- En la antigüedad se crearon relatos fabulosos que terminaron dando fondo a las diversas culturas.
- Ofrecen a la sociedad que los alberga “una carta de fundación" .
- Un mito no se inventa, sino que se cuenta como un saber acreditado.
- El personaje literario deviene mítico tan solo cuando pasa a la memoria colectiva
Es difícil dar una definición del Mito, como término unívoco y digno de letra mayúscula. Me parece que situar el “pensamiento mítico” como una forma simbólica singular y oponer el Mito a la Razón como incompatibles simplifica demasiado el enfoque. “No hay ninguna definición del mito. No hay ninguna forma platónica del mito que se ajuste a todos los casos reales”, escribió G. S. Kirk, helenista experto en el tema. Evitemos enredarnos en la retórica y la metafísica. Es más claro enfocar “lo mítico” como una vasta región de lo imaginario y tratar de “los mitos” como resonantes relatos que configuran lo que llamamos la mitología. Partamos de un trazo claro: los mitos no son dominio de ningún individuo, sino una herencia colectiva, narrativa y tradicional, que se transmite desde lejos (a veces unida a la religión, en los ritos o en la literatura).
Toda cultura alberga una tradición mítica. Según Georges Dumézil: “Un país sin leyendas se moriría de frío. Un pueblo sin mitos está muerto”. Desde siempre, “los mitos viven en el país de la memoria” (Marcel Detienne). Es decir, pertenecen a la memoria comunitaria y, como señaló el antropólogo Malinowski, ofrecen a la sociedad que los alberga, venera y difunde “una carta de fundación” utilitaria. Son, en sus orígenes, las fundamentales “historias de la tribu”; ofrecen a sus creyentes una interpretación del sentido del mundo.
Partiendo de esa consideración de la mitología, podemos proponer una definición sencilla y funcional. Con la venia del escéptico Kirk, tomemos, modestamente, esta: “Un mito es un relato memorable y tradicional que cuenta la actuación paradigmática de seres extraordinarios (dioses y héroes) en un tiempo prestigioso y lejano”. El insistir en lo narrativo y no en las vacilantes creencias que los individuos pueden tener al respecto nos permite aceptar como “mitos” no solo a los mitos religiosos, sino también a los “literarios”. Ese aspecto narrativo es el rasgo esencial del mito ya en la palabra griega mythos, que los sofistas y Platón opusieron al vocablo logos (palabra, razón, razonamiento), en el sentido de “narración tradicional, relato antiguo”. (Antes, en Homero, mythos y logos eran sinónimos). Una frase famosa define el progreso filosófico en Grecia como avance “del mito al logos”; pero ese avance —en términos absolutos— está hoy muy cuestionado. La contraposición sirve para señalar el claro progreso histórico de la razón en la Grecia antigua, en la filosofía, la historia y las ciencias, ideas y no creencias, que explican el mundo, marginando las creencias míticas. Sin embargo, ya el mythos era una búsqueda de verdad, ya el mito ofrecía, en su estilo, una ilustración (Hans Blumenberg). Hay “mito en el logos y logos en el mito”, dice Lluís Duch, que apunta la conveniencia de una ágil combinación “logomítica” para la comprensión cabal del mundo y la condición humana.
Nuestra mitología clásica viene de la antigua Grecia, aunque solo persiste como brumosa herencia cultural, desde hace siglos desvinculada de su fundamento religioso. (Cómo el cristianismo la sustituyó y desterró a sus dioses es una historia bien conocida y que podemos dejar de lado ahora). Pero cualquier religión tiene su propia mitología, es decir, su oferta narrativa, que puede adquirir pretensiones dogmáticas, reforzada por los rituales y la espiritualidad personal. La cristiana se recoge en la Biblia. Con todo, la mitología griega (y su versión romana) se nos ha transmitido en la literatura europea con una belleza poética que le ha permitido una pervivencia fantasmal a través de los siglos. Recordemos que la gran poesía griega (la épica, la tragedia y gran parte de la lírica) se fundaba en la evocación de los mitos: las acciones de los famosos héroes y los dioses, y su celebración y reinterpretación constante en los poemas y los teatros. Esos mitos, que suelen designarse con el nombre de sus protagonistas, perduran así como ejemplos y enigmas (como los de Prometeo, Odiseo, Edipo, Medea, Orfeo, Casandra y otros). Y los poetas, transmisores por excelencia de los mitos, fueron, en Grecia, populares “maestros de verdad” antes de ser desplazados en esa tarea educativa por los filósofos. Pero, sin embargo, no lo olvidemos, Platón es un gran narrador de mitos, metidos en sus Diálogos. Lo que no deja de ser una admirable paradoja: el gran filósofo, tan crítico con las opiniones ajenas, tan duro con los poetas, resulta luego un fabuloso mitólogo.
Pero no solo los griegos; toda cultura tiene sus mitos, como ya sabemos. Y su, más o menos fantástica, brillante tradición mitológica. Que se caracteriza, por doquier, por ese carácter memorable, en gran medida educativo. Pues un mito no se inventa, sino que se cuenta como un saber acreditado. Ya estaba antes; como una creencia, como un enigma, como lección de sabiduría, una reliquia de las “historias de la tribu”. Podemos preguntarnos qué lo hace duradero y ubicuo, ¿cómo persiste así, arcaico, y, tal vez, reactualizado? Sin duda es su temática. Los mitos hablan de los grandes temas de la existencia. Y dan respuesta. De por qué existimos, de quién hizo el mundo, cuál es nuestro destino, qué hay tras la muerte, qué significa vivir en un tiempo breve, y en una condición de dudosa justicia. Los filósofos —desde los sofistas griegos— han ofrecido respuestas varias: según unos, fueron el espanto y el agradecimiento ingenuo ante los prodigios naturales los que les crearon los dioses; según otros ilustrados, fue la codicia y astucia de los sacerdotes. Me parece más convincente la tesis de Hans Blumenberg: los mitos animan y dan sentido profundo a lo real. Frente al “absolutismo de la naturaleza”, los seres humanos ansían vivir en un albergue benévolo, un mundo humanizado y con sentido trascendente, donde, más allá de la inevitable muerte, quede algo perdurable, respondiendo al anhelo humano de pervivir y no ser un absurdo accidente disuelto en la nada. Según Blumenberg, el ser humano anhela esperanza y consuelo. El mito lo da. En otras versiones, como en la de Jung, los temas de los mitos están en la propia alma de forma innata, y tienen, como arquetipos, honda relación con el mundo de los sueños.
El caso es que los mitos están ahí, desde muy antiguo y en todas partes. Aunque, desde luego, hay épocas y culturas que los cuidan más y los tienen de mejor calidad. Y, por otra parte, parece que conviene distinguir entre los grandes y fundamentales (como los de la creación, del mundo divino, de las almas y sus viajes de ultratumba) y mitos menores, por ejemplo, los de tipo político o nacionalista más o menos manipulados. En fin, los mitos se insertan en la cultura y suelen recurrir a símbolos propios y expresarse de modo vivaz en imágenes impactantes. El código simbólico que usan con frecuencia los relatos míticos viene requerido por su propia temática, fabulosa y trascendente. El símbolo remite a algo ausente, difícil de representar por los signos de la comunicación habitual; sugiere más que dice e invita a ir más allá de lo real aparente y objetivo. Sobre todo en los símbolos religiosos. Las imágenes mitológicas actúan en el mismo sentido. Invitan a la imaginación de ese universo fabuloso de dioses, monstruos y seres extraños y prodigiosos con más fuerza que las palabras. Cada cultura, luego, elabora imágenes y símbolos propios, aunque la mitología comparada puede revelar entre mitos, imágenes y símbolos de lugares muy lejanos coincidencias sorprendentes. (Acaso porque la imaginación humana tiene sus límites). El repertorio de símbolos e imágenes resulta, en la mirada comparatista, fascinante.
He apuntado ya que hay mitos de primera instancia y mitos de segunda fila. En el mundo griego, los relatos de los dioses contados por Hesíodo evocan los orígenes del cosmos, los mitos de la épica heroica nos hablan de un mundo más cercano. Y también hay, en esa mitología y en otras, frente a los mitos religiosos y cósmicos (los de los orígenes, de los que tanto escribió Mircea Eliade), mitos literarios, esto es, productos míticos de prestigio más limitado y pedigree más moderno, ya que se inscriben en una tradición libresca. A esos mitos literarios (como el de Don Juan o el de Fausto) se les puede encontrar un primer autor —lo que va en contra de lo que hemos dicho antes—. Pero el personaje literario deviene mítico tan solo cuando pasa a la memoria colectiva y no es necesario recordar quién los inventó. En ese sentido, creo, la mayoría de la gente que los conoce no sabe quién fabricó a Frankenstein o a Carmen, o a Robinsón, no menos que quién, antes de Homero, relató las aventuras del griego Ulises; los héroes se han mitificado al perdurar en el imaginario colectivo, sin que la gente necesite el texto original. Y también hay —descendiendo de nivel— héroes del cómic que pueden revestir un tono mítico (son la calderilla del fondo, para el consumo popular y más mediático). Son “superhéroes” de papel; pero conservan algunas chispas del fulgor de los clásicos, ya desconocidos para el público juvenil. (Grant Morrison subraya bien, en Supergods, su impacto social, y apunta sagazmente que “Supermán es un héroe apolíneo y Batman un héroe dionisiaco”).
Es usual calificar de “míticos” o “mitos” a las grandes estrellas del espectáculo, a futbolistas y atletas, y ahora también a algunos cocineros. “Mito” es así un sinónimo de “ídolo adorado por las masas”; “ídolo” es, en cambio, vocablo pasado de moda. Para sus fans son seres mitológicos, tan de fábula como los superhéroes, glorificados por los focos de la actualidad.
Si bien entró bastante tarde en nuestra lengua —último tercio del XIX—, la palabra “mito” tuvo un éxito enorme: hoy, “el mito se dice de muchas maneras”. En el sentido de “lo fabuloso”, el término “mito” apunta a lo irreal, y se confunde con “lo falso”, y con esa fuerte connotación negativa se usa para descalificar exageraciones, bulos, y creencias ajenas. En ese sentido, los “mitos” son vanas “ilusiones” de los otros. A las “creencias” se contraponen “ideas”, como dijo Ortega, y antes los sofistas griegos. Pero los mitos perviven, se prestan a relecturas y a manipulaciones, a veces perversas.
Partiendo de esa consideración de la mitología, podemos proponer una definición sencilla y funcional. Con la venia del escéptico Kirk, tomemos, modestamente, esta: “Un mito es un relato memorable y tradicional que cuenta la actuación paradigmática de seres extraordinarios (dioses y héroes) en un tiempo prestigioso y lejano”. El insistir en lo narrativo y no en las vacilantes creencias que los individuos pueden tener al respecto nos permite aceptar como “mitos” no solo a los mitos religiosos, sino también a los “literarios”. Ese aspecto narrativo es el rasgo esencial del mito ya en la palabra griega mythos, que los sofistas y Platón opusieron al vocablo logos (palabra, razón, razonamiento), en el sentido de “narración tradicional, relato antiguo”. (Antes, en Homero, mythos y logos eran sinónimos). Una frase famosa define el progreso filosófico en Grecia como avance “del mito al logos”; pero ese avance —en términos absolutos— está hoy muy cuestionado. La contraposición sirve para señalar el claro progreso histórico de la razón en la Grecia antigua, en la filosofía, la historia y las ciencias, ideas y no creencias, que explican el mundo, marginando las creencias míticas. Sin embargo, ya el mythos era una búsqueda de verdad, ya el mito ofrecía, en su estilo, una ilustración (Hans Blumenberg). Hay “mito en el logos y logos en el mito”, dice Lluís Duch, que apunta la conveniencia de una ágil combinación “logomítica” para la comprensión cabal del mundo y la condición humana.
Nuestra mitología clásica viene de la antigua Grecia, aunque solo persiste como brumosa herencia cultural, desde hace siglos desvinculada de su fundamento religioso. (Cómo el cristianismo la sustituyó y desterró a sus dioses es una historia bien conocida y que podemos dejar de lado ahora). Pero cualquier religión tiene su propia mitología, es decir, su oferta narrativa, que puede adquirir pretensiones dogmáticas, reforzada por los rituales y la espiritualidad personal. La cristiana se recoge en la Biblia. Con todo, la mitología griega (y su versión romana) se nos ha transmitido en la literatura europea con una belleza poética que le ha permitido una pervivencia fantasmal a través de los siglos. Recordemos que la gran poesía griega (la épica, la tragedia y gran parte de la lírica) se fundaba en la evocación de los mitos: las acciones de los famosos héroes y los dioses, y su celebración y reinterpretación constante en los poemas y los teatros. Esos mitos, que suelen designarse con el nombre de sus protagonistas, perduran así como ejemplos y enigmas (como los de Prometeo, Odiseo, Edipo, Medea, Orfeo, Casandra y otros). Y los poetas, transmisores por excelencia de los mitos, fueron, en Grecia, populares “maestros de verdad” antes de ser desplazados en esa tarea educativa por los filósofos. Pero, sin embargo, no lo olvidemos, Platón es un gran narrador de mitos, metidos en sus Diálogos. Lo que no deja de ser una admirable paradoja: el gran filósofo, tan crítico con las opiniones ajenas, tan duro con los poetas, resulta luego un fabuloso mitólogo.
Pero no solo los griegos; toda cultura tiene sus mitos, como ya sabemos. Y su, más o menos fantástica, brillante tradición mitológica. Que se caracteriza, por doquier, por ese carácter memorable, en gran medida educativo. Pues un mito no se inventa, sino que se cuenta como un saber acreditado. Ya estaba antes; como una creencia, como un enigma, como lección de sabiduría, una reliquia de las “historias de la tribu”. Podemos preguntarnos qué lo hace duradero y ubicuo, ¿cómo persiste así, arcaico, y, tal vez, reactualizado? Sin duda es su temática. Los mitos hablan de los grandes temas de la existencia. Y dan respuesta. De por qué existimos, de quién hizo el mundo, cuál es nuestro destino, qué hay tras la muerte, qué significa vivir en un tiempo breve, y en una condición de dudosa justicia. Los filósofos —desde los sofistas griegos— han ofrecido respuestas varias: según unos, fueron el espanto y el agradecimiento ingenuo ante los prodigios naturales los que les crearon los dioses; según otros ilustrados, fue la codicia y astucia de los sacerdotes. Me parece más convincente la tesis de Hans Blumenberg: los mitos animan y dan sentido profundo a lo real. Frente al “absolutismo de la naturaleza”, los seres humanos ansían vivir en un albergue benévolo, un mundo humanizado y con sentido trascendente, donde, más allá de la inevitable muerte, quede algo perdurable, respondiendo al anhelo humano de pervivir y no ser un absurdo accidente disuelto en la nada. Según Blumenberg, el ser humano anhela esperanza y consuelo. El mito lo da. En otras versiones, como en la de Jung, los temas de los mitos están en la propia alma de forma innata, y tienen, como arquetipos, honda relación con el mundo de los sueños.
El caso es que los mitos están ahí, desde muy antiguo y en todas partes. Aunque, desde luego, hay épocas y culturas que los cuidan más y los tienen de mejor calidad. Y, por otra parte, parece que conviene distinguir entre los grandes y fundamentales (como los de la creación, del mundo divino, de las almas y sus viajes de ultratumba) y mitos menores, por ejemplo, los de tipo político o nacionalista más o menos manipulados. En fin, los mitos se insertan en la cultura y suelen recurrir a símbolos propios y expresarse de modo vivaz en imágenes impactantes. El código simbólico que usan con frecuencia los relatos míticos viene requerido por su propia temática, fabulosa y trascendente. El símbolo remite a algo ausente, difícil de representar por los signos de la comunicación habitual; sugiere más que dice e invita a ir más allá de lo real aparente y objetivo. Sobre todo en los símbolos religiosos. Las imágenes mitológicas actúan en el mismo sentido. Invitan a la imaginación de ese universo fabuloso de dioses, monstruos y seres extraños y prodigiosos con más fuerza que las palabras. Cada cultura, luego, elabora imágenes y símbolos propios, aunque la mitología comparada puede revelar entre mitos, imágenes y símbolos de lugares muy lejanos coincidencias sorprendentes. (Acaso porque la imaginación humana tiene sus límites). El repertorio de símbolos e imágenes resulta, en la mirada comparatista, fascinante.
He apuntado ya que hay mitos de primera instancia y mitos de segunda fila. En el mundo griego, los relatos de los dioses contados por Hesíodo evocan los orígenes del cosmos, los mitos de la épica heroica nos hablan de un mundo más cercano. Y también hay, en esa mitología y en otras, frente a los mitos religiosos y cósmicos (los de los orígenes, de los que tanto escribió Mircea Eliade), mitos literarios, esto es, productos míticos de prestigio más limitado y pedigree más moderno, ya que se inscriben en una tradición libresca. A esos mitos literarios (como el de Don Juan o el de Fausto) se les puede encontrar un primer autor —lo que va en contra de lo que hemos dicho antes—. Pero el personaje literario deviene mítico tan solo cuando pasa a la memoria colectiva y no es necesario recordar quién los inventó. En ese sentido, creo, la mayoría de la gente que los conoce no sabe quién fabricó a Frankenstein o a Carmen, o a Robinsón, no menos que quién, antes de Homero, relató las aventuras del griego Ulises; los héroes se han mitificado al perdurar en el imaginario colectivo, sin que la gente necesite el texto original. Y también hay —descendiendo de nivel— héroes del cómic que pueden revestir un tono mítico (son la calderilla del fondo, para el consumo popular y más mediático). Son “superhéroes” de papel; pero conservan algunas chispas del fulgor de los clásicos, ya desconocidos para el público juvenil. (Grant Morrison subraya bien, en Supergods, su impacto social, y apunta sagazmente que “Supermán es un héroe apolíneo y Batman un héroe dionisiaco”).
Es usual calificar de “míticos” o “mitos” a las grandes estrellas del espectáculo, a futbolistas y atletas, y ahora también a algunos cocineros. “Mito” es así un sinónimo de “ídolo adorado por las masas”; “ídolo” es, en cambio, vocablo pasado de moda. Para sus fans son seres mitológicos, tan de fábula como los superhéroes, glorificados por los focos de la actualidad.
Si bien entró bastante tarde en nuestra lengua —último tercio del XIX—, la palabra “mito” tuvo un éxito enorme: hoy, “el mito se dice de muchas maneras”. En el sentido de “lo fabuloso”, el término “mito” apunta a lo irreal, y se confunde con “lo falso”, y con esa fuerte connotación negativa se usa para descalificar exageraciones, bulos, y creencias ajenas. En ese sentido, los “mitos” son vanas “ilusiones” de los otros. A las “creencias” se contraponen “ideas”, como dijo Ortega, y antes los sofistas griegos. Pero los mitos perviven, se prestan a relecturas y a manipulaciones, a veces perversas.
Fuente: Elpais.com
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