ESTRABÓN: EL GRIEGO QUE DESCUBRIÓ IBERIA

Aunque nunca estuvo en la península Ibérica, el geógrafo griego Estrabón compuso, en época del emperador Augusto, la primera descripción de aquellas tierras que ha llegado hasta nosotros.

Para los griegos, la península Ibérica se hallaba en el extremo occidental de la ecúmene, el mundo conocido, cuyo centro era el Mediterráneo. Las Columnas de Hércules (como llamaban al estrecho de Gibraltar) marcaban el final del espacio navegable y conocido, más allá del cual se abrían las aguas de un ignoto y temible océano en las que sólo se atrevían a aventurarse héroes como Heracles, el Hércules de los romanos. Al parecer, el primer griego que llegó a la Península fue un comerciante de la isla de Samos llamado Coleo, al que los vientos desviaron de su camino hacia Egipto.  Atravesó las Columnas y, con la protección de los dioses, llegó a Tartessos, donde consiguió unos beneficios excepcionales. Allí arribaron también los navegantes de Focea, una metrópoli marinera de Asia Menor. Hicieron amistad con el rey tartesio Argantonio, quien les facilitó una gran cantidad de plata para que Focea pudiera levantar una muralla que la defendiera de los persas.

Esta imagen idealizada y esplendorosa de Tartessos, como un reino remoto con extraordinarias riquezas y gobernado por monarcas longevos, constituyó durante mucho tiempo la única referencia acerca de la península Ibérica entre los griegos, que frecuentaron las costas meridionales y levantinas entre los siglos VII y IV a.C. Pero, a diferencia de lo sucedido en Francia o Italia, aquí sólo crearon una fundación estable: Emporion (Ampurias).

La obra del gran historiador griego Heródoto, que vivió en el siglo V a.C., refleja los limitados conocimientos de los griegos sobre la Península, ya que únicamente menciona Tartessos, las Columnas de Heracles y la ciudad de Cádiz. La Península se hallaba muy lejos de los principales centros griegos y no había en ella un poderoso imperio como el de los persas, ni la habitaban pueblos exóticos o nómadas como los tracios o los escitas, que atrajeron mucho más la atención de Heródoto. Tampoco había maravillas arquitectónicas y curiosidades como en Egipto, ni los caudalosos ríos de las estepas escitas. Ni siquiera había ciudades griegas importantes como Cirene, en el norte de África. El desconocimiento y desinterés de los griegos resultaban así perfectamente explicables. Es posible que el navegante marsellés Píteas, en su viaje hacia las regiones del norte a mediados del siglo IV a.C., pasara por Cádiz y navegara a lo largo de sus costas atlánticas, descubriendo, de esta forma, que Iberia era una península, pero apenas han quedado testimonios de la obra de este navegante.

Para contar con noticias detalladas de la Península hay que esperar hasta mediados del siglo II a.C., cuando el historiador griego Polibio viajó hasta allí en compañía de Publio Cornelio Escipión Emiliano, el conquistador de Numancia. Polibio fue el primero que describió detalladamente la geografía ibérica, como lo prueba su minuciosa descripción de Cartagena, sus recursos agrícolas y minerales y las peculiaridades etnográficas de sus habitantes. Sin embargo, el libro de su Historia que concentraba sus descripciones no ha llegado hasta nosotros. Después de Polibio, durante la primera parte del siglo I a.C., acudieron a la Península tres notables intelectuales griegos: Posidonio de Apamea, Artemidoro de Éfeso y Asclepíades de Mirlea. Sin embargo, sus descripciones no se han conservado y sólo podemos encontrar sus ecos en la Geografía que Estrabón compuso en época del emperador Augusto, que contiene la primera descripción completa de la Península que se conserva.

La Geografía de Estrabón constituye una extensa descripción del mundo habitado en tiempos de Augusto, y recoge toda la tradición geográfica griega anterior. Estrabón, que vivió entre los años 64 a.C. y 21 d.C., era originario del reino del Ponto, situado a orillas del mar Negro, en Asia Menor. Viajó extensamente por todo el Mediterráneo, especialmente por su cuenca oriental y por Asia Menor, y pasó largas temporadas en Alejandría y Roma, que eran los dos grandes centros urbanos y culturales del momento. Aunque era griego por origen y cultura, se integró perfectamente en el nuevo mundo dominado por Roma, a la que atribuía el mérito indiscutible de haber pacificado y civilizado todo el orbe entonces conocido. Poseía la ciudadanía romana e incluso su propio nombre, que significa «bizco», delata este deseo de adquirir las señas de identidad romanas. El objetivo principal de su obra era poner al alcance de los nuevos dirigentes del Imperio todos los conocimientos de la ciencia geográfica griega para lograr mejorar la administración y el gobierno de los territorios sometidos.

