Nuestro sistema de puntuación proviene del griego clásico y del latín, y su propósito principal consistía no en ayudar a la comprensión, sino en guiar a quienes leían en voz alta.
Las distintas marcas indicaban al lector dónde poner énfasis en las sílabas y dónde hacer una pausa y contener el aliento para mantener la métrica del verso de un poema.
En latín, una pregunta se indicaba por la palabra questio al final de la oración. La tediosa tarea de escribir a mano un libro se facilitaba por la abreviatura de muchos vocablos; la palabra questio se redujo a QO. Como QO podía confundirse con otras abreviaturas, los escribas comenzaron a colocar la Q sobre la O. Muy pronto la Q se convirtió en un garabato y la O en un punto.
Para el siglo IX d. C., punctus interrogativus era una de las marcas usadas para ayudar a interpretar los cantos gregorianos en abadías y monasterios. Ese signo se parecía a nuestro moderno signo de interrogación, aunque se curvaba un poco a la derecha; indicaba una pausa y una inflexión ascendente de la voz.
El desarrollo de la imprenta en el siglo XV creó la necesidad de contar con una puntuación estándar. En 1566, Aldo Manuzio publicó el primer libro de normas de puntuación. Su Orthographiae Ratio (Sistema de ortografía) incluía el punto, la coma, los dos puntos, el punto y coma y el signo de interrogación.
De acuerdo con información presentada en Yahoo!, para 1660, escritores e impresores ya usaban el signo de exclamación, las comillas y el guion. Estos símbolos se adoptaron en toda Europa, sobre todo como guía para la declamación.
Como resultado de la imprenta, se difundió la práctica de la lectura en silencio, por lo que los signos de puntuación adquirieron relevancia para precisar el significado de los pasajes impresos. En muchos idiomas los signos de puntuación sirven para dar fuerza y expresividad a la sintaxis de la lengua escrita.
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