A principios del siglo XX, el británico Arthur Evans excavó en la isla de Creta las ruinas del palacio de Cnosos, descubriendo al mundo una sofisticada y rica civilización.
A mediados del siglo XIX, los orígenes de la la antigua Grecia estaban envueltos en la oscuridad o, en todo caso, en el mito. Por entonces, la historia de Grecia solía empezarse con la primera Olimpiada (776 a.C.), y lo acaecido antes pertenecía al dominio de dioses y héroes legendarios como los que poblaban los poemas de Homero. Todo cambió gracias a un alemán, Heinrich Schliemann, que en 1870 anunció que había descubierto, en un promontorio del oeste de Turquía, las ruinas de Troya, el escenario de la mítica guerra relatada por Homero en la Ilíada. Poco después, el mismo Schliemann excavaría Micenas y Tirinto, dos de las ciudades griegas de las que procedían los guerreros homéricos. La Grecia micénica, como se denomina el período entre 1600 y 1150 a.C., no era una ficción poética, sino una realidad demostrada por la arqueología.
En 1882, un joven inglés visitó a Schliemann en Atenas. Llegó con una carta de presentación de su padre, un renombrado geólogo y anticuario a quien el alemán había conocido en Inglaterra. El joven escuchaba sin gran interés a Schliemann hablar de Homero; lo que de verdad le atraía eran los objetos micénicos con grabados diminutos, que examinó cuidadosamente con sus ojos de miope. Eran tan distintos del arte griego clásico que le fascinaron, no porque compartiera el empeño del investigador alemán en asociarlos a la edad homérica, lo que ya era una osadía para la época, sino porque creía que eran incluso anteriores.
Ese joven era Arthur Evans. Había nacido en 1851, cerca de Londres, y a los quince años visitó con su padre, John Evans, las excavaciones paleolíticas del valle del Somme, en Francia. Ahí surgió su pasión por la arqueología. Más tarde, siendo estudiante de Oxford, dedicó los veranos a viajar por yacimientos arqueológicos de Europa, especialmente en los Balcanes, donde el paisaje y la mezcla de culturas le entusiasmaron; de allí volvió a Londres vestido como un turco: pantalones bombachos, faja carmesí y chaqueta sin mangas. Cuando en 1878 se prometió con Margaret Freeman, mientras visitaban la exposición londinense de las antigüedades troyanas de Schliemann, la convenció para instalarse en Ragusa (la actual Dubrovnik, en Croacia), donde Evans se convirtió en corresponsal del diario The Manchester Guardian.
De nuevo en Londres, Evans consiguió el cargo de conservador del Museo Ashmolean, de la Universidad de Oxford, que en el siglo XIX reunía una de las más ricas colecciones arqueológicas de Europa. Pese a ello siguió visitando yacimientos en Europa con el pretexto de adquirir nuevas piezas para el museo. Su mujer, Margaret, siempre iba con él, hasta que cayó enferma de tuberculosis y falleció en 1892.
Creta, la isla de Minos
Tras la muerte de su esposa, Evans dirigió su mirada a Creta. La isla era un foco de atracción arqueológica; desde hacía décadas, los arqueólogos iban tras las huellas del legendario rey Minos, quien, según el mito, encargó a Dédalo la construcción del Laberinto donde se ocultaba el monstruoso Minotauro –mitad hombre, mitad toro–, al que el príncipe ateniense Teseo dio muerte con ayuda de la hija del rey, Ariadna. Un arqueólogo griego, Minos Kalokairinos, creyó haber hallado los restos del Laberinto en unas excavaciones realizadas en 1878 en el montículo de Kefala, cerca de Heraclión, donde, según la tradición, se hallaba la antigua ciudad de Cnosos. Kalokairinos despertó la curiosidad de otros arqueólogos, incluido Schliemann, pero el lugar al final no fue excavado. Por su parte, el arqueólogo italiano Federico Halbherr investigó otros yacimientos de la isla y halló gran número de inscripciones.
En Oxford, Evans prestó especial atención a las inscripciones halladas en Creta, sobre las que Halbherr y otros estudiosos le mantenían informado. Evans estaba entonces interesado en los orígenes de la escritura griega. Estaba convencido de que «en el territorio griego, donde la civilización echó sus primeras raíces en suelo europeo, debió de haber existido un sistema de escritura primitivo». En el Museo Ashmolean había analizado unos sellos con inscripciones, anteriormente clasificados como «fenicios»; Evans, sin embargo, advirtió que los símbolos se parecían a los de inscripciones cretenses recientemente descubiertas y concluyó que correspondían a un sistema de escritura desconocido, anterior a la escritura griega. En 1893, en un viaje a Atenas, compró una serie de sellos, supuestamente originarios de Creta, con intrigantes signos. Evans decidió que tenía que investigar la cuestión en persona, aunque tuviera que renunciar a su puesto en el Museo.