Estrabón nunca viajó hasta la península Ibérica, pero obtuvo de sus predecesores las informaciones necesarias sobre su geografía: las dimensiones de sus costas, las ciudades principales que las jalonaban, los límites de algunas regiones del interior como Celtiberia, la forma de vida de sus gentes... Sin embargo, Estrabón mantuvo una postura crítica hacia sus predecesores, como muestran sus comentarios irónicos acerca de la credulidad excesiva de Artemidoro en su descripción del Promontorio Sagrado (el cabo de San Vicente, en Portugal) o sobre las exageraciones de Polibio y Posidonio, que contaban las numerosas aldeas que poblaban el territorio como verdaderas ciudades para engrandecer, de este modo, las hazañas de sus patronos romanos.

La geografía de Estrabón no consiste sólo en una enumeración de los diferentes pueblos y ciudades de la Península. En su descripción se mezclan distintos saberes, que incluyen las repercusiones del paisaje y el clima sobre la forma de vida de sus habitantes, la cartografía de sus regiones con sus formas y sus límites, la localización precisa de las Columnas de Heracles, la validez de los poemas de Homero (la Ilíada y la Odisea) como fuente de información geográfica, la incidencia de las mareas sobre la fisonomía costera o el impacto de la conquista romana en la sociedad de las regiones sometidas.

Estrabón recoge además los testimonios más antiguos acerca de la Península, entre ellos los versos de poetas como Estesícoro y Anacreonte, que hacían referencia a Tartessos y que, de esta manera, han podido llegar hasta nosotros.

La minuciosa descripción de las costas peninsulares contrasta con la de los espacios interiores, mucho menos definidos. Su descripción contrapone claramente las regiones meridionales y levantinas, que habían recibido el impacto duradero y positivo de la romanización, con casi todo el interior peninsular, un territorio mucho más agreste, primitivo y salvaje, que a pesar de la conquista todavía conservaba sus formas ancestrales de vida.

Estrabón se hace eco de la extraordinaria fertilidad de las tierras del sur, sus abundantes recursos de todo tipo (agrícolas, pesqueros, minerales) y sus importantes vías de comunicación fluvial, que facilitaban el comercio. Menciona algunas de sus numerosas ciudades, que llegaban hasta doscientas, y señala los motivos de su riqueza y su fama, como en el caso de Córdoba, Sevilla o Cádiz. Destaca también el elevado nivel de romanización de sus habitantes, que poseen además tradiciones literarias y religiosas de gran antigüedad.

En contraste con el sur y el Levante, las regiones del norte y del interior ofrecen un panorama completamente diferente, con una topografía áspera y difícil que incluye montañas, bosques y llanuras de suelo pobre, lo cual dificulta la práctica de la agricultura tanto como las comunicaciones, favoreciendo el aislamiento de sus habitantes, cuya pobreza los había abocado al bandidaje desde mucho tiempo atrás. Estas gentes practican unas formas de vida que parecen haber quedado detenidas en el tiempo, a diferencia de las regiones meridionales y levantinas, que evolucionaron gracias a la presencia sucesiva de pueblos como fenicios, griegos, cartagineses y romanos.

Estrabón destaca las costumbres guerreras y las bárbaras formas de predicción entre los lusitanos, mediante la inspección de las entrañas de los prisioneros. Menciona la dieta de los habitantes de las montañas a base de pan de bellotas, mantequilla y cerveza, sus danzas en común, dando saltos y poniéndose en cuclillas o cogidos de la mano (en algunas de las cuales también participaban las mujeres), sus sayales negros y sus vestidos floreados, y su tratamiento de los condenados a muerte arrojándolos desde un peñasco.

Destaca extrañas costumbres como el repugnante hábito de lavarse los dientes con orina envejecida en cisternas, el hecho de dormir en el suelo o sobre lechos de paja, y la manera de dejarse el cabello largo y colgando como las mujeres. Estas gentes desconocían costumbres civilizadas como el paseo, dado que pensaban que sólo se podía hacer la guerra o permanecer sentado, y la moneda, ya que utilizaban el sistema de trueque en los intercambios. Algunos pueblos, como los galaicos, no poseían dioses, y otros, como los celtíberos y sus vecinos del norte, hacían sacrificios a un dios sin nombre durante las noches de luna llena. Otros, como los cántabros, se entregaban con un insensato entusiasmo a la muerte antes que caer en manos de los romanos, y entonaban himnos de victoria mientras eran crucificados. Estrabón nos presenta así todo un muestrario de las formas de vida bárbaras de los pueblos del interior, con nombres que resultaban incluso fastidiosos de pronunciar o eran simplemente ininteligibles: bardietas, pleutauros, alótriges y otros aún peores que ni siquiera menciona.

Estrabón, pues, nos muestra un territorio muy diverso, que ha pasado de la barbarie a la civilización gracias a la conquista romana. Roma había terminado con las acciones de bandidaje sobre los territorios más prósperos y había impuesto por doquier las condiciones  para la paz, con la reorganización del territorio, la fundación de nuevas ciudades y la construcción de grandes vías de comunicación.

National Geographic

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