ESPARTACO, DE GLADIADOR A GENERAL

Las aptitudes militares de Espartaco y su carisma personal convirtieron una limitada revuelta de gladiadores en la mayor rebelión de esclavos que conoció Roma; bajo su mando, los insurrectos batieron a seis generales romanos

El mundo romano conoció otras revueltas de esclavos, pero ninguna alcanzó la dimensión y resonancia de aquella. Hubo otros rebeldes que se alzaron en armas contra el poder del pueblo y el Senado de Roma, pero ningún caudillo popular logró la fama de Espartaco, que en tan sólo dos años derrotó nueve veces a las legiones romanas. El Senado, alarmado por tamaña serie de derrotas, en un gesto inaudito, no sólo envió contra los rebeldes diez legiones al mando del implacable y ambicioso Craso, sino que, recelando un nuevo fracaso, reclamó el regreso urgente a Italia de los ejércitos de sus dos mejores generales, Pompeyo y Lúculo, para acabar con Espartaco.

Todo empezó con una revuelta en la escuela de gladiadores de Léntulo Batiato en Capua, en la primavera o el verano del año 73 a.C. De los doscientos esclavos sublevados fueron setenta los que lograron huir. Eran tracios, celtas y germanos, seleccionados y entrenados para los combates en el circo. Apenas tenían armas, pero eran fuertes y sabían combatir. Prefirieron arriesgarse a morir luchando por su libertad que en la arena circense. Designaron como jefes al tracio Espartaco y a dos celtas, Criso y Enómao. Marcharon hacia el sur, se fueron armando y saquearon campos y aldeas. Se les sumaron esclavos, desertores y gentes empobrecidas, atraídos por la generosidad de Espartaco, que repartía el botín de los saqueos de modo igualitario, y buscaron refugio en las laderas verdes y escarpadas del Vesubio.

Ante aquella amenaza, el Senado de Roma envió contra ellos, con toda urgencia, un ejército de tres mil hombres. No eran las mejores legiones, porque por entonces dos grandes ejércitos romanos luchaban fuera de Italia: el dirigido por Pompeyo contra Sertorio en Hispania y el de Licinio Lúculo en Asia Menor, enfrentado a Mitrídates.

Pero era una tropa numerosa mandada por el pretor Clodio Glabro, que se apresuró en poner sitio al monte para rendir pronto a los sitiados, confiando en que no tenían otra salida de su cerco que el paso donde sus tropas los aguardaban. Porque las laderas del volcánico Vesubio, rocosas y cortadas a pico, eran inaccesibles. Pero en lo alto de la montaña, los refugiados se hicieron escalas de cuerda con los sarmientos de las vides, y de noche bajaron en silencio y atacaron el campamento de los desprevenidos romanos, logrando una primera y clara victoria. De nuevo Roma envió otras tropas, al mando del pretor Varinio, y de nuevo los ejércitos romanos fueron vencidos en tres encuentros.

El botín y el armamento reforzaron la fama y el valor de los esclavos liberados que formaron ya un ejército considerable, al que se fueron agregando miles y miles de nuevos rebeldes. No se les unieron los esclavos de las ciudades, sino los fugitivos, los descontentos y algunos pastores, chusma despreciable a ojos de los poderosos. Espartaco inculcó un ánimo solidario y disciplina a sus tropas. Sin duda sacó provecho de que, antes de ser gladiador, había militado como mercenario en las tropas auxiliares del ejército romano y conocía sus tácticas bélicas. En la primavera de 72 a.C., un año después de la huida de Capua, sus seguidores ya ascendían a cuarenta mil, y no tardarían en pasar de sesenta mil.

El Senado, decidido a responder con toda dureza a la insoportable amenaza, encargó esta vez el combate a los dos cónsules: Lucio Gelio y Cneo Léntulo. Dos ejércitos, pues, marcharon para cortar los caminos a los rebeldes. El uno, dirigido por Gelio, partió hacia el sur; el otro, bajo el mando de Léntulo, se dirigió hacia el norte para bloquear la marcha hacia Piceno.

La disensión entre el ya enorme tropel de los liberados había causado una escisión entre sus fuerzas. Criso y los que prefirieron seguirle fueron atacados por las legiones de Gelio y sufrieron una completa derrota junto al monte Gargano. Allí quedó muerto el jefe celta y los veinte mil hombres que había llevado consigo al terrible desastre. Pero Espartaco se enfrentó con los dos cónsules y los venció uno tras otro. Y como homenaje póstumo a su camarada sacrificó a trescientos prisioneros, con un cruel ultraje: les hizo enfrentarse entre ellos como si fueran gladiadores en lucha a muerte.

Después emprendió una marcha hacia el norte, hacia los Alpes. Junto a Módena se enfrentó con otro ejército romano, acaudillado por Cayo Casio, el pretor de la Galia Cisalpina, al que también derrotó. Sin embargo, no cruzó la cordillera para huir de Italia, como parecía ser su plan inicial, sino que, con un giro enigmático, decidió volver de nuevo hacia el sur, acaso forzado por su falta de víveres o por la terca oposición de la mayoría de sus seguidores. Corría el verano del año 72 a.C. Los rebeldes pasaron cerca de Roma, como las tropas del cartaginés Aníbal siglo y medio atrás, lo que debió de alarmar a muchos ciudadanos, pero aquella abigarrada y numerosa tropa carecía de medios para asediar una ciudad o intentar un asalto a sus muros.

Vista la alarmante situación, un ambicioso político, Marco Licinio Craso, se ofreció para salvar la República. De noble familia, era el hombre más rico de Roma y tenía muchos esclavos y latifundios en el sur, por lo que ansiaba la rápida aniquilación de los rebeldes. El Senado le concedió un poder militar excepcional y los dos cónsules derrotados, Gelio y Léntulo  (que aún mantenían su cargo), le cedieron el mando de las tropas.

Craso reunió seis nuevas legiones –unos treinta mil hombres–, les sumó las cuatro de los cónsules, o lo que quedaba de ellas, y se puso en marcha hacia el sur. Era un ejército de casi cincuenta mil soldados, muy superior a todos los anteriores, y dirigido por un general despiadado y confiado en su superioridad. Pronto demostraría su rigor.

Envió por delante a su lugarteniente, un tal Mummio, con dos de las castigadas legiones para acosar y vigilar a los rebeldes. Pero en un arranque de audacia, Mummio fue más allá de sus órdenes y, confiando en su posición ventajosa, atacó al enemigo. Sufrió una franca derrota; una gran parte de sus hombres huyó ante los bravos rebeldes de Espartaco. Craso, enfurecido, aplicó a aquellas tropas un terrible castigo: las diezmó. Es decir, hizo dar muerte –a manos de sus propios compañeros– a uno de cada diez hombres. La decimatio fue un buen golpe de efecto para restaurar la disciplina; desde entonces sus hombres temerían más el castigo por huir que pelear hasta la muerte. El plan de su campaña era empujar a los esclavos hacia el extremo suroeste, hacia Reggio, y encerrarlos allí hasta la batalla final.

Desde Reggio, en enero del año 71 a.C., Espartaco intentó pasar con sus hombres a Sicilia. La isla se divisaba cerca, pero carecía de medios de transporte. Intentó cruzar el estrecho de Mesina en los barcos de algunos piratas, que lo traicionaron, y no logró hacerlo en pequeños botes. Por otra parte, había una nueva disensión entre sus gentes y algunos grupos se escindieron buscando un paso hacia el norte. Fueron cazados y aniquilados por las tropas de Craso. Aunque éste hizo construir un muro entre los pasos de las montañas para cortar el camino al enemigo, los audaces rebeldes lo cruzaron de noche y entre la nieve, y avanzaron hacia el este. Pero no pudieron evitar que los  acorralara el enorme ejército de Craso.

En abril de aquel mismo año, obligado a la gran batalla campal, Espartaco degolló su caballo a la vista de sus tropas. En un gesto de gran dramatismo, dijo que si vencía tendría muchos otros, y, si no, no lo necesitaría. Tal vez aquello tuviera el halo de un sacrificio ritual a sus dioses. El combate fue extraordinariamente encarnizado. Espartaco avanzó sembrando muerte a su paso, dirigiéndose tal vez hacia donde se encontraba Craso. Pero cayó heroicamente con múltiples heridas y su cadáver quedó irreconocible entre los montones de muertos. Craso obtuvo una aplastante victoria. Para conmemorarla y para escarmiento de cualquier rebelde, mandó crucificar a los seis mil prisioneros supervivientes a lo largo de la vía Apia, que iba de Capua hasta Roma.

Numerosos fugitivos trataron de escapar hacia el norte, pero se toparon, ya en Etruria (es decir, en la Toscana), con el ejército de Pompeyo, que aprovechó la ocasión para aniquilarlos y adjudicarse un nuevo timbre de gloria. Luego se jactaría de haber sido él quien puso punto final a la guerra: «Craso había derrotado a los esclavos fugados en una batalla, pero él, Pompeyo, había destrozado las raíces de la guerra», haciendo así sombra a los méritos de su rival político. Aunque Craso había logrado derrotar y matar a Espartaco en medio año, de otoño de 72 a.C. a abril de 71 a.C., no pudo monopolizar la victoria. Este último año, Pompeyo y Lúculo festejaron con un triunfo en Roma sus triunfos bélicos respectivos (en Hispania y en Asia Menor), pero Craso tuvo que contentarse con una celebración menor, la ovatio u ovación pública. El triunfo se concedía por ley sólo a los vencedores en una guerra contra enemigos externos, pero no a quien sólo había derrotado a una turba de esclavos, miserables rebeldes, en tierras itálicas.

Pompeyo y Craso fueron elegidos cónsules para el año siguiente. Ambos compartieron poder en Roma durante lustros y luego coincidieron en tener una muerte violenta y ser decapitados. Pero la gloria de Espartaco sobrevivió a la de los dos generales victoriosos.

El nombre del esclavo tracio, rebelde y revolucionario, no se eclipsó con su fracaso y muerte. Perduró en la memoria colectiva como mítico héroe de la libertad.

Para saber más
La guerra de Espartaco. Barry Strauss. Edhasa, Barcelona, 2010.
La rebelión de Espartaco. Juan Luis Posadas. Sílex, Madrid, 2012.
Espartaco. Howard Fast. Edhasa, Barcelona, 2003.
Espartaco. La rebelión de los gladiadores. Arthur Koestler. Edhasa, Barcelona, 1993.

National Geographic

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