visitantes cada fin de semana, o de una ciudad Disney. Es el brillante esqueleto de una industria, de una cultura, de nuestra vieja historia. Así que un respeto.
Se sabe con detalle cómo se conseguía el metal, sin embargo no existe documento alguno sobre quién lo hacía. Algunos estudiosos consideran que lo más duro del trabajo lo realizaban esclavos, pero la mayoría opina modernamente que no, que se trataba de trabajadores libres, peregrini, que cobraban su salario o bien rendían tributo a Roma con su trabajo temporal; libres y sometidos, pues, pero no esclavizados. Esta gente, fuera quien fuese, y muy probablemente habitantes de la región reciclados de explotadores artesanales a mineros especializados en una explotación industrial, astures de origen celta o de cualquier otro retoño étnico, vivía en auténticos campamentos mineros, conforme al tipo de trabajo que desarrollaban. Mientras unos fabricaban las complejas herramientas necesarias para los distintos sistemas de explotación, otros se ocupaban de los víveres, de excavar túneles o abrir canales, de cerner los aluviones y buscar en sus entrañas las esquirlas de oro.
JESÚS TORBADO, Suplemento de viajes de El Mundo, Junio 2005, número 43
0 Comentarios:
Publicar un comentario