En el reino de Minos
Evans llegó a Creta en marzo de 1894. Tras un encuentro con Halbherr y Kalokairinos, enseguida se dirigió al yacimiento de Cnosos. Una primera inspección le confirmó el gran interés del lugar: «En cuanto lo vi, sentí que era muy importante porque era el centro en torno al que giraban todas las leyendas de la Grecia antigua», recordaría más tarde. Pero el gobierno otomano, al que pertenecía Creta, ponía impedimentos: obligaba a los arqueólogos a comprar las tierras que querían excavar, cosa que, por ejemplo, había rechazado Schliemann. En los años siguientes, Evans hizo varios viajes a Creta, hasta que en 1899 creó el Fondo para la Exploración de Creta y compró los terrenos de Cnosos. El 23 de marzo de 1900 comenzó la excavación.
Evans había visitado muchos yacimientos, pero nunca había organizado una excavación. Por ello se rodeó de colaboradores experimentados, como Theodor Fyfe, un arquitecto encargado de dibujar los planos, así como del arqueólogo escocés Duncan Mackenzie, que dirigía las excavaciones y supervisaba a las decenas de trabajadores encargados de despejar el terreno y acarrear escombros. En pocos días afloró una gran construcción: «un fenómeno de lo más extraordinario; nada griego, nada romano», según Evans. Se trataba de un intrincado espacio de unas dos hectáreas de extensión, con unas mil salas comunicadas entre sí. De inmediato, Evans relacionó los hallazgos con el célebre rey Minos. La estructura tenía que ser el Laberinto del Minotauro. Cuando en una de las estancias apareció un gran asiento de yeso empotrado en la pared pensó que se hallaba en la «sala del trono», e identificó otra estancia cercana como «sala de la reina». Pensó que en uno de los patios se celebraron grandes asambleas, con los ancianos sentados en un lateral «mientras el rey se sentaba orientado hacia la entrada, en la Silla de la Justicia situada en el majestuoso pórtico del otro lado». A sus ojos, Cnosos fue un lujoso palacio habitado por príncipes que disfrutaban de una vida regalada, rodeados de una corte de damas con vestidos escotados. Mackenzie, en cambio, era más comedido, y en sus diarios se limitaba a describir la textura y los colores del suelo, el trabajo propio de un arqueólogo científico.
Evans no se limitó a dejar volar su imaginación a la vista de las ruinas, sino que incluso se atrevió a reconstruirlas. En efecto, al volver a Creta para su segunda campaña de excavaciones, los arqueólogos se encontraron con el yacimiento asolado por las lluvias. Evans se dio cuenta de que había que empezar, paralelamente a la excavación, con las labores de restauración y conservación. Además, quería que incluso el visitante profano pudiera sentir y comprender aquella maravilla de la Antigüedad. En cuanto a las estancias en dos alturas, Evans probó a sostenerlas con vigas de madera, y ensayó con fustes y capiteles de piedra, pero el resultado no era del todo satisfactorio. Al final usó hormigón armado, lo que impidió que los restos se desplomaran, sobre todo dada la cantidad de terremotos que han asolado Creta. Esta restauración es hoy día objeto de críticas, pues es muy agresiva y arqueológicamente poco fiel, ya que Evans recolocó los restos donde le «parecía» que debían estar, aunque debe situarse en el contexto de una época en que la arqueología se debatía entre su pasado anticuario y su futuro científico.
El enigma de las tablillas cretenses
El entusiasmo de Evans aumentó cuando entre las ruinas del antiguo palacio aparecieron restos de pinturas murales. El arqueólogo decidió también «restaurar» los frescos, lo que para él significaba completarlos a partir de los fragmentos rescatados. Encargó esta tarea a dos artistas suizos, padre e hijo, ambos llamados Émile Gilliéron. Aunque se basaron en evidencias arqueológicas y en su experiencia previa en Micenas, el trabajo de los Gilliéron resultó muy controvertido y los estudiosos actuales consideran que algunos elementos de las restauraciones son una mera invención.
Los descubrimientos de Cnosos tuvieron enorme repercusión. Evans informó por telegrama a The Times de sus primeros hallazgos y al volver a Londres realizó conferencias por Gran Bretaña. Gracias a ello logró nuevas subvenciones que le permitieron pagar hasta a 250 trabajadores. Pero el interés del público decayó pronto y el Fondo para la Exploración de Creta se quedó sin dinero en 1906, lo que obligó a suspender los trabajos. La herencia que le dejó su padre y la de otro familiar resolvieron los problemas financieros de Evans que, a pesar de ello, no reanudó las campañas de excavación.
