[+/-] | SERTORIO, EL HÉROE DE LOS HISPANOS |
Perseguido por Sila, nuevo dictador de Roma, Sertorio encontró refugio en Hispania, acogido por los lusitanos. Durante varios años puso en jaque al poder de Roma, hasta que, traicionado por los suyos, fue asesinado en un banquete.
En el año 82 a.C., la entrada de Sila en Roma pareció poner fin a las luchas civiles entre aristócratas y demócratas (optimates y populares) que habían ensangrentado la República durante varios años. Tras su victoria en la batalla de la puerta Colina, Sila, proclamado dictador, ordenó terribles proscripciones contra sus enemigos y se lanzó a la caza de los líderes populares que habían huido a distintas provincias del Imperio, en Sicilia, África, Liguria e Hispania. En pocos meses, Pompeyo, general de confianza de Sila, cumplió la tarea e impuso su ley. Pero entonces, en 80 a.C., uno de los cabecillas populares reapareció para hacerse fuerte en Hispania y mantener en jaque a Roma durante casi diez años.
Este hombre se llamaba Quinto Sertorio. De oscuro linaje, Sertorio se curtió como militar en varios conflictos (en una acción perdió un ojo, algo de lo que se enorgullecería) y se alineó pronto con el bando de los populares, lo que le valió diversos cargos públicos. Poco antes de la entrada de Sila, marchó de Roma para asumir el cargo de gobernador de la Hispania Citerior, de donde pronto fue desalojado por un nuevo pretor enviado por Sila. Sertorio se refugió en Mauritania, donde enseguida se lanzó a reclutar un ejército para continuar la lucha contra Sila.
Fue allí donde recibió una propuesta inesperada: los lusitanos le ofrecían encabezar una rebelión contra Roma. Los intereses de los lusitanos no coincidían exactamente con los de Sertorio: aquéllos querían librarse del yugo de Roma, mientras que Sertorio sólo pretendía acabar con el poder de Sila. Pero tenían un enemigo común que hizo posible la alianza. Sertorio ya había estado en Hispania en el año 98 a.C., acompañando al cónsul Didio, que actuó con implacable dureza contra los nativos; esa experiencia le hizo ver que era mucho más inteligente tenerlos como aliados. Así, en el año 80 a.C. Sertorio dejó una parte de sus tropas en África y marchó con 4.000 hombres a la Península.
Los lusitanos acogieron a Sertorio con los brazos abiertos y lo reconocieron enseguida como su jefe indiscutido, viendo en él en cierto modo a un nuevo Viriato, el caudillo que casi setenta años atrás los había liderado en su gran guerra contra Roma. Para ellos, Sertorio encarnaba al buen romano, al general aguerrido y al hombre dotado de cualidades sobrenaturales; muy supersticiosos, los lusitanos llegaron a creer que el general romano podía conocer el futuro a través de una cervatilla blanca que le regaló un lugareño. Sertorio, por su parte, se apresuró a adiestrarlos en la disciplina militar romana. Como escribe Plutarco, «acostumbrándolos a las armas, a la formación y al orden de la milicia romana, y quitando de sus incursiones el aire furioso y terrible, redujo sus fuerzas a la forma de un ejército, de grandes cuadrillas de bandoleros que antes parecían».
Gracias a su alianza con los lusitanos, Sertorio encadenó las victorias sobre las fuerzas romanas en Hispania. Su táctica combinaba los métodos romanos con la peculiar lucha de guerrillas lusitana, basada en no dar tregua al enemigo, devastar y rapiñar, obrar con rapidez y evitar batallas en campo abierto. Así logró poner en jaque a Cecilio Metelo, el procónsul enviado por Sila a Hispania, derrotándolo repetidamente mediante estratégicas retiradas. Acto seguido, Sertorio encabezó una gran incursión hacia la Hispania Citerior, un cómodo paseo triunfal en el que tomó primero Segóbriga y Caraca, y luego Bílbilis y Contrebia. Era el territorio de los celtíberos, quienes hicieron también causa común con el general romano.
Sertorio alcanzó entonces la cumbre de su poder. Decidido a asegurarse el apoyo de los celtíberos, fundó en Osca (la actual Huesca) una escuela con el fin de instruir a los hijos de los nobles celtíberos y, de paso, mantenerlos como rehenes. Además, creó en la misma ciudad un senado indígena, aunque le concedió tan sólo funciones consultivas. Con ello, Sertorio se acercaba a la figura que unos años más tarde encarnaría el propio Augusto, pues su verdadera intención era convertirse en emperador. Según el estudioso Adolf Schulten, el propósito de Sertorio era crear en Hispania una segunda Roma para lograr luego el control de la capital.
Hispania se convirtió en una caja de resonancia de la política romana, el escenario en el que se iba a decidir quién sería el hombre fuerte de Roma. Todos confluyeron allí. Marco Perpenna Vento, uno de los cabecillas del bando popular huido de la persecución de Sila, unió sus fuerzas a las de Sertorio, quien con la nueva ayuda llevó a cabo una gran ofensiva hacia el Levante. Al mismo tiempo, Pompeyo cruzó los Pirineos con un nutrido ejército y marchó al encuentro de los «rebeldes». Pompeyo logró vencer a Perpenna, muy inferior en astucia y valentía al propio Sertorio, pero este último se interpuso entre ambos y puso sitio a la ciudad de Lauro, entre el campamento de Pompeyo en Sagunto y Valentia, adonde había huido Perpenna. Cuando Pompeyo acudió a socorrer a sus aliados en Lauro, Sertorio le hizo creer que un contingente suyo lo atacaría por la espalda. Consiguió, así, que los habitantes de Lauro se rindieran; Sertorio les concedió la libertad, pero arrasó la ciudad, «no por cólera o crueldad –escribe Plutarco–, porque entre todos los generales parece que fue éste el que menos se dejó llevar por la ira, sino para afrenta y mengua de los que tanto admiraban a Pompeyo».
Pero, desde entonces, la suerte de Sertorio empezó a cambiar. La llegada de las tropas de Metelo, quien había logrado acabar con Lucio Hirtuleyo, hombre de confianza de Sertorio, incrementó mucho la presión sobre éste. Aunque las batallas de Sucron y Sagunto fueron de resultado incierto, sirvieron a Pompeyo para ganar tiempo y obtener de Roma más recursos y tropas. Pudo así, al año siguiente, atacar las bases de Sertorio en territorio celtibérico, poniendo sitio a Calagurris (Calahorra).
Sertorio se vio obligado a refugiarse en Osca, donde se convirtió en un personaje vil y despótico. Las relaciones con los pueblos nativos se enturbiaron; el caudillo antes aclamado llegó ahora a ordenar la muerte o la venta como esclavos de los estudiantes-rehenes de la escuela oscense. También entre sus aliados romanos cundió el recelo hacia su persona y el miedo a que los arrastrase a la perdición. Fue entonces cuando, movido por la envidia y alentado por la promesa de perdón que el Senado romano había hecho a los partidarios de Sertorio que depusieran las armas, Perpenna tramó una conspiración contra él. Lo invitó a un banquete en su casa para celebrar una falsa victoria, y allí él y los otros diez conjurados lo apuñalaron hasta la muerte. Acabó así la carrera de un general al que Plutarco no dudaba en comparar con otros grandes caudillos de la historia antigua, como Filipo, Antígono y Aníbal; «más fiel y humano que todos ellos, no menos prudente que ninguno, tan sólo les fue inferior en la fortuna, hasta caer asesinado como cabecilla de unos bárbaros».
National Geographic
Este hombre se llamaba Quinto Sertorio. De oscuro linaje, Sertorio se curtió como militar en varios conflictos (en una acción perdió un ojo, algo de lo que se enorgullecería) y se alineó pronto con el bando de los populares, lo que le valió diversos cargos públicos. Poco antes de la entrada de Sila, marchó de Roma para asumir el cargo de gobernador de la Hispania Citerior, de donde pronto fue desalojado por un nuevo pretor enviado por Sila. Sertorio se refugió en Mauritania, donde enseguida se lanzó a reclutar un ejército para continuar la lucha contra Sila.
Fue allí donde recibió una propuesta inesperada: los lusitanos le ofrecían encabezar una rebelión contra Roma. Los intereses de los lusitanos no coincidían exactamente con los de Sertorio: aquéllos querían librarse del yugo de Roma, mientras que Sertorio sólo pretendía acabar con el poder de Sila. Pero tenían un enemigo común que hizo posible la alianza. Sertorio ya había estado en Hispania en el año 98 a.C., acompañando al cónsul Didio, que actuó con implacable dureza contra los nativos; esa experiencia le hizo ver que era mucho más inteligente tenerlos como aliados. Así, en el año 80 a.C. Sertorio dejó una parte de sus tropas en África y marchó con 4.000 hombres a la Península.
Los lusitanos acogieron a Sertorio con los brazos abiertos y lo reconocieron enseguida como su jefe indiscutido, viendo en él en cierto modo a un nuevo Viriato, el caudillo que casi setenta años atrás los había liderado en su gran guerra contra Roma. Para ellos, Sertorio encarnaba al buen romano, al general aguerrido y al hombre dotado de cualidades sobrenaturales; muy supersticiosos, los lusitanos llegaron a creer que el general romano podía conocer el futuro a través de una cervatilla blanca que le regaló un lugareño. Sertorio, por su parte, se apresuró a adiestrarlos en la disciplina militar romana. Como escribe Plutarco, «acostumbrándolos a las armas, a la formación y al orden de la milicia romana, y quitando de sus incursiones el aire furioso y terrible, redujo sus fuerzas a la forma de un ejército, de grandes cuadrillas de bandoleros que antes parecían».
Gracias a su alianza con los lusitanos, Sertorio encadenó las victorias sobre las fuerzas romanas en Hispania. Su táctica combinaba los métodos romanos con la peculiar lucha de guerrillas lusitana, basada en no dar tregua al enemigo, devastar y rapiñar, obrar con rapidez y evitar batallas en campo abierto. Así logró poner en jaque a Cecilio Metelo, el procónsul enviado por Sila a Hispania, derrotándolo repetidamente mediante estratégicas retiradas. Acto seguido, Sertorio encabezó una gran incursión hacia la Hispania Citerior, un cómodo paseo triunfal en el que tomó primero Segóbriga y Caraca, y luego Bílbilis y Contrebia. Era el territorio de los celtíberos, quienes hicieron también causa común con el general romano.
Sertorio alcanzó entonces la cumbre de su poder. Decidido a asegurarse el apoyo de los celtíberos, fundó en Osca (la actual Huesca) una escuela con el fin de instruir a los hijos de los nobles celtíberos y, de paso, mantenerlos como rehenes. Además, creó en la misma ciudad un senado indígena, aunque le concedió tan sólo funciones consultivas. Con ello, Sertorio se acercaba a la figura que unos años más tarde encarnaría el propio Augusto, pues su verdadera intención era convertirse en emperador. Según el estudioso Adolf Schulten, el propósito de Sertorio era crear en Hispania una segunda Roma para lograr luego el control de la capital.
Hispania se convirtió en una caja de resonancia de la política romana, el escenario en el que se iba a decidir quién sería el hombre fuerte de Roma. Todos confluyeron allí. Marco Perpenna Vento, uno de los cabecillas del bando popular huido de la persecución de Sila, unió sus fuerzas a las de Sertorio, quien con la nueva ayuda llevó a cabo una gran ofensiva hacia el Levante. Al mismo tiempo, Pompeyo cruzó los Pirineos con un nutrido ejército y marchó al encuentro de los «rebeldes». Pompeyo logró vencer a Perpenna, muy inferior en astucia y valentía al propio Sertorio, pero este último se interpuso entre ambos y puso sitio a la ciudad de Lauro, entre el campamento de Pompeyo en Sagunto y Valentia, adonde había huido Perpenna. Cuando Pompeyo acudió a socorrer a sus aliados en Lauro, Sertorio le hizo creer que un contingente suyo lo atacaría por la espalda. Consiguió, así, que los habitantes de Lauro se rindieran; Sertorio les concedió la libertad, pero arrasó la ciudad, «no por cólera o crueldad –escribe Plutarco–, porque entre todos los generales parece que fue éste el que menos se dejó llevar por la ira, sino para afrenta y mengua de los que tanto admiraban a Pompeyo».
Pero, desde entonces, la suerte de Sertorio empezó a cambiar. La llegada de las tropas de Metelo, quien había logrado acabar con Lucio Hirtuleyo, hombre de confianza de Sertorio, incrementó mucho la presión sobre éste. Aunque las batallas de Sucron y Sagunto fueron de resultado incierto, sirvieron a Pompeyo para ganar tiempo y obtener de Roma más recursos y tropas. Pudo así, al año siguiente, atacar las bases de Sertorio en territorio celtibérico, poniendo sitio a Calagurris (Calahorra).
Sertorio se vio obligado a refugiarse en Osca, donde se convirtió en un personaje vil y despótico. Las relaciones con los pueblos nativos se enturbiaron; el caudillo antes aclamado llegó ahora a ordenar la muerte o la venta como esclavos de los estudiantes-rehenes de la escuela oscense. También entre sus aliados romanos cundió el recelo hacia su persona y el miedo a que los arrastrase a la perdición. Fue entonces cuando, movido por la envidia y alentado por la promesa de perdón que el Senado romano había hecho a los partidarios de Sertorio que depusieran las armas, Perpenna tramó una conspiración contra él. Lo invitó a un banquete en su casa para celebrar una falsa victoria, y allí él y los otros diez conjurados lo apuñalaron hasta la muerte. Acabó así la carrera de un general al que Plutarco no dudaba en comparar con otros grandes caudillos de la historia antigua, como Filipo, Antígono y Aníbal; «más fiel y humano que todos ellos, no menos prudente que ninguno, tan sólo les fue inferior en la fortuna, hasta caer asesinado como cabecilla de unos bárbaros».
National Geographic
[+/-] | UNA MUESTRA SOBRE LA VILLA DE LOS PAPIROS DE HERCULANO |
La Casa del Lector explora el tema de la lectura y la escritura en la Antigua Roma a través de los hallazgos realizados en esta suntuosa residencia suburbana
La erupción del Vesubio en el año 79 asoló Pompeya y Herculano y con su ceniza sepultó la llamada Villa de los Papiros, una lujosa residencia campestre situada a las afueras de esta última ciudad, llamada así porque alojaba una magnífica biblioteca formada por más de 1.800 papiros que resultaron carbonizados, pero se trata de la única biblioteca de la Antigüedad clásica que se ha conservado.
Esta villa suburbana, que se extendía frente al mar, fue descubierta a mediados del siglo XVIII y las excavaciones corrieron a cargo del ingeniero suizo Karl Jacob Weber.
La Casa del Lector presenta la exposición La Villa de los Papiros, organizada conjuntamente con el Museo de Arqueología Virtual de Herculano (MAV), del 17 de octubre de 2013 al 23 de abril de 2014 en Matadero Madrid.
La muestra, comisariada por Carlos García Gual y Nicola Oddati, explora el tema de la lectura y la escritura en la Antigua Roma, a través de la Villa de los Papiros, y en segundo lugar se centra en las excavaciones arqueológicas que se realizaron en el siglo XVIII y que dieron un nuevo impulso a la historia cultural de Europa.
La primera parte de la exposición incluye una reconstrucción virtual de las distintas estancias de la Villa de los Papiros, elaborada a partir de las últimas excavaciones arqueológicas, y también útiles originales de escritura y una selección de pintura pompeyana en que destaca el célebre retrato pompeyano de Terencio Neo con su esposa. El único papiro desenrollado en su totalidad, de más de tres metros de longitud, ha viajado por primera vez desde la Biblioteca Nacional de Nápoles con motivo de esta exposición.
En la segunda parte se exhiben los vaciados en yeso de las esculturas que se fueron descubriendo en la suntuosa Villa de los Papiros y que fueron enviados a Carlos III, además del plano original de la villa que dibujó Karl Weber. Una máquina para abrir los papiros, ideada por el padre escolapio Antonio Piaggio, también abandonará Nápoles por primera vez.
El recorrido finaliza con una exposición bibliográfica que trata dos temas: la Stamperia Reale, el proyecto editorial de Carlos III en Nápoles, cuyos frutos más relevantes son los ocho volúmenes de Le antichità di Ercolano esposte (1757-1792), la obra que hizo posible el estilo neoclásico en toda Europa con la difusión de los descubrimientos de las ciudades vesubianas; y el impacto en toda Europa de las excavaciones hasta el año 1800, a través de las obras de los más destacados viajeros del Grand Tour, incluidos algunos españoles.
National Geographic
La erupción del Vesubio en el año 79 asoló Pompeya y Herculano y con su ceniza sepultó la llamada Villa de los Papiros, una lujosa residencia campestre situada a las afueras de esta última ciudad, llamada así porque alojaba una magnífica biblioteca formada por más de 1.800 papiros que resultaron carbonizados, pero se trata de la única biblioteca de la Antigüedad clásica que se ha conservado.
Esta villa suburbana, que se extendía frente al mar, fue descubierta a mediados del siglo XVIII y las excavaciones corrieron a cargo del ingeniero suizo Karl Jacob Weber.
La Casa del Lector presenta la exposición La Villa de los Papiros, organizada conjuntamente con el Museo de Arqueología Virtual de Herculano (MAV), del 17 de octubre de 2013 al 23 de abril de 2014 en Matadero Madrid.
La muestra, comisariada por Carlos García Gual y Nicola Oddati, explora el tema de la lectura y la escritura en la Antigua Roma, a través de la Villa de los Papiros, y en segundo lugar se centra en las excavaciones arqueológicas que se realizaron en el siglo XVIII y que dieron un nuevo impulso a la historia cultural de Europa.
La primera parte de la exposición incluye una reconstrucción virtual de las distintas estancias de la Villa de los Papiros, elaborada a partir de las últimas excavaciones arqueológicas, y también útiles originales de escritura y una selección de pintura pompeyana en que destaca el célebre retrato pompeyano de Terencio Neo con su esposa. El único papiro desenrollado en su totalidad, de más de tres metros de longitud, ha viajado por primera vez desde la Biblioteca Nacional de Nápoles con motivo de esta exposición.
En la segunda parte se exhiben los vaciados en yeso de las esculturas que se fueron descubriendo en la suntuosa Villa de los Papiros y que fueron enviados a Carlos III, además del plano original de la villa que dibujó Karl Weber. Una máquina para abrir los papiros, ideada por el padre escolapio Antonio Piaggio, también abandonará Nápoles por primera vez.
El recorrido finaliza con una exposición bibliográfica que trata dos temas: la Stamperia Reale, el proyecto editorial de Carlos III en Nápoles, cuyos frutos más relevantes son los ocho volúmenes de Le antichità di Ercolano esposte (1757-1792), la obra que hizo posible el estilo neoclásico en toda Europa con la difusión de los descubrimientos de las ciudades vesubianas; y el impacto en toda Europa de las excavaciones hasta el año 1800, a través de las obras de los más destacados viajeros del Grand Tour, incluidos algunos españoles.
[+/-] | LA RETIRADA DE LOS DIEZ MIL |
En el año 401 a.C., diez mil mercenarios griegos que luchaban a las órdenes del príncipe Ciro el Joven quedaron abandonados en medio del Imperio persa. Liderados por Jenofonte, emprendieron un épico viaje de regreso a casa.
El 3 de septiembre del año 401 a.C., los griegos obtuvieron una de las más señaladas victorias de toda su historia. En Cunaxa, en plena Mesopotamia, un lugar situado a escasa distancia de Babilonia, unos diez mil soldados hoplitas combatieron, aliados con las fuerzas del príncipe persa Ciro el Joven, contra la enorme masa del ejército de Artajerjes II, el Gran Rey de Persia. Ante la durísima crisis económica en la que se hallaba sumida Grecia, los griegos habían buscado en la expedición un medio para ganarse la vida, tentados por las promesas que les había hecho el príncipe, que aspiraba a desbancar del trono a su hermano Artajerjes. Por ello, cuando el Gran Rey lanzó su ataque definitivo contra ellos, entonaron el peán, el cántico de guerra en honor a Apolo, y respondieron con fiereza. Los persas emprendieron la huida y los griegos quedaron dueños del campo.
Pero al día siguiente, los combatientes helenos descubrieron que, antes de aquel lance final de la batalla, Ciro había sido abatido cuando se arrojó temerariamente contra el Gran Rey y su guardia acorazada. Así pues, la victoria final de los griegos no había servido para nada. Peor aún: su situación era de lo más comprometida, pues se encontraban abandonados en tierra hostil, a miles de kilómetros de sus hogares, sin víveres y a expensas del ánimo vengativo de Artajerjes y de sus decenas de miles de guerreros. Unos días después acordaron una tregua con el rey persa, que seguía temiendo su fuerza y que les prometió provisiones y seguridad en su camino de regreso. Pero poco después, Tisafernes, el ministro de confianza del Gran Rey, tendió una trampa a los jefes griegos. Tras invitarlos a un banquete, hizo detener a cinco de los generales griegos y a un nutrido grupo de capitanes y los hizo pasar a cuchillo.
Los griegos quedaron, así, descabezados, embargados por el desánimo y la tristeza, sin saber qué hacer a continuación. Los contingentes del ejército ni siquiera se juntaban, sino que cada uno acampaba en cualquier lugar, sin preocuparse del resto. Los soldados se echaban a dormir cada uno por su lado, dispuestos a dejar pasar los días y las noches hasta que los persas los atacaran y acabaran con ellos. Perdida toda disciplina, los hombres vagaban, desconcertados, sin pensar en el modo de encarar la adversidad. Fue entonces cuando de entre ellos surgió una voz. El joven ateniense Jenofonte, un aventurero que había marchado con Ciro y los Diez Mil, trató primero de animar a aquellos que más autoridad tenían entre los soldados a fin de convencerles de que debían tomar una decisión. Luego se reunieron todos los soldados en una asamblea y Jenofonte les expuso la situación con claridad.
No podían entregar las armas al Gran Rey, como éste les exigía, pues eran ellos quienes habían vencido en la batalla; de hecho, Artajerjes no les atacaba porque sabía que eran militarmente superiores. Por tanto, sólo les quedaba la opción de buscar por cualquier medio un camino de vuelta a casa. También les recordó el crimen cometido por los persas contra la hospitalidad y los juramentos al asesinar a sus generales; por ello, los dioses estarían con ellos y defenderían su causa. Tras exponer su estrategia, Jenofonte preguntó si alguien tenía otra mejor y, como todos callaron, continuó: «El que esté conforme que levante la mano». Todos aprobaron su propuesta. De esta forma, un simple ejército se convirtió en una auténtica comunidad en movimiento, en la que cada miembro participaba en la toma de decisiones; los soldados no servían a Jenofonte ni a otro, sino a sí mismos, teniendo como objetivo la salvación común.
Sin embargo, las dificultades a las que se enfrentaban eran enormes. La principal era la necesidad de hacer acopio de alimentos; aunque existían en el camino aldeas y ciudades donde podrían encontrar sustento, los griegos temían que éstas estuviesen ya en manos del enemigo, quien buscaría dificultarles la huida por todos los medios. Al fin y al cabo, ¿qué prestigio podría quedarle al más poderoso señor del mundo civilizado, como era el Gran Rey, si un puñado de hombres armados podía pasearse impunemente por su reino, tomando sus aldeas y saqueando los campos de su propiedad?
Al emprender la marcha, los griegos organizaron sus fuerzas en formaciones cuadradas, de modo que la impedimenta, los bagajes y los carros quedasen resguardados en el centro de la formación. Jenofonte, por su parte, se hizo cargo de la retaguardia, que debía cubrir cualquier ataque persa. Al no contar con fuerzas de caballería, los helenos temían quedar en inferioridad de condiciones frente a los magníficos jinetes persas, pero nuevamente Jenofonte les exhortó a abandonar cualquier temor, pues, decía, nunca en la guerra alguien había muerto de un mordisco o una coz de caballo, y sí por el filo de una lanza griega. La caballería persa, en efecto, hostigó a la retaguardia griega, a lo que Jenofonte respondió con un contraataque que sus compañeros censuraron por demasiado temerario. Finalmente, los helenos acordaron crear una fuerza de asalto integrada por rodios y cretenses, célebres por su dominio del arco y la honda, con la que frenaron las posteriores incursiones del enemigo contra su zaga. Los griegos se ensañaban con los cadáveres de los persas a los que lograban abatir, desfigurando sus rostros para provocar el pánico y disuadir a los demás de atacarles.
Ante la imposibilidad de cruzar el caudaloso Tigris, los griegos optaron por seguir una áspera y peligrosa ruta por las montañas hacia Armenia. En sus estribaciones vivían los carducos, un pueblo belicoso y hostil, que no dudaron en abandonar en masa sus casas y poblados para presentar batalla a los invasores en los desfiladeros y las colinas, lanzando contra ellos piedras y proyectiles. Para evitar retrasos, los griegos abandonaron entonces a la mayor parte de los esclavos y bestias de carga, a la vez que se servían como guías de prisioneros capturados en escaramuzas o de rehenes apresados en las aldeas. Obligados a avanzar a marchas forzadas, perdieron a menudo muchos hombres en las refriegas por ocupar los pasos de montaña antes que el enemigo. Los amigos de los caídos se dolían de la pérdida, pero seguían adelante, sin dar oportunidad al abatimiento.
Como los carducos les presionaban a cada paso, Jenofonte y los generales reorganizaron el ejército, dividiéndolo en compañías independientes; así ganaban movilidad para tomar las cimas que abrían los pasos de montaña. Llegados al río Centrites, en la frontera con Armenia, que era difícil de vadear, fueron acosados por un gran ejército carduco. Para evitar el ataque mientras cruzaban el río, Jenofonte ideó una curiosa estratagema: mientras parte de los helenos pasaban a la otra orilla, la retaguardia, comandada por él mismo, hizo amagos de ataque en medio de un gran griterío, con lo que logró ahuyentar a los carducos y facilitar a las tropas la travesía del río. Ya en Armenia, los griegos acordaron una tregua con el gobernador persa Tiribazo, aunque la intención de éste era, en realidad, atacarlos en las montañas. Los griegos, desconfiados, advirtieron la treta y atacaron preventivamente, logrando una nueva victoria.
Ni la lluvia ni la nieve, que hacían mella en sus cuerpos, doblegaban en cambio el espíritu de los griegos. Sin embargo aumentaban los enfermos, a causa de la mala alimentación o por comer plantas tóxicas para combatir el hambre con lo que fuese. Algunos heridos pedían que los degollaran, al no poder continuar, pero Jenofonte enviaba con ellos a los más jóvenes para que, por medio de palabras de ánimo o incluso golpes de bastón, les hiciesen seguir la marcha. Habrían de salvarse todos o ninguno.
Sin detenerse en ningún momento, los griegos continuaron haciendo frente a cada pueblo que quería expulsarlos de sus tierras hasta que finalmente llegaron al pie de una montaña llamada Teques. Al coronar la cima, la avanzadilla empezó a proferir gritos, de suerte que Jenofonte, a la zaga, pensó que se trataba de un ataque inesperado o una trampa. Cuando ya todo el contingente corría para auxiliar a los compañeros advirtieron que los gritos decían: «¡El mar! ¡el mar!». Tenían ante sus ojos el mar Negro, y con él una ruta segura por la costa hasta la ansiada patria. Los griegos se abrazaron, lloraron y erigieron un monumento, un gran túmulo sobre el que colocaron pieles de buey, bastones y escudos de mimbre capturados en la guerra. Conmemoraban, así, su fabulosa huida, pero, sobre todo, a los caídos en el camino.
National Geographic
El 3 de septiembre del año 401 a.C., los griegos obtuvieron una de las más señaladas victorias de toda su historia. En Cunaxa, en plena Mesopotamia, un lugar situado a escasa distancia de Babilonia, unos diez mil soldados hoplitas combatieron, aliados con las fuerzas del príncipe persa Ciro el Joven, contra la enorme masa del ejército de Artajerjes II, el Gran Rey de Persia. Ante la durísima crisis económica en la que se hallaba sumida Grecia, los griegos habían buscado en la expedición un medio para ganarse la vida, tentados por las promesas que les había hecho el príncipe, que aspiraba a desbancar del trono a su hermano Artajerjes. Por ello, cuando el Gran Rey lanzó su ataque definitivo contra ellos, entonaron el peán, el cántico de guerra en honor a Apolo, y respondieron con fiereza. Los persas emprendieron la huida y los griegos quedaron dueños del campo.
Pero al día siguiente, los combatientes helenos descubrieron que, antes de aquel lance final de la batalla, Ciro había sido abatido cuando se arrojó temerariamente contra el Gran Rey y su guardia acorazada. Así pues, la victoria final de los griegos no había servido para nada. Peor aún: su situación era de lo más comprometida, pues se encontraban abandonados en tierra hostil, a miles de kilómetros de sus hogares, sin víveres y a expensas del ánimo vengativo de Artajerjes y de sus decenas de miles de guerreros. Unos días después acordaron una tregua con el rey persa, que seguía temiendo su fuerza y que les prometió provisiones y seguridad en su camino de regreso. Pero poco después, Tisafernes, el ministro de confianza del Gran Rey, tendió una trampa a los jefes griegos. Tras invitarlos a un banquete, hizo detener a cinco de los generales griegos y a un nutrido grupo de capitanes y los hizo pasar a cuchillo.
Los griegos quedaron, así, descabezados, embargados por el desánimo y la tristeza, sin saber qué hacer a continuación. Los contingentes del ejército ni siquiera se juntaban, sino que cada uno acampaba en cualquier lugar, sin preocuparse del resto. Los soldados se echaban a dormir cada uno por su lado, dispuestos a dejar pasar los días y las noches hasta que los persas los atacaran y acabaran con ellos. Perdida toda disciplina, los hombres vagaban, desconcertados, sin pensar en el modo de encarar la adversidad. Fue entonces cuando de entre ellos surgió una voz. El joven ateniense Jenofonte, un aventurero que había marchado con Ciro y los Diez Mil, trató primero de animar a aquellos que más autoridad tenían entre los soldados a fin de convencerles de que debían tomar una decisión. Luego se reunieron todos los soldados en una asamblea y Jenofonte les expuso la situación con claridad.
No podían entregar las armas al Gran Rey, como éste les exigía, pues eran ellos quienes habían vencido en la batalla; de hecho, Artajerjes no les atacaba porque sabía que eran militarmente superiores. Por tanto, sólo les quedaba la opción de buscar por cualquier medio un camino de vuelta a casa. También les recordó el crimen cometido por los persas contra la hospitalidad y los juramentos al asesinar a sus generales; por ello, los dioses estarían con ellos y defenderían su causa. Tras exponer su estrategia, Jenofonte preguntó si alguien tenía otra mejor y, como todos callaron, continuó: «El que esté conforme que levante la mano». Todos aprobaron su propuesta. De esta forma, un simple ejército se convirtió en una auténtica comunidad en movimiento, en la que cada miembro participaba en la toma de decisiones; los soldados no servían a Jenofonte ni a otro, sino a sí mismos, teniendo como objetivo la salvación común.
Sin embargo, las dificultades a las que se enfrentaban eran enormes. La principal era la necesidad de hacer acopio de alimentos; aunque existían en el camino aldeas y ciudades donde podrían encontrar sustento, los griegos temían que éstas estuviesen ya en manos del enemigo, quien buscaría dificultarles la huida por todos los medios. Al fin y al cabo, ¿qué prestigio podría quedarle al más poderoso señor del mundo civilizado, como era el Gran Rey, si un puñado de hombres armados podía pasearse impunemente por su reino, tomando sus aldeas y saqueando los campos de su propiedad?
Al emprender la marcha, los griegos organizaron sus fuerzas en formaciones cuadradas, de modo que la impedimenta, los bagajes y los carros quedasen resguardados en el centro de la formación. Jenofonte, por su parte, se hizo cargo de la retaguardia, que debía cubrir cualquier ataque persa. Al no contar con fuerzas de caballería, los helenos temían quedar en inferioridad de condiciones frente a los magníficos jinetes persas, pero nuevamente Jenofonte les exhortó a abandonar cualquier temor, pues, decía, nunca en la guerra alguien había muerto de un mordisco o una coz de caballo, y sí por el filo de una lanza griega. La caballería persa, en efecto, hostigó a la retaguardia griega, a lo que Jenofonte respondió con un contraataque que sus compañeros censuraron por demasiado temerario. Finalmente, los helenos acordaron crear una fuerza de asalto integrada por rodios y cretenses, célebres por su dominio del arco y la honda, con la que frenaron las posteriores incursiones del enemigo contra su zaga. Los griegos se ensañaban con los cadáveres de los persas a los que lograban abatir, desfigurando sus rostros para provocar el pánico y disuadir a los demás de atacarles.
Ante la imposibilidad de cruzar el caudaloso Tigris, los griegos optaron por seguir una áspera y peligrosa ruta por las montañas hacia Armenia. En sus estribaciones vivían los carducos, un pueblo belicoso y hostil, que no dudaron en abandonar en masa sus casas y poblados para presentar batalla a los invasores en los desfiladeros y las colinas, lanzando contra ellos piedras y proyectiles. Para evitar retrasos, los griegos abandonaron entonces a la mayor parte de los esclavos y bestias de carga, a la vez que se servían como guías de prisioneros capturados en escaramuzas o de rehenes apresados en las aldeas. Obligados a avanzar a marchas forzadas, perdieron a menudo muchos hombres en las refriegas por ocupar los pasos de montaña antes que el enemigo. Los amigos de los caídos se dolían de la pérdida, pero seguían adelante, sin dar oportunidad al abatimiento.
Como los carducos les presionaban a cada paso, Jenofonte y los generales reorganizaron el ejército, dividiéndolo en compañías independientes; así ganaban movilidad para tomar las cimas que abrían los pasos de montaña. Llegados al río Centrites, en la frontera con Armenia, que era difícil de vadear, fueron acosados por un gran ejército carduco. Para evitar el ataque mientras cruzaban el río, Jenofonte ideó una curiosa estratagema: mientras parte de los helenos pasaban a la otra orilla, la retaguardia, comandada por él mismo, hizo amagos de ataque en medio de un gran griterío, con lo que logró ahuyentar a los carducos y facilitar a las tropas la travesía del río. Ya en Armenia, los griegos acordaron una tregua con el gobernador persa Tiribazo, aunque la intención de éste era, en realidad, atacarlos en las montañas. Los griegos, desconfiados, advirtieron la treta y atacaron preventivamente, logrando una nueva victoria.
Sin detenerse en ningún momento, los griegos continuaron haciendo frente a cada pueblo que quería expulsarlos de sus tierras hasta que finalmente llegaron al pie de una montaña llamada Teques. Al coronar la cima, la avanzadilla empezó a proferir gritos, de suerte que Jenofonte, a la zaga, pensó que se trataba de un ataque inesperado o una trampa. Cuando ya todo el contingente corría para auxiliar a los compañeros advirtieron que los gritos decían: «¡El mar! ¡el mar!». Tenían ante sus ojos el mar Negro, y con él una ruta segura por la costa hasta la ansiada patria. Los griegos se abrazaron, lloraron y erigieron un monumento, un gran túmulo sobre el que colocaron pieles de buey, bastones y escudos de mimbre capturados en la guerra. Conmemoraban, así, su fabulosa huida, pero, sobre todo, a los caídos en el camino.
National Geographic