En el año 401 a.C., diez mil mercenarios griegos que luchaban a las órdenes del príncipe Ciro el Joven quedaron abandonados en medio del Imperio persa. Liderados por Jenofonte, emprendieron un épico viaje de regreso a casa.
El 3 de septiembre del año 401 a.C., los griegos obtuvieron una de las más señaladas victorias de toda su historia. En Cunaxa, en plena Mesopotamia, un lugar situado a escasa distancia de Babilonia, unos diez mil soldados hoplitas combatieron, aliados con las fuerzas del príncipe persa Ciro el Joven, contra la enorme masa del ejército de Artajerjes II, el Gran Rey de Persia. Ante la durísima crisis económica en la que se hallaba sumida Grecia, los griegos habían buscado en la expedición un medio para ganarse la vida, tentados por las promesas que les había hecho el príncipe, que aspiraba a desbancar del trono a su hermano Artajerjes. Por ello, cuando el Gran Rey lanzó su ataque definitivo contra ellos, entonaron el peán, el cántico de guerra en honor a Apolo, y respondieron con fiereza. Los persas emprendieron la huida y los griegos quedaron dueños del campo.
Pero al día siguiente, los combatientes helenos descubrieron que, antes de aquel lance final de la batalla, Ciro había sido abatido cuando se arrojó temerariamente contra el Gran Rey y su guardia acorazada. Así pues, la victoria final de los griegos no había servido para nada. Peor aún: su situación era de lo más comprometida, pues se encontraban abandonados en tierra hostil, a miles de kilómetros de sus hogares, sin víveres y a expensas del ánimo vengativo de Artajerjes y de sus decenas de miles de guerreros. Unos días después acordaron una tregua con el rey persa, que seguía temiendo su fuerza y que les prometió provisiones y seguridad en su camino de regreso. Pero poco después, Tisafernes, el ministro de confianza del Gran Rey, tendió una trampa a los jefes griegos. Tras invitarlos a un banquete, hizo detener a cinco de los generales griegos y a un nutrido grupo de capitanes y los hizo pasar a cuchillo.
Los griegos quedaron, así, descabezados, embargados por el desánimo y la tristeza, sin saber qué hacer a continuación. Los contingentes del ejército ni siquiera se juntaban, sino que cada uno acampaba en cualquier lugar, sin preocuparse del resto. Los soldados se echaban a dormir cada uno por su lado, dispuestos a dejar pasar los días y las noches hasta que los persas los atacaran y acabaran con ellos. Perdida toda disciplina, los hombres vagaban, desconcertados, sin pensar en el modo de encarar la adversidad. Fue entonces cuando de entre ellos surgió una voz. El joven ateniense Jenofonte, un aventurero que había marchado con Ciro y los Diez Mil, trató primero de animar a aquellos que más autoridad tenían entre los soldados a fin de convencerles de que debían tomar una decisión. Luego se reunieron todos los soldados en una asamblea y Jenofonte les expuso la situación con claridad.
No podían entregar las armas al Gran Rey, como éste les exigía, pues eran ellos quienes habían vencido en la batalla; de hecho, Artajerjes no les atacaba porque sabía que eran militarmente superiores. Por tanto, sólo les quedaba la opción de buscar por cualquier medio un camino de vuelta a casa. También les recordó el crimen cometido por los persas contra la hospitalidad y los juramentos al asesinar a sus generales; por ello, los dioses estarían con ellos y defenderían su causa. Tras exponer su estrategia, Jenofonte preguntó si alguien tenía otra mejor y, como todos callaron, continuó: «El que esté conforme que levante la mano». Todos aprobaron su propuesta. De esta forma, un simple ejército se convirtió en una auténtica comunidad en movimiento, en la que cada miembro participaba en la toma de decisiones; los soldados no servían a Jenofonte ni a otro, sino a sí mismos, teniendo como objetivo la salvación común.
Sin embargo, las dificultades a las que se enfrentaban eran enormes. La principal era la necesidad de hacer acopio de alimentos; aunque existían en el camino aldeas y ciudades donde podrían encontrar sustento, los griegos temían que éstas estuviesen ya en manos del enemigo, quien buscaría dificultarles la huida por todos los medios. Al fin y al cabo, ¿qué prestigio podría quedarle al más poderoso señor del mundo civilizado, como era el Gran Rey, si un puñado de hombres armados podía pasearse impunemente por su reino, tomando sus aldeas y saqueando los campos de su propiedad?
Al emprender la marcha, los griegos organizaron sus fuerzas en formaciones cuadradas, de modo que la impedimenta, los bagajes y los carros quedasen resguardados en el centro de la formación. Jenofonte, por su parte, se hizo cargo de la retaguardia, que debía cubrir cualquier ataque persa. Al no contar con fuerzas de caballería, los helenos temían quedar en inferioridad de condiciones frente a los magníficos jinetes persas, pero nuevamente Jenofonte les exhortó a abandonar cualquier temor, pues, decía, nunca en la guerra alguien había muerto de un mordisco o una coz de caballo, y sí por el filo de una lanza griega. La caballería persa, en efecto, hostigó a la retaguardia griega, a lo que Jenofonte respondió con un contraataque que sus compañeros censuraron por demasiado temerario. Finalmente, los helenos acordaron crear una fuerza de asalto integrada por rodios y cretenses, célebres por su dominio del arco y la honda, con la que frenaron las posteriores incursiones del enemigo contra su zaga. Los griegos se ensañaban con los cadáveres de los persas a los que lograban abatir, desfigurando sus rostros para provocar el pánico y disuadir a los demás de atacarles.
Ante la imposibilidad de cruzar el caudaloso Tigris, los griegos optaron por seguir una áspera y peligrosa ruta por las montañas hacia Armenia. En sus estribaciones vivían los carducos, un pueblo belicoso y hostil, que no dudaron en abandonar en masa sus casas y poblados para presentar batalla a los invasores en los desfiladeros y las colinas, lanzando contra ellos piedras y proyectiles. Para evitar retrasos, los griegos abandonaron entonces a la mayor parte de los esclavos y bestias de carga, a la vez que se servían como guías de prisioneros capturados en escaramuzas o de rehenes apresados en las aldeas. Obligados a avanzar a marchas forzadas, perdieron a menudo muchos hombres en las refriegas por ocupar los pasos de montaña antes que el enemigo. Los amigos de los caídos se dolían de la pérdida, pero seguían adelante, sin dar oportunidad al abatimiento.
Como los carducos les presionaban a cada paso, Jenofonte y los generales reorganizaron el ejército, dividiéndolo en compañías independientes; así ganaban movilidad para tomar las cimas que abrían los pasos de montaña. Llegados al río Centrites, en la frontera con Armenia, que era difícil de vadear, fueron acosados por un gran ejército carduco. Para evitar el ataque mientras cruzaban el río, Jenofonte ideó una curiosa estratagema: mientras parte de los helenos pasaban a la otra orilla, la retaguardia, comandada por él mismo, hizo amagos de ataque en medio de un gran griterío, con lo que logró ahuyentar a los carducos y facilitar a las tropas la travesía del río. Ya en Armenia, los griegos acordaron una tregua con el gobernador persa Tiribazo, aunque la intención de éste era, en realidad, atacarlos en las montañas. Los griegos, desconfiados, advirtieron la treta y atacaron preventivamente, logrando una nueva victoria.
Ni la lluvia ni la nieve, que hacían mella en sus cuerpos, doblegaban en cambio el espíritu de los griegos. Sin embargo aumentaban los enfermos, a causa de la mala alimentación o por comer plantas tóxicas para combatir el hambre con lo que fuese. Algunos heridos pedían que los degollaran, al no poder continuar, pero Jenofonte enviaba con ellos a los más jóvenes para que, por medio de palabras de ánimo o incluso golpes de bastón, les hiciesen seguir la marcha. Habrían de salvarse todos o ninguno.
Sin detenerse en ningún momento, los griegos continuaron haciendo frente a cada pueblo que quería expulsarlos de sus tierras hasta que finalmente llegaron al pie de una montaña llamada Teques. Al coronar la cima, la avanzadilla empezó a proferir gritos, de suerte que Jenofonte, a la zaga, pensó que se trataba de un ataque inesperado o una trampa. Cuando ya todo el contingente corría para auxiliar a los compañeros advirtieron que los gritos decían: «¡El mar! ¡el mar!». Tenían ante sus ojos el mar Negro, y con él una ruta segura por la costa hasta la ansiada patria. Los griegos se abrazaron, lloraron y erigieron un monumento, un gran túmulo sobre el que colocaron pieles de buey, bastones y escudos de mimbre capturados en la guerra. Conmemoraban, así, su fabulosa huida, pero, sobre todo, a los caídos en el camino.
