En torno al año 300 d.C., quienes visitaban Roma no dejaban escapar la ocasión para tomar un baño en las termas de Caracalla, ver una carrera de cuadrigas en el circo Máximo o ir de compras por los mercados de Trajano.
Hacia el año 300 d.C., aunque ya mostraba signos de decadencia, Roma seguía siendo la ciudad más poblada del Mediterráneo, con unos 700.000 habitantes, y concentraba en el interior de sus murallas los principales núcleos administrativos y comerciales del Imperio. Ciudadanos de todo el mundo acudían a la metrópoli para resolver asuntos judiciales, para establecer contactos comerciales o, simplemente, para admirar sus sofisticadas infraestructuras y los magníficos monumentos de un pasado glorioso.
Los viajeros accedían a la ciudad a través de diecisiete puertas abiertas en la muralla que Aureliano había mandado construir en el año 271 d.C. para proteger la capital de las incursiones bárbaras. Una de las más frecuentadas era la Porta Ostiensis. Quienes viajaban por mar desembarcaban en Ostia (Roma tenía un puerto fluvial, pero allí sólo se transportaban mercancías), donde tomaban un carro de pasajeros tirado por mulas, la cisia, que los acercaba a la capital por la vía Ostiense en menos de dos horas. En el trayecto en carro se alcanzaban a ver las salinas del Tíber y los cientos de esclavos y bueyes que servían para arrastrar río arriba las pequeñas naves cargadas con los productos necesarios para abastecer las necesidades de una ciudad densamente poblada.
Conforme el viajero se acercaba a la ciudad podía ver las numerosas tumbas situadas a ambos lados de la vía y tal vez tropezaba con algún cortejo fúnebre, precedido por flautistas y plañideras, que guiaba al difunto y a sus familiares y amigos hasta el sepulcro. Sin duda, no dejaría de fijarse en una tumba en forma de pirámide erigida por un liberto adinerado del siglo I a.C., justo al lado de la puerta. Allí mismo dejaría el carro en la estación de cambio (mutatio) cercana a la puerta de la muralla, en la que se podía dar de beber y de comer a los animales antes de emprender el camino de regreso con nuevos pasajeros, y acto seguido se adentraba en la bulliciosa metrópoli.
Antes de empezar a callejear, si lo requería, el viajero podía aliviarse en los retretes públicos, letrinas situadas junto a la puerta de la muralla y comer algo en alguna de las numerosas posadas (llamadas cauponae o tabernae) que ofrecían raciones de jamón, queso, aceitunas y vino. Desde la puerta tenía la opción de tomar un camino por la izquierda que lo llevaba al puerto fluvial de Roma, el llamado Emporium, donde se alzaban los inmensos graneros de la Marmorata. El ambiente allí era de ajetreo incesante. Elio Arístides, un retórico griego del siglo II d.C., afirmaba en su Elogio de Roma que en el puerto del Tíber «confluye de cada tierra y de cada mar lo que generan las estaciones y producen las diversas regiones, ríos, lagos y las artes de los griegos y de los bárbaros. Si uno quiere observar todas estas cosas, tiene que ir a verlas viajando por todo el mundo conocido o venir a esta ciudad, pues cuanto nace y se produce en cada pueblo es imposible que no se encuentre siempre aquí y en abundancia».
En efecto, al puerto fluvial de Roma llegaban cargamentos de la India y de Arabia, tejidos babilonios, adornos de las regiones bárbaras, mármoles griegos y africanos, aceite hispano y, principalmente, toneladas de trigo de Sicilia y de Egipto, que se depositaban en los almacenes del puerto, los horrea. La mayor parte de ese trigo se distribuía después gratuitamente por las panaderías industriales diseminadas por la ciudad para asegurar el pan a los más pobres. Cerca del puerto había numerosos hornos de pan (Forum Pistorium) así como dos grandes mercados: uno de frutas y verduras (Forum Holitorium) y otro de carne (Forum Boarium). Las ánforas en las que llegaban envasados el aceite y el vino, una vez vaciadas se rompían y se tiraban a un depósito al sur del puerto fluvial, que terminó convirtiéndose en una colina artificial de treinta metros de altura y de un kilómetro de circunferencia, conocida hoy como el monte Testaccio.
Si el viajero deseaba evitar el jaleo del puerto, podía, desde la puerta Ostiense, emprender la subida al monte Aventino siguiendo el camino denominado vicus portae Radusculanae. El Aventino era una de las zonas más venerables de Roma. Allí se había alzado la acrópolis desde la que la plebe romana se había enfrentado a los patricios y que había albergado numerosos templos. Hacia 300 d.C. éstos se hallaban ya deteriorados, como el templo de Diana –copia del Artemision de Éfeso– y los santuarios de Ceres, Libero y Libera. Cercanos a éstos, en los últimos tiempos habían surgido templos dedicados a dioses orientales, como Júpiter Doliqueno, Mitra e Isis. Las casas populares que cubrían el monte en tiempos de Augusto habían sido sustituidas paulatinamente por refinadas residencias aristocráticas, que gozaban de una ubicación excelente, cercana al centro neurálgico de la ciudad y con vistas incomparables sobre Roma. No era de extrañar que en un lugar tan privilegiado hubieran tenido su residencia personajes como Trajano y Adriano antes de ser nombrados emperadores.
En la ruta hacia el circo Máximo, el camino pasaba por los aledaños de dos termas privadas de lujo, las Suranae y las Decianae, y de las termas públicas construidas por el emperador Caracalla, que podían acoger a 1.600 bañistas por turno y en torno a 8.000 personas al día. Las termas de Caracalla no eran tan grandes como las establecidas por el emperador Diocleciano al norte de la ciudad, entre los barrios del Quirinal, el Viminal y el Esquilino, pero ofrecían igualmente magníficas piscinas de agua caliente y fría y pórticos y jardines en los que se podían contemplar bellas esculturas y asistir a conciertos y recitales poéticos.
Continuando el paseo hacia el norte se llegaba al circo Máximo, el mayor edificio de espectáculos con el que contó Roma. Fundado en el siglo VI a.C., fue objeto de continuas restauraciones y ampliaciones hasta dar acogida a nada menos que 385.000 espectadores. En él se desarrollaban principalmente carreras de caballos al menos una vez a la semana. Asistir a uno de los ludi circenses resultaba una experiencia inolvidable. Según recordaba el obispo cristiano Juan Crisóstomo: «El edificio se llena hasta las últimas gradas. Las caras son tan numerosas que el corredor superior y el techo mismo quedan escondidos por la masa de espectadores y no se ven ni ladrillos ni piedras, sino que todo es rostros y cuerpos humanos». Eran frecuentes, además, las representaciones teatrales en el teatro de Marcelo y, sólo diez días al año, los cuestores de la ciudad pagaban juegos gladiatorios y cacerías (venationes), que tenían lugar en el anfiteatro Flavio, el Coliseo. Hay que tener presente que en el siglo IV había 177 días festivos en el calendario romano, aunque el pueblo sólo abandonaba sus ocupaciones para ir a los espectáculos durante algunas horas.
Desde el Coliseo, el viajero se vería sin duda arrastrado hacia la zona de los foros, tanto el de época republicana como los adyacentes construidos por Julio César, Augusto, Vespasiano, Nerva y Trajano. Ésta era sin duda la zona más concurrida y bulliciosa de la ciudad. En el Foro romano, en particular, se podía encontrar todo tipo de personas dedicadas a los oficios más diversos, no siempre respetables. El comediógrafo Plauto había descrito así el ambiente del foro: «Los maridos ricos y los derrochones se pueden buscar en los alrededores de la basílica; allí también están las mujeres de mala vida y los negociantes sin escrúpulos […] En la parte más baja del Foro pasean las personas honestas y los ricos, y en el centro, los fanfarrones. Bajo los viejos talleres, están los usureros. En el vicus Tuscus se encuentran los hombres que comercian con su cuerpo; en el Velabro, el panadero, el carnicero, el arúspice [adivino], los embrollones…».
Por encima de las voces de todos ellos se podía oír al pregonero anunciando los espectáculos patrocinados por los ricos o a algún orador que pronunciaba sobre la nueva tribuna el elogio fúnebre de un difunto, acompañado por el clamor de tubas y cuernos; e incluso podían aparecer los senadores reunidos sobre las escalinatas de alguno de los templos de la plaza. Como apuntaba Plauto, por la noche, después de que las tiendas, los talleres y las oficinas de la administración pública hubieran cerrado, el Foro se convertía en lugar de encuentro para la prostitución, tanto masculina como femenina, aunque existían también prostíbulos (lupanares) repartidos por toda la ciudad.
Si el forastero que visitaba Roma quería ir de compras, lo primero que tenía que hacer era cambiar moneda en el puesto de un banquero, que solía encontrarse en el centro de los mercados permanentes (macella). Después podía adquirir productos de mayor calidad en las tiendas cercanas al Foro o en las instaladas dentro de los mercados de Trajano, el mayor centro comercial de Roma, o bien buscarlos a bajo precio en los puestos ambulantes de los mercadillos que se organizaban en los barrios cada nueve días (nundinae).
Separado del foro de Augusto por un alto muro de piedra, que servía también de cortafuegos, se encontraba el barrio de la Subura, famoso como centro de prostitución. La calle que atravesaba el barrio, el clivus suburanus, era una áspera vía siempre interrumpida por el lento paseo de las recuas de mulas, según describe Marcial, con el empedrado sucio y mojado por el agua de la fuente de Orfeo. Más allá de aquella fuente comenzaba un barrio de fastuosas mansiones dotadas de grandes peristilos internos, como la que habitó Plinio el Joven. Con la Subura colindaba por el noreste el Sambucus, un barrio popular de callejones tortuosos e irregulares y de casas rústicas, dotadas de pequeños postigos, corrales y huertos, donde los vecinos se despertaban cada mañana con el canto de los gallos.
Paseando por aquellos barrios, el viajero podía tener la falsa sensación de estar en un pueblo. Pero si dirigía sus pasos hacia la vía Flaminia, que partía desde el Foro hacia el norte de Roma, encontraría un panorama de grandes bloques de apartamentos (insulae), de entre tres y ocho plantas. Las vertiginosas torres de viviendas que «parecían alcanzar las nubes», según describen los poetas romanos, eran grandes moles de ladrillo organizadas en torno a un patio de luz interno, con accesos y escaleras colocados en diversos lados y dotados de amplios balcones. En cada esquina del edificio había una fuente y a lo largo de la calle se levantaba un amplio porticado, sobre el que se abrían diferentes negocios en los que vivían hacinados los esclavos que los gestionaban. Los mejores apartamentos estaban en los pisos bajos, mientras que los más pequeños y peor ventilados ocupaban los pisos más altos.
Pasada la jornada en medio del bullicio de la gente, el ruido de los carros, las continuas y repetitivas cantinelas de los vendedores o los malos olores de las lavanderías y los mercados, llegaba el momento de buscar alojamiento para la noche. Lo más habitual era alojarse en casa de un ciudadano con el que la familia tenía un pacto de hospitalidad, el cual se demostraba mediante una tessera hospitalis, un objeto, normalmente en bronce, compuesto por dos partes que encajaban entre sí. Según las normas de hospitalidad, el anfitrión debía recibir a su huésped, hacer un sacrificio en su nombre, prepararle un baño, servirle una buena cena, darle conversación, ofrecerle una cama cómoda y colmarlo de regalos a su partida. Pero si no era así, había que conformarse con un camastro en el piso superior de una caupona, un bar normalmente mugriento y oscuro, en donde se daban cita borrachos, jugadores y prostitutas.
Para saber más
La ciudad antigua. La vida en la Atenas y Roma clásicas. Peter Connolly. Acento, Madrid, 1998.
Un día en la antigua Roma. A. Angela. La Esfera de los Libros, Madrid, 2009.
1 Comentarios:
Mis más sinceras felicitaciones por el trabajo que realizaste. Es maravilloso todo el material que publicaste. Felicitaciones!!!
Publicar un comentario