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[+/-] | PTOLOMEO I, EL PRIMER FARAÓN GRIEGO DE EGIPTO |
Amigo y colaborador de Alejandro Magno, Ptolomeo se hizo con el control de Egipto tras la muerte del conquistador. Proclamado faraón, fundó la primera dinastía griega de Egipto: la de los Lágidas.
El destino de Ptolomeo fue uno de los más extraordinarios de la Antigüedad. Educado para llevar la vida habitual de un aristócrata macedonio, se embarcó antes de los 30 años en las fabulosas conquistas de Alejandro Magno por Mesopotamia, Persia y la India, y terminó, a los 64 años, coronado como rey de Egipto y celebrado como Sóter, «salvador». Otros generales del conquistador macedonio lograron también apoderarse de una parte de su herencia para erigir vastos reinos; pero Ptolomeo fue el que amasó más poder y el único que sorteó los reveses de la fortuna hasta fallecer de muerte natural a una edad avanzada.
Ptolomeo era hijo de un noble macedonio llamado Lagos (de ahí el nombre de la dinastía Lágida, que él fundó) y de Arsínoe, una dama quizá relacionada con la familia real macedonia. La juventud del futuro faraón transcurrió en la corte macedonia y pronto se contó entre los amigos íntimos del príncipe Alejandro. El padre de éste, el rey Filipo II de Macedonia, recelaba de su popularidad y decidió enviarlo al exilio, pero Alejandro lo trajo de vuelta para que formase parte de su ejército desde el principio de sus campañas contra Persia. Desde entonces, Ptolomeo no se separó del joven conquistador y su protagonismo en la campaña india le hizo ganarse el título de comandante.
Ptolomeo fue uno de los siete guardaespaldas de la guardia privada de Alejandro, una posición que sería decisiva a la muerte del soberano macedonio en el año 323 a.C. En Babilonia, donde los generales de Alejandro se repartieron el imperio, Ptolomeo se hizo con una de las mejores porciones: Egipto. Además, realizó una jugada maestra al apoderarse del cadáver de Alejandro y decidir su entierro en Egipto. Aunque muchas fuentes aseguran que Alejandro deseaba descansar en el oasis de Siwa, adonde se dirigió para consultar el oráculo de Zeus Amón, Ptolomeo hizo llevar el cuerpo del caudillo macedonio hasta Menfis para luego trasladarlo a su mausoleo en Alejandría, el llamado Sema. La posesión del cuerpo de Alejandro lo legitimaba en el trono y convertía el emplazamiento de su tumba en un lugar sagrado.
En un primer momento –como los demás generales sucesores de Alejandro–, Ptolomeo actuó como representante de los herederos legítimos de éste: su medio hermano Filipo Arrideo, de 13 años (con las facultades mentales mermadas), y su hijo Alejandro IV (habido con una princesa de Sogdiana, Roxana). Todos los monumentos que Ptolomeo edificó o restauró en Egipto los dedicó a cualquiera de los dos soberanos. Incluso tras el asesinato de Alejandro IV, en 311 a.C., Ptolomeo siguió presentándose durante unos años simplemente como sátrapa o gobernador de Egipto. Ello no impedía que fuera enaltecido como virtual soberano del país, según muestra un documento excepcional de este período, la Estela del Sátrapa, un largo texto elaborado aquel mismo año en el que se vierten todo tipo de loas a Ptolomeo: «Había un gran virrey [sátrapa] en Egipto, llamado Ptolomeo. Una persona de energía juvenil, poderoso de brazo, prudente de mente, poderoso entre los hombres, de fiero coraje […] que ataca el rostro de sus enemigos en el combate». También se recuerda el botín que trajo de sus campañas: «Él trajo las imágenes de las divinidades que habían sido encontradas en Asia, así como todos los utensilios sagrados y los libros que pertenecían a los templos de Egipto».
Finalmente, en 305 a.C., Ptolomeo se proclamó a sí mismo rey de Egipto. Un año antes, su rival Antígono, otro general de Alejandro, había hecho igual y se había proclamado rey en Siria tras sumar este territorio a sus dominios. Sin duda, Ptolomeo pensaba valerse del prestigio asociado al título de faraón que ahora ostentaba. Pese a su origen griego, Ptolomeo se hizo coronar siguiendo la tradición faraónica y se representó sobre una barca de papiro, capturando a las aves que poblaban las marismas del Delta, en lo que era una metáfora de su dominio sobre el caos y expresión de su deseo de destruir todo mal que acechara a Egipto. Asimismo, ordenó elaborar una titulatura faraónica propia. Como nombre de trono escogió el de Meriamón Setepenre y Jeperkare Setepenamón, «Amado de Amón, el elegido de Re» y «El ka de Re nace, el elegido de Amón». Estos títulos ya habían sido usados por faraones como Sesostris I y Ramsés II, con los que quizá Ptolomeo deseaba compararse.
Aunque reservó los puestos más elevados de la administración a los griegos, no excluyó totalmente a los egipcios, que ocupaban cargos como los de escribas. Asimismo, el clero mantuvo sus privilegios. Buena prueba de ello es la ya citada Estela del Sátrapa, que recoge una serie de donaciones de tierras a los sacerdotes del templo de Uadyet (diosa cobra protectora de la realeza) en la ciudad de Buto, en el Delta. Estas donaciones parecen ser obra de un misterioso personaje llamado Jababash, tal vez un reyezuelo de época de Darío III. Ptolomeo confirmó todas las concesiones, redactando esta estela en la que recoge el discurso de Jababash: «Yo, Ptolomeo, el sátrapa, yo restauro a Horus, el vengador de su padre, el señor de Pe y Buto, la señora de Pe y Dep, el territorio de Ptanut, desde este día en adelante para siempre, con todos sus pueblos, todas su ciudades, todos sus habitantes, todos sus campos, […] y con la donación otorgada por el Rey, Señor de las Dos Tierras, Jababash, que viva para siempre».
Para asentar su dominio, Ptolomeo promovió asimismo el culto a una nueva divinidad, Serapis. Su origen es discutido y se mezcla con leyendas como la relatada por Tácito, quien cuenta que tras tener un sueño, el rey ordenó ir en busca de una imagen del dios a Sínope, en el mar Negro. Quizá se trataba de una confusión con el Serapeum de Menfis, donde se rendía culto a una divinidad denominada Osirapis, resultante de la fusión de Osiris y Apis. En cualquier caso, Serapis asumió rasgos de dioses plenamente griegos, como Zeus, Helios, Dioniso, Hades y Asclepio, lo que explica que el culto no echara hondas raíces entre la población egipcia, aunque se expandió notablemente por el resto del mundo mediterráneo.
Los historiadores discuten si Ptolomeo adoptó también la costumbre de la divinización del faraón. De hecho, los griegos habían divinizado a los héroes fundadores de las ciudades desde antiguo; de ahí que Alejandro Magno recibiera culto como fundador de Alejandría. Algunos autores creen que Ptolomeo ya fue divinizado en vida, como indicaría su sobrenombre: Sóter, que en griego significa «salvador».
El apodo se relaciona con un episodio ocurrido en 305 a.C., cuando los habitantes de Rodas, sitiados por Demetrio Poliorcetes, pidieron socorro a Ptolomeo y, como muestra de gratitud, le dieron el título de salvador. Diodoro Sículo narra que luego los rodios enviaron una embajada al oasis de Siwa «para preguntar al oráculo de Amón si aconsejaba a los rodios honrar a Ptolomeo como un dios. El oráculo les contestó que sí y consagraron en su ciudad […] un recinto rectangular llamado Ptolemeum». Y en una inscripción de la época, tres griegos, tras haberse salvado de un peligro, rinden homenaje a Ptolomeo I y su esposa Berenice como sus «dioses salvadores». Pero hay otros autores que creen que Ptolomeo I fue divinizado décadas más tarde, durante el reinado de su bisnieto Ptolomeo IV, cuando el Estado fundado por el general y guardaespaldas de Alejandro Magno parecía más consolidado y fuerte que nunca.
National Geographic
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Ptolomeo con el nemes real. Museo Británico, Londres. |
Ptolomeo era hijo de un noble macedonio llamado Lagos (de ahí el nombre de la dinastía Lágida, que él fundó) y de Arsínoe, una dama quizá relacionada con la familia real macedonia. La juventud del futuro faraón transcurrió en la corte macedonia y pronto se contó entre los amigos íntimos del príncipe Alejandro. El padre de éste, el rey Filipo II de Macedonia, recelaba de su popularidad y decidió enviarlo al exilio, pero Alejandro lo trajo de vuelta para que formase parte de su ejército desde el principio de sus campañas contra Persia. Desde entonces, Ptolomeo no se separó del joven conquistador y su protagonismo en la campaña india le hizo ganarse el título de comandante.
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Charles le Brun, captura del rey Poros. 1673. Louvre, París. |
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Coronación de un rey ptolemaico como señor del Alto y Bajo egipto. Dibujo por S. Pollaroli. |
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El templo de Horus en Edfú, erigido en 237 a.C. por Ptolomeo III |
Aunque reservó los puestos más elevados de la administración a los griegos, no excluyó totalmente a los egipcios, que ocupaban cargos como los de escribas. Asimismo, el clero mantuvo sus privilegios. Buena prueba de ello es la ya citada Estela del Sátrapa, que recoge una serie de donaciones de tierras a los sacerdotes del templo de Uadyet (diosa cobra protectora de la realeza) en la ciudad de Buto, en el Delta. Estas donaciones parecen ser obra de un misterioso personaje llamado Jababash, tal vez un reyezuelo de época de Darío III. Ptolomeo confirmó todas las concesiones, redactando esta estela en la que recoge el discurso de Jababash: «Yo, Ptolomeo, el sátrapa, yo restauro a Horus, el vengador de su padre, el señor de Pe y Buto, la señora de Pe y Dep, el territorio de Ptanut, desde este día en adelante para siempre, con todos sus pueblos, todas su ciudades, todos sus habitantes, todos sus campos, […] y con la donación otorgada por el Rey, Señor de las Dos Tierras, Jababash, que viva para siempre».
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El templo de Isis en la isla de Filé |
Los historiadores discuten si Ptolomeo adoptó también la costumbre de la divinización del faraón. De hecho, los griegos habían divinizado a los héroes fundadores de las ciudades desde antiguo; de ahí que Alejandro Magno recibiera culto como fundador de Alejandría. Algunos autores creen que Ptolomeo ya fue divinizado en vida, como indicaría su sobrenombre: Sóter, que en griego significa «salvador».
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El buey Apis |
National Geographic
[+/-] | CLEOPATRA, EL FINAL DE LA REINA DE EGIPTO |
Acorralada por Octavio en Alejandría, Cleopatra decidió suicidarse, como su amante Marco Antonio, antes de que su vencedor la llevara a Roma para exhibirla como un trofeo de guerra
Cuando el 12 de agosto del año 30 a.C. los soldados de Octavio irrumpieron en las estancias de la última reina de Egipto, Cleopatra VII, se encontraron un espectáculo sobrecogedor: la soberana yacía exánime sobre su lecho real, con una de sus doncellas moribunda a sus pies y la otra, a punto de derrumbarse, retocándole la diadema. Los intentos de los soldados para reanimar a la soberana fueron vanos: las tres mujeres acababan de suicidarse. Los soldados vieron en el brazo de Cleopatra dos ligeras punzadas, lo que hizo pensar que había muerto a causa de la mordedura de un áspid. Otros creían que había ingerido algún veneno. Como quiera que fuese, el suicidio resultó una victoria póstuma de Cleopatra: Octavio no podría llevársela viva a Roma y exhibirla de un modo humillante en la procesión triunfal con la que pensaba celebrar su conquista de Egipto. Marco Antonio, el amante de la reina, se había librado del mismo destino suicidándose también él unos días antes.
El destino de Cleopatra y Marco Antonio había quedado sellado un año atrás, en septiembre del año 31 a.C., cuando su flota fue derrotada en la batalla de Actium por el ingenio de Marco Agripa, general y mano derecha de Octavio. Cleopatra regresó a Alejandría, su capital, y poco después Marco Antonio se reunió con ella. El ambiente cortesano que había surgido en torno a la ostentosa pareja decayó rápidamente por el miedo a su inminente caída en desgracia. Quedaban atrás los días de chanzas y francachelas, entre la alegre compañía de bebedores y aduladores en la sensual Alejandría, cuando se llamaban a sí mismos los «inimitables» (amimetobioi). Sus tropas y partidarios desertaron en masa, y solo quedó junto a Antonio un círculo de amigos fieles dispuestos a compartir su destino y que cambiaron su nombre por el más apropiado de «compañeros en la muerte» (synapothanoumenoi). En efecto, a medida que Octavio se aproximaba a Alejandría, Marco Antonio y Cleopatra comenzaron a pensar seriamente en quitarse la vida antes de que los capturaran.
Pese a este ambiente descorazonador, por un momento Cleopatra pensó que podría llegar a algún tipo de acuerdo con Octavio. Éste exigiría, sin duda, la muerte de Antonio, el único rival que amenazaba su supremacía en Roma, pero quizá pudiera hacer un ejercicio de magnanimidad y perdonar a la reina Cleopatra y a sus hijos. Sin embargo, resultaba insalvable el obstáculo de Cesarión, el hijo que la reina había tenido con Julio César, demasiado peligroso como rival de Octavio en el futuro. De modo que el nuevo hombre fuerte de Roma se limitó a responder de forma ambigua a las embajadas que le envió la reina egipcia, al tiempo que su ejército avanzaba sobre Alejandría.
En el verano de 30 a.C., la capital egipcia estaba totalmente cercada por las tropas romanas. Cleopatra, rodeada de sus más íntimos y fieles servidores, se atrincheró en el edificio más inexpugnable de su complejo palacial, seguramente el mausoleo de los reyes lágidas; allí guardó también todos sus tesoros: gemas, joyas, obras de arte, cofres de oro, vestimentas reales, especias...
Entretanto, Antonio decidió presentar batalla. Junto a sus fieles se batió bravamente a las puertas de la ciudad para rechazar la incursión de la caballería de Octavio y mantener aún un poco más el asedio y la ilusión de resistencia. Pero Antonio hubo de ver cómo su flota se rendía, o más bien se pasaba al bando de Octavio, lo que hizo que la caballería desertara de inmediato. Agobiado por la situación e impresionado por un súbito rumor que se difundió acerca del suicidio de su amada reina, Antonio resolvió quitarse la vida con su espada, acompañado por un esclavo de confianza.
Cuando Octavio entró al fin en una Alejandría rendida y silenciosa, su principal preocupación se centró en Cleopatra, que se había atrincherado en el mausoleo, con las macizas puertas cerradas a cal y canto y con una provisión de madera para prender fuego al edificio y sus tesoros después de suicidarse. Eso era precisamente lo que más temía el nuevo amo de Alejandría. Octavio envió a un hombre de confianza, Gayo Proculeyo, para intentar persuadir a la reina de que desistiera de su encierro, pero fue en vano; el legado no podía conceder lo único que deseaba Cleopatra: salvar a sus hijos y sobre todo a Cesarión.
Un día después se celebró una nueva entrevista. Mientras uno de los enviados hablaba con Cleopatra a través de una reja, Proculeyo escaló el edificio con dos sirvientes y accedió a la sala donde se hallaba la reina. Cuando una de sus mujeres la avisó –«¡Desdichada Cleopatra, te van a capturar viva!»–, la reina se clavó una daga en el pecho, pero la herida no fue mortal y Proculeyo logró desarmarla rápidamente. A continuación, Cleopatra fue trasladada al palacio de Alejandría, donde quedó bajo la custodia de un eunuco de confianza de Octavio y sometida a una estrecha vigilancia. Parece que la reina enfermó de pena y dejó de comer, en un intento por precipitar su muerte; Octavio sólo pudo convencerla de que se alimentara con la amenaza de dar muerte a sus hijos.
Unos días más tarde, Cleopatra solicitó una entrevista con Octavio. Las fuentes difieren mucho sobre lo que ocurrió en esa ocasión. Según Plutarco, Octavio vio a una demacrada Cleopatra que le imploró por su vida y la de sus hijos, mientras intentaba librarse de toda culpa. Dión Casio, en cambio, retrata a una reina digna y de luto, aún de irresistible belleza, que trató de seducir a Octavio como había hecho antes con Julio César y Marco Antonio.
Como quiera que fuese, el resultado sería el mismo. Cleopatra sabía que el designio de Octavio era llevarla a ella y a sus hijos a Roma para mayor gloria y triunfo del futuro Augusto; luego la meterían en una mazmorra, donde se volvería loca o se suicidaría, como les había ocurrido a otros monarcas helenísticos. Era una perspectiva insoportable para la orgullosa soberana lágida, que prefirió darse muerte ella misma.
Dos días mas tarde, tras haber rendido visita por vez postrera a los restos de su amado Marco Antonio, la última reina griega de Egipto volvió a sus aposentos, se dio un baño y cenó. Al mismo tiempo entregó un mensaje sellado para Octavio –en el que acaso consignaba su última voluntad de ser enterrada junto a Antonio– y se quedó con sus dos criadas de confianza. Hay autores que recogen las últimas y patéticas palabras de Cleopatra dedicadas a su amado Antonio o la escena misteriosa de su suicidio. Pero lo que ocurrió en la cámara privada de la reina es más que historia y forma parte del mito de Cleopatra. En cuanto a Octavio, la muerte de la reina lo privó de un triunfo más sonado –tan sólo pudo hacer desfilar su efigie por Roma–, pero le dio no sólo el dominio total sobre el Egipto helenístico, convertido en provincia romana, sino también el impulso definitivo para convertirse en Augusto, esto es, en el primer emperador de Roma.
National Geographic
Cuando el 12 de agosto del año 30 a.C. los soldados de Octavio irrumpieron en las estancias de la última reina de Egipto, Cleopatra VII, se encontraron un espectáculo sobrecogedor: la soberana yacía exánime sobre su lecho real, con una de sus doncellas moribunda a sus pies y la otra, a punto de derrumbarse, retocándole la diadema. Los intentos de los soldados para reanimar a la soberana fueron vanos: las tres mujeres acababan de suicidarse. Los soldados vieron en el brazo de Cleopatra dos ligeras punzadas, lo que hizo pensar que había muerto a causa de la mordedura de un áspid. Otros creían que había ingerido algún veneno. Como quiera que fuese, el suicidio resultó una victoria póstuma de Cleopatra: Octavio no podría llevársela viva a Roma y exhibirla de un modo humillante en la procesión triunfal con la que pensaba celebrar su conquista de Egipto. Marco Antonio, el amante de la reina, se había librado del mismo destino suicidándose también él unos días antes.
El destino de Cleopatra y Marco Antonio había quedado sellado un año atrás, en septiembre del año 31 a.C., cuando su flota fue derrotada en la batalla de Actium por el ingenio de Marco Agripa, general y mano derecha de Octavio. Cleopatra regresó a Alejandría, su capital, y poco después Marco Antonio se reunió con ella. El ambiente cortesano que había surgido en torno a la ostentosa pareja decayó rápidamente por el miedo a su inminente caída en desgracia. Quedaban atrás los días de chanzas y francachelas, entre la alegre compañía de bebedores y aduladores en la sensual Alejandría, cuando se llamaban a sí mismos los «inimitables» (amimetobioi). Sus tropas y partidarios desertaron en masa, y solo quedó junto a Antonio un círculo de amigos fieles dispuestos a compartir su destino y que cambiaron su nombre por el más apropiado de «compañeros en la muerte» (synapothanoumenoi). En efecto, a medida que Octavio se aproximaba a Alejandría, Marco Antonio y Cleopatra comenzaron a pensar seriamente en quitarse la vida antes de que los capturaran.

En el verano de 30 a.C., la capital egipcia estaba totalmente cercada por las tropas romanas. Cleopatra, rodeada de sus más íntimos y fieles servidores, se atrincheró en el edificio más inexpugnable de su complejo palacial, seguramente el mausoleo de los reyes lágidas; allí guardó también todos sus tesoros: gemas, joyas, obras de arte, cofres de oro, vestimentas reales, especias...

Cuando Octavio entró al fin en una Alejandría rendida y silenciosa, su principal preocupación se centró en Cleopatra, que se había atrincherado en el mausoleo, con las macizas puertas cerradas a cal y canto y con una provisión de madera para prender fuego al edificio y sus tesoros después de suicidarse. Eso era precisamente lo que más temía el nuevo amo de Alejandría. Octavio envió a un hombre de confianza, Gayo Proculeyo, para intentar persuadir a la reina de que desistiera de su encierro, pero fue en vano; el legado no podía conceder lo único que deseaba Cleopatra: salvar a sus hijos y sobre todo a Cesarión.
Un día después se celebró una nueva entrevista. Mientras uno de los enviados hablaba con Cleopatra a través de una reja, Proculeyo escaló el edificio con dos sirvientes y accedió a la sala donde se hallaba la reina. Cuando una de sus mujeres la avisó –«¡Desdichada Cleopatra, te van a capturar viva!»–, la reina se clavó una daga en el pecho, pero la herida no fue mortal y Proculeyo logró desarmarla rápidamente. A continuación, Cleopatra fue trasladada al palacio de Alejandría, donde quedó bajo la custodia de un eunuco de confianza de Octavio y sometida a una estrecha vigilancia. Parece que la reina enfermó de pena y dejó de comer, en un intento por precipitar su muerte; Octavio sólo pudo convencerla de que se alimentara con la amenaza de dar muerte a sus hijos.
Unos días más tarde, Cleopatra solicitó una entrevista con Octavio. Las fuentes difieren mucho sobre lo que ocurrió en esa ocasión. Según Plutarco, Octavio vio a una demacrada Cleopatra que le imploró por su vida y la de sus hijos, mientras intentaba librarse de toda culpa. Dión Casio, en cambio, retrata a una reina digna y de luto, aún de irresistible belleza, que trató de seducir a Octavio como había hecho antes con Julio César y Marco Antonio.

Dos días mas tarde, tras haber rendido visita por vez postrera a los restos de su amado Marco Antonio, la última reina griega de Egipto volvió a sus aposentos, se dio un baño y cenó. Al mismo tiempo entregó un mensaje sellado para Octavio –en el que acaso consignaba su última voluntad de ser enterrada junto a Antonio– y se quedó con sus dos criadas de confianza. Hay autores que recogen las últimas y patéticas palabras de Cleopatra dedicadas a su amado Antonio o la escena misteriosa de su suicidio. Pero lo que ocurrió en la cámara privada de la reina es más que historia y forma parte del mito de Cleopatra. En cuanto a Octavio, la muerte de la reina lo privó de un triunfo más sonado –tan sólo pudo hacer desfilar su efigie por Roma–, pero le dio no sólo el dominio total sobre el Egipto helenístico, convertido en provincia romana, sino también el impulso definitivo para convertirse en Augusto, esto es, en el primer emperador de Roma.
National Geographic
[+/-] | CÉSAR Y CLEOPATRA (V.O. inglés) |
CÉSAR Y CLEOPATRA (1945, español)

Poco después de haber ocupado el trono de Egipto, la bella Cleopatra recibe la visita del general romano Julio César. La relación amorosa que se establece entre ellos tendrá también provechosas repercusiones en el terreno político y militar.