National Geographic
El 3 de septiembre del año 401 a.C., los griegos obtuvieron una de las más señaladas victorias de toda su historia. En Cunaxa, en plena Mesopotamia, un lugar situado a escasa distancia de Babilonia, unos diez mil soldados hoplitas combatieron, aliados con las fuerzas del príncipe persa Ciro el Joven, contra la enorme masa del ejército de Artajerjes II, el Gran Rey de Persia. Ante la durísima crisis económica en la que se hallaba sumida Grecia, los griegos habían buscado en la expedición un medio para ganarse la vida, tentados por las promesas que les había hecho el príncipe, que aspiraba a desbancar del trono a su hermano Artajerjes. Por ello, cuando el Gran Rey lanzó su ataque definitivo contra ellos, entonaron el peán, el cántico de guerra en honor a Apolo, y respondieron con fiereza. Los persas emprendieron la huida y los griegos quedaron dueños del campo.
Pero al día siguiente, los combatientes helenos descubrieron que, antes de aquel lance final de la batalla, Ciro había sido abatido cuando se arrojó temerariamente contra el Gran Rey y su guardia acorazada. Así pues, la victoria final de los griegos no había servido para nada. Peor aún: su situación era de lo más comprometida, pues se encontraban abandonados en tierra hostil, a miles de kilómetros de sus hogares, sin víveres y a expensas del ánimo vengativo de Artajerjes y de sus decenas de miles de guerreros. Unos días después acordaron una tregua con el rey persa, que seguía temiendo su fuerza y que les prometió provisiones y seguridad en su camino de regreso. Pero poco después, Tisafernes, el ministro de confianza del Gran Rey, tendió una trampa a los jefes griegos. Tras invitarlos a un banquete, hizo detener a cinco de los generales griegos y a un nutrido grupo de capitanes y los hizo pasar a cuchillo.
Los griegos quedaron, así, descabezados, embargados por el desánimo y la tristeza, sin saber qué hacer a continuación. Los contingentes del ejército ni siquiera se juntaban, sino que cada uno acampaba en cualquier lugar, sin preocuparse del resto. Los soldados se echaban a dormir cada uno por su lado, dispuestos a dejar pasar los días y las noches hasta que los persas los atacaran y acabaran con ellos. Perdida toda disciplina, los hombres vagaban, desconcertados, sin pensar en el modo de encarar la adversidad. Fue entonces cuando de entre ellos surgió una voz. El joven ateniense Jenofonte, un aventurero que había marchado con Ciro y los Diez Mil, trató primero de animar a aquellos que más autoridad tenían entre los soldados a fin de convencerles de que debían tomar una decisión. Luego se reunieron todos los soldados en una asamblea y Jenofonte les expuso la situación con claridad.
No podían entregar las armas al Gran Rey, como éste les exigía, pues eran ellos quienes habían vencido en la batalla; de hecho, Artajerjes no les atacaba porque sabía que eran militarmente superiores. Por tanto, sólo les quedaba la opción de buscar por cualquier medio un camino de vuelta a casa. También les recordó el crimen cometido por los persas contra la hospitalidad y los juramentos al asesinar a sus generales; por ello, los dioses estarían con ellos y defenderían su causa. Tras exponer su estrategia, Jenofonte preguntó si alguien tenía otra mejor y, como todos callaron, continuó: «El que esté conforme que levante la mano». Todos aprobaron su propuesta. De esta forma, un simple ejército se convirtió en una auténtica comunidad en movimiento, en la que cada miembro participaba en la toma de decisiones; los soldados no servían a Jenofonte ni a otro, sino a sí mismos, teniendo como objetivo la salvación común.
Sin embargo, las dificultades a las que se enfrentaban eran enormes. La principal era la necesidad de hacer acopio de alimentos; aunque existían en el camino aldeas y ciudades donde podrían encontrar sustento, los griegos temían que éstas estuviesen ya en manos del enemigo, quien buscaría dificultarles la huida por todos los medios. Al fin y al cabo, ¿qué prestigio podría quedarle al más poderoso señor del mundo civilizado, como era el Gran Rey, si un puñado de hombres armados podía pasearse impunemente por su reino, tomando sus aldeas y saqueando los campos de su propiedad?
Al emprender la marcha, los griegos organizaron sus fuerzas en formaciones cuadradas, de modo que la impedimenta, los bagajes y los carros quedasen resguardados en el centro de la formación. Jenofonte, por su parte, se hizo cargo de la retaguardia, que debía cubrir cualquier ataque persa. Al no contar con fuerzas de caballería, los helenos temían quedar en inferioridad de condiciones frente a los magníficos jinetes persas, pero nuevamente Jenofonte les exhortó a abandonar cualquier temor, pues, decía, nunca en la guerra alguien había muerto de un mordisco o una coz de caballo, y sí por el filo de una lanza griega. La caballería persa, en efecto, hostigó a la retaguardia griega, a lo que Jenofonte respondió con un contraataque que sus compañeros censuraron por demasiado temerario. Finalmente, los helenos acordaron crear una fuerza de asalto integrada por rodios y cretenses, célebres por su dominio del arco y la honda, con la que frenaron las posteriores incursiones del enemigo contra su zaga. Los griegos se ensañaban con los cadáveres de los persas a los que lograban abatir, desfigurando sus rostros para provocar el pánico y disuadir a los demás de atacarles.
Ante la imposibilidad de cruzar el caudaloso Tigris, los griegos optaron por seguir una áspera y peligrosa ruta por las montañas hacia Armenia. En sus estribaciones vivían los carducos, un pueblo belicoso y hostil, que no dudaron en abandonar en masa sus casas y poblados para presentar batalla a los invasores en los desfiladeros y las colinas, lanzando contra ellos piedras y proyectiles. Para evitar retrasos, los griegos abandonaron entonces a la mayor parte de los esclavos y bestias de carga, a la vez que se servían como guías de prisioneros capturados en escaramuzas o de rehenes apresados en las aldeas. Obligados a avanzar a marchas forzadas, perdieron a menudo muchos hombres en las refriegas por ocupar los pasos de montaña antes que el enemigo. Los amigos de los caídos se dolían de la pérdida, pero seguían adelante, sin dar oportunidad al abatimiento.
Como los carducos les presionaban a cada paso, Jenofonte y los generales reorganizaron el ejército, dividiéndolo en compañías independientes; así ganaban movilidad para tomar las cimas que abrían los pasos de montaña. Llegados al río Centrites, en la frontera con Armenia, que era difícil de vadear, fueron acosados por un gran ejército carduco. Para evitar el ataque mientras cruzaban el río, Jenofonte ideó una curiosa estratagema: mientras parte de los helenos pasaban a la otra orilla, la retaguardia, comandada por él mismo, hizo amagos de ataque en medio de un gran griterío, con lo que logró ahuyentar a los carducos y facilitar a las tropas la travesía del río. Ya en Armenia, los griegos acordaron una tregua con el gobernador persa Tiribazo, aunque la intención de éste era, en realidad, atacarlos en las montañas. Los griegos, desconfiados, advirtieron la treta y atacaron preventivamente, logrando una nueva victoria.
Sin detenerse en ningún momento, los griegos continuaron haciendo frente a cada pueblo que quería expulsarlos de sus tierras hasta que finalmente llegaron al pie de una montaña llamada Teques. Al coronar la cima, la avanzadilla empezó a proferir gritos, de suerte que Jenofonte, a la zaga, pensó que se trataba de un ataque inesperado o una trampa. Cuando ya todo el contingente corría para auxiliar a los compañeros advirtieron que los gritos decían: «¡El mar! ¡el mar!». Tenían ante sus ojos el mar Negro, y con él una ruta segura por la costa hasta la ansiada patria. Los griegos se abrazaron, lloraron y erigieron un monumento, un gran túmulo sobre el que colocaron pieles de buey, bastones y escudos de mimbre capturados en la guerra. Conmemoraban, así, su fabulosa huida, pero, sobre todo, a los caídos en el camino.
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