Un libro rescata la vida cotidiana de la villa que el Vesubio sepultó hace 19 siglos
Portada del libro |
«En las posesiones de Julia Espuria, hija de Félix, se alquila baño muy cómodo y bien equipado para gente distinguida, tiendas con sus habitaciones y comedores (en el primer piso) (...) Si a alguien le interesa, póngase en contacto con nosotros».
Nada de particular tendría este anuncio si no fuera porque fue escrito en una fachada hace 17 siglos por unos propietarios que ofrecían sus fincas en la Pompeya que el 24 de agosto del año 79 sepultó la lava del Vesubio.
A través de numerosos grafitos como este, amén de abundante documentación extraída de los textos clásicos, como el relato de Plinio el Joven, y de las excavaciones de la «ciudad momificada», como la bautizó Goethe, la profesora de Historia Antigua de la Universidad Carlos III de Madrid Mirella Romero rescata en Pompeya (La Esfera de los Libros) la vida cotidiana de los 20.000 habitantes del Imperio romano que poblaban la fértil tierra que rodeaba al volcán cuando este entró violenta y súbitamente en erupción.
Además de reconstruir cómo la furia del Vesubio preservó Pompeya intacta para la posteridad y de recorrer su influencia en la literatura, el cine o la pintura, la investigación de Romero abarca aspectos poco estudiados, como la relación con España. ¿Sabían que fue gracias al empeño –y dinero– de Carlos VII de Nápoles, futuro Carlos III de España, que la ciudad empezó a emerger de la ceniza y las rocas volcánicas? Fue en 1738 en la vecina Herculano, y 10 años después en Pompeya, cuando el rey, interesado en las antigüedades halladas en una finca que compró en la zona, empezó las excavaciones que todavía hoy continúan.
A la autora lo que más la atrae de Pompeya, como a millones de visitantes, es «el hecho de sentirse transportado en el tiempo, de pasear por una ciudad romana y entrar en las casas, ver la cotidianeidad en las marcas de las ruedas de los carros o el pan de las panaderías». «Los grafitos –añade Romero– descubren que los pompeyanos eran muy parecidos a nosotros». Tanto que, por ejemplo, las admiradoras de los gladiadores dejaron en las paredes muchos testimonios de que el tracio Celado era uno de los más deseados: «Suspiro de todas las mujeres» y «amo y señor de todas las muñequitas».
Las pinturas eróticas, con explícitas escenas de sexo, exhibidas sin pudor en los frescos de casas, termas o bares, «formaban parte de la cotidianeidad». Uno halla representaciones de falos «por doquier en las esquinas, en el suelo, en las pinturas, en las lámparas». En Pompeya, donde había más prostíbulos que panaderías, las pintadas callejeras no desentonarían en la sección de contactos de cualquier periódico de hoy: «Éutique, griega. 2 ases. De complacientes maneras», «Lais chupa por 2 ases». Sin pelos en la lengua, clientes de los 150 bares y posadas pompeyanas escribían en las paredes cosas como «Me he jodido a la tía de la taberna», «Pagarás por tus trampas, posadero. A nosotros nos vendes agua y el buen vino lo guardas para ti» o «Efebo, eres un zascandil».
Romero toma el pulso a una ciudad con unas 40 fuentes públicas, gimnasios al aire libre y más de 600 tiendas y talleres, que se enriquecía con el comercio de vino, cuyas tintorerías usaban la orina como limpiador por su contenido en amoniaco, o cuyo cirujano tenía un instrumental similar al actual. Las casas de los ricos tenían agua corriente, piscinas y baños privados, por los que pagaban un impuesto especial, y lujosas vajillas de plata, como la que se halló escondida en un corredor bajo el baño de la Casa de Menandro, como si la hubieran puesto a buen recaudo del pillaje antes de huir por la erupción para volver a rescatarla más tarde.
Pero las imágenes más impactantes, y morbosas, de Pompeya son los moldes exactos en yeso de las víctimas cubiertas por la ceniza, que al solidificarse conservó sus formas antes de que se descompusiera el cuerpo. «Algunos se encogen o se tumban boca abajo, aterrorizados, esperando el fin (...), otros han sufrido espasmos (...), un niño se tapa la cara. Las víctimas hablan por sí mismas». Y también las tazas, como una de plata hallada en una villa con esta inscripción: «Disfruta de la vida mientras la tengas, porque el mañana es incierto». Sobran los comentarios.
A través de numerosos grafitos como este, amén de abundante documentación extraída de los textos clásicos, como el relato de Plinio el Joven, y de las excavaciones de la «ciudad momificada», como la bautizó Goethe, la profesora de Historia Antigua de la Universidad Carlos III de Madrid Mirella Romero rescata en Pompeya (La Esfera de los Libros) la vida cotidiana de los 20.000 habitantes del Imperio romano que poblaban la fértil tierra que rodeaba al volcán cuando este entró violenta y súbitamente en erupción.
Además de reconstruir cómo la furia del Vesubio preservó Pompeya intacta para la posteridad y de recorrer su influencia en la literatura, el cine o la pintura, la investigación de Romero abarca aspectos poco estudiados, como la relación con España. ¿Sabían que fue gracias al empeño –y dinero– de Carlos VII de Nápoles, futuro Carlos III de España, que la ciudad empezó a emerger de la ceniza y las rocas volcánicas? Fue en 1738 en la vecina Herculano, y 10 años después en Pompeya, cuando el rey, interesado en las antigüedades halladas en una finca que compró en la zona, empezó las excavaciones que todavía hoy continúan.
A la autora lo que más la atrae de Pompeya, como a millones de visitantes, es «el hecho de sentirse transportado en el tiempo, de pasear por una ciudad romana y entrar en las casas, ver la cotidianeidad en las marcas de las ruedas de los carros o el pan de las panaderías». «Los grafitos –añade Romero– descubren que los pompeyanos eran muy parecidos a nosotros». Tanto que, por ejemplo, las admiradoras de los gladiadores dejaron en las paredes muchos testimonios de que el tracio Celado era uno de los más deseados: «Suspiro de todas las mujeres» y «amo y señor de todas las muñequitas».
Las pinturas eróticas, con explícitas escenas de sexo, exhibidas sin pudor en los frescos de casas, termas o bares, «formaban parte de la cotidianeidad». Uno halla representaciones de falos «por doquier en las esquinas, en el suelo, en las pinturas, en las lámparas». En Pompeya, donde había más prostíbulos que panaderías, las pintadas callejeras no desentonarían en la sección de contactos de cualquier periódico de hoy: «Éutique, griega. 2 ases. De complacientes maneras», «Lais chupa por 2 ases». Sin pelos en la lengua, clientes de los 150 bares y posadas pompeyanas escribían en las paredes cosas como «Me he jodido a la tía de la taberna», «Pagarás por tus trampas, posadero. A nosotros nos vendes agua y el buen vino lo guardas para ti» o «Efebo, eres un zascandil».
Romero toma el pulso a una ciudad con unas 40 fuentes públicas, gimnasios al aire libre y más de 600 tiendas y talleres, que se enriquecía con el comercio de vino, cuyas tintorerías usaban la orina como limpiador por su contenido en amoniaco, o cuyo cirujano tenía un instrumental similar al actual. Las casas de los ricos tenían agua corriente, piscinas y baños privados, por los que pagaban un impuesto especial, y lujosas vajillas de plata, como la que se halló escondida en un corredor bajo el baño de la Casa de Menandro, como si la hubieran puesto a buen recaudo del pillaje antes de huir por la erupción para volver a rescatarla más tarde.
Pero las imágenes más impactantes, y morbosas, de Pompeya son los moldes exactos en yeso de las víctimas cubiertas por la ceniza, que al solidificarse conservó sus formas antes de que se descompusiera el cuerpo. «Algunos se encogen o se tumban boca abajo, aterrorizados, esperando el fin (...), otros han sufrido espasmos (...), un niño se tapa la cara. Las víctimas hablan por sí mismas». Y también las tazas, como una de plata hallada en una villa con esta inscripción: «Disfruta de la vida mientras la tengas, porque el mañana es incierto». Sobran los comentarios.
ANNA ABELLA, BARCELONA, http://www.elperiodico.com
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