Evans había acudido a Creta con el propósito de resolver el enigma de su escritura y las excavaciones en Cnosos le habían proporcionado multitud de tablillas de barro con inscripciones, conservadas gracias a que se cocieron en un incendio. «Aún más interesante que las reliquias artísticas es el descubrimiento de las tablillas de barro. Estoy muy satisfecho, puesto que es a lo que vine a Creta», escribió en su diario. A partir de 1905 Evans, instalado en una mansión junto al yacimiento, llamada Villa Ariadna, se dedicó a transcribir y organizar las cerca de 3.000 tablillas que había encontrado y las publicó en una serie de volúmenes titulados Scripta Minoa.
La primera guerra mundial le obligó a volver a Oxford. Al final del conflicto siguió viajando a Creta, pero cada vez menos; prefería dedicarse a escribir, todavía con una pluma de ave. El 5 de febrero de 1924 cedió Cnosos a la Escuela Británica de Atenas. Por entonces, la prensa se hacía eco de los asombrosos hallazgos en la tumba de Tutankhamón y él se sintió relegado. Pero tras su muerte, en 1941, a los noventa años, su nombre quedó asociado para siempre a uno de los mayores descubrimientos de la arqueología: el de la más antigua civilización del Egeo, llamada «minoica» en honor del mítico rey Minos.
Fuente: National Geographic
A mediados del siglo XIX, los orígenes de la la antigua Grecia estaban envueltos en la oscuridad o, en todo caso, en el mito. Por entonces, la historia de Grecia solía empezarse con la primera Olimpiada (776 a.C.), y lo acaecido antes pertenecía al dominio de dioses y héroes legendarios como los que poblaban los poemas de Homero. Todo cambió gracias a un alemán, Heinrich Schliemann, que en 1870 anunció que había descubierto, en un promontorio del oeste de Turquía, las ruinas de Troya, el escenario de la mítica guerra relatada por Homero en la Ilíada. Poco después, el mismo Schliemann excavaría Micenas y Tirinto, dos de las ciudades griegas de las que procedían los guerreros homéricos. La Grecia micénica, como se denomina el período entre 1600 y 1150 a.C., no era una ficción poética, sino una realidad demostrada por la arqueología.
En 1882, un joven inglés visitó a Schliemann en Atenas. Llegó con una carta de presentación de su padre, un renombrado geólogo y anticuario a quien el alemán había conocido en Inglaterra. El joven escuchaba sin gran interés a Schliemann hablar de Homero; lo que de verdad le atraía eran los objetos micénicos con grabados diminutos, que examinó cuidadosamente con sus ojos de miope. Eran tan distintos del arte griego clásico que le fascinaron, no porque compartiera el empeño del investigador alemán en asociarlos a la edad homérica, lo que ya era una osadía para la época, sino porque creía que eran incluso anteriores.
Ese joven era Arthur Evans. Había nacido en 1851, cerca de Londres, y a los quince años visitó con su padre, John Evans, las excavaciones paleolíticas del valle del Somme, en Francia. Ahí surgió su pasión por la arqueología. Más tarde, siendo estudiante de Oxford, dedicó los veranos a viajar por yacimientos arqueológicos de Europa, especialmente en los Balcanes, donde el paisaje y la mezcla de culturas le entusiasmaron; de allí volvió a Londres vestido como un turco: pantalones bombachos, faja carmesí y chaqueta sin mangas. Cuando en 1878 se prometió con Margaret Freeman, mientras visitaban la exposición londinense de las antigüedades troyanas de Schliemann, la convenció para instalarse en Ragusa (la actual Dubrovnik, en Croacia), donde Evans se convirtió en corresponsal del diario The Manchester Guardian.
De nuevo en Londres, Evans consiguió el cargo de conservador del Museo Ashmolean, de la Universidad de Oxford, que en el siglo XIX reunía una de las más ricas colecciones arqueológicas de Europa. Pese a ello siguió visitando yacimientos en Europa con el pretexto de adquirir nuevas piezas para el museo. Su mujer, Margaret, siempre iba con él, hasta que cayó enferma de tuberculosis y falleció en 1892.
Creta, la isla de Minos
Tras la muerte de su esposa, Evans dirigió su mirada a Creta. La isla era un foco de atracción arqueológica; desde hacía décadas, los arqueólogos iban tras las huellas del legendario rey Minos, quien, según el mito, encargó a Dédalo la construcción del Laberinto donde se ocultaba el monstruoso Minotauro –mitad hombre, mitad toro–, al que el príncipe ateniense Teseo dio muerte con ayuda de la hija del rey, Ariadna. Un arqueólogo griego, Minos Kalokairinos, creyó haber hallado los restos del Laberinto en unas excavaciones realizadas en 1878 en el montículo de Kefala, cerca de Heraclión, donde, según la tradición, se hallaba la antigua ciudad de Cnosos. Kalokairinos despertó la curiosidad de otros arqueólogos, incluido Schliemann, pero el lugar al final no fue excavado. Por su parte, el arqueólogo italiano Federico Halbherr investigó otros yacimientos de la isla y halló gran número de inscripciones.
En Oxford, Evans prestó especial atención a las inscripciones halladas en Creta, sobre las que Halbherr y otros estudiosos le mantenían informado. Evans estaba entonces interesado en los orígenes de la escritura griega. Estaba convencido de que «en el territorio griego, donde la civilización echó sus primeras raíces en suelo europeo, debió de haber existido un sistema de escritura primitivo». En el Museo Ashmolean había analizado unos sellos con inscripciones, anteriormente clasificados como «fenicios»; Evans, sin embargo, advirtió que los símbolos se parecían a los de inscripciones cretenses recientemente descubiertas y concluyó que correspondían a un sistema de escritura desconocido, anterior a la escritura griega. En 1893, en un viaje a Atenas, compró una serie de sellos, supuestamente originarios de Creta, con intrigantes signos. Evans decidió que tenía que investigar la cuestión en persona, aunque tuviera que renunciar a su puesto en el Museo.
En el reino de Minos
Evans llegó a Creta en marzo de 1894. Tras un encuentro con Halbherr y Kalokairinos, enseguida se dirigió al yacimiento de Cnosos. Una primera inspección le confirmó el gran interés del lugar: «En cuanto lo vi, sentí que era muy importante porque era el centro en torno al que giraban todas las leyendas de la Grecia antigua», recordaría más tarde. Pero el gobierno otomano, al que pertenecía Creta, ponía impedimentos: obligaba a los arqueólogos a comprar las tierras que querían excavar, cosa que, por ejemplo, había rechazado Schliemann. En los años siguientes, Evans hizo varios viajes a Creta, hasta que en 1899 creó el Fondo para la Exploración de Creta y compró los terrenos de Cnosos. El 23 de marzo de 1900 comenzó la excavación.
Evans había visitado muchos yacimientos, pero nunca había organizado una excavación. Por ello se rodeó de colaboradores experimentados, como Theodor Fyfe, un arquitecto encargado de dibujar los planos, así como del arqueólogo escocés Duncan Mackenzie, que dirigía las excavaciones y supervisaba a las decenas de trabajadores encargados de despejar el terreno y acarrear escombros. En pocos días afloró una gran construcción: «un fenómeno de lo más extraordinario; nada griego, nada romano», según Evans. Se trataba de un intrincado espacio de unas dos hectáreas de extensión, con unas mil salas comunicadas entre sí. De inmediato, Evans relacionó los hallazgos con el célebre rey Minos. La estructura tenía que ser el Laberinto del Minotauro. Cuando en una de las estancias apareció un gran asiento de yeso empotrado en la pared pensó que se hallaba en la «sala del trono», e identificó otra estancia cercana como «sala de la reina». Pensó que en uno de los patios se celebraron grandes asambleas, con los ancianos sentados en un lateral «mientras el rey se sentaba orientado hacia la entrada, en la Silla de la Justicia situada en el majestuoso pórtico del otro lado». A sus ojos, Cnosos fue un lujoso palacio habitado por príncipes que disfrutaban de una vida regalada, rodeados de una corte de damas con vestidos escotados. Mackenzie, en cambio, era más comedido, y en sus diarios se limitaba a describir la textura y los colores del suelo, el trabajo propio de un arqueólogo científico.
Evans no se limitó a dejar volar su imaginación a la vista de las ruinas, sino que incluso se atrevió a reconstruirlas. En efecto, al volver a Creta para su segunda campaña de excavaciones, los arqueólogos se encontraron con el yacimiento asolado por las lluvias. Evans se dio cuenta de que había que empezar, paralelamente a la excavación, con las labores de restauración y conservación. Además, quería que incluso el visitante profano pudiera sentir y comprender aquella maravilla de la Antigüedad. En cuanto a las estancias en dos alturas, Evans probó a sostenerlas con vigas de madera, y ensayó con fustes y capiteles de piedra, pero el resultado no era del todo satisfactorio. Al final usó hormigón armado, lo que impidió que los restos se desplomaran, sobre todo dada la cantