Aunque estamos acostumbrados a ver las estatuas y los templos griegos de un color blanquecino, bien a causa del mármol, bien a causa de la preparación para el color que llevaban muchas esculturas realizadas en otros materiales, lo cierto es que la mayoría de estas obras estaban recubiertas de pintura de múltiples colores, al modo de las esculturas medievales y, en general, de toda obra anterior al Renacimiento.
En la Antigüedad y hasta la Edad Media los colores eran considerados símbolos de particular valor y eran utilizados para añadir mensajes de una forma unas veces subliminal, otras más directa; por ejemplo en la estatua de
Augusto encontrada en Primaporta, la villa de su esposa Livia, el emperador luce el manto rojo que sólo él podía llevar como signo de su autoridad militar. En la coraza, sobre el blanco luminoso del mármol, brillan el azul, el rojo y el marrón, los colores de las enseñas restituidas a los romanos, que las habían perdido en una batalla contra los partos. El mensaje político es claro e inmediato.
En el Renacimiento- período en el que el mundo clásico vuelve a marcar el canón del pensamiento y del arte- se extiende el gusto por la pureza del mármol blanco, utilizado a partir de ese momento por los artistas no sólo renacentistas sino también por las corrientes posteriores, orientadas desde ese momento hacia la claridad. Surge también entonces la falsa creencia de que las obras que habían llegado a ellos deterioradas por el paso del tiempo y la climatología, habían tenido siempre la ausencia de color que presentaban.
En la mayoría de los casos esta pérdida del color se debe principalmente a dos razones; por un lado al carácter orgánico de los pigmentos naturales con los que se fabricaron las pinturas con las fueron recubiertas y, por otro, a la exposición al aire libre que han sufrido gran parte de las mismas, pues formaban parte de grupos escultóricos de edificios que obviamente quedaban al aire, o, si eran esculturas, estaban expuestas en las ágoras, foros o santuarios de las antiguas ciudades, también a la intemperie. De hecho, si las comparamos con las esculturas de la Acrópolis que los atenienses escondieron en fosas tras la invasión de los persas en el siglo V a. C. y que no
fueron descubiertas hasta el siglo XIX, vemos que éstas últimas aún conservaban gran parte de su colorido al haber estado aisladas de los rigores del tiempo.
Para reconstruir la policromía original contamos con un sinfín de ejemplos plásticos (las estatuas arcaicas de la Acrópolis de Atenas, el Sarcófago de Alejandro, el Augusto de Primaporta, los frisos del templo de Aphaia en Egina, etc.) y un pequeño corpus de textos literarios, entre los que destaca uno de Platón (República. IV, 420 y ss) que dice así: "Si nos halláramos en trance de pintar una estatua y alguno viniese con reparos porque no aplicamos a las partes más hermosas del cuerpo los más bellos colores -por ejemplo: que los ojos, que son lo más hermoso, no los pintamos de púrpura, sino de negro- podríamos defendernos respondiéndole: “Amigo mío, no pienses que vamos a pintar unos ojos tan lindos que no parezcan ojos y que otro tanto ocurra en las demás partes. Fíjate, más bien, si dando a cada unos los colores que más convienen, logramos la belleza del conjunto”.»
Desde 1982 un equipo internacional de arqueólogos, químicos y filólogos, encabezado por Vinzenz Brinkmann, director de la Colección de Antigüedades del Museo de Munich, ha trabajado en las colecciones del Vaticano y de
las Glyptothekas de Copenhague y Munich para tratar de determinar cómo veían los antiguos griegos y romanos esas estatuas que llegaron hasta nosotros "lavadas" de color. El equipo analiza los restos de pigmentos con la finalidad de poder reconstruir su color original. Para ello utilizan sofisticados equipos de rayos láser, barridos de luces ultravioletas, exámenes microscópicos y análisis químicos, y escudriñan cada centímetro cuadrado en busca de un rastro, aunque sea mínimo, de los tonos originales: los pigmentos de los colores cristalizaron en tamaños variables, siendo los más finos los más persistentes y los gruesos, más vulnerables; unos y otros se quedaron fijados a las rajaduras del mármol; pero todos ellos sufrieron una erosión de distinta intensidad que dejó una serie de huecorrelieves detectables mediante luz ultravioleta aplicada de forma rasante y que de otra manera serían imperceptibles para el ojo humano. Fruto de esos dieciocho años de trabajo fué la exposición que pudo verse en el Museo Arqueológico Regional de Alcalá de Henares hasta el pasado mes de Abril.
Paolo Liverani, que trabajó junto con el danés Jan Stubbe (director de la Glyptotheka de Copenhague) y el alemán Vinzenz Brinkman hace una recomendación:
”Hay que ver estas obras con los ojos de aquellos años e imaginárselas bajo el sol penetrante y cegador del verano griego, o contrastando con una pared de estilo pompeyano, pintada en rojo y negro o con las paredes del Foro romano de Augusto, de mármol pintado en azul intenso con festones rojos. Eran contrastes fuertes para luces fuertes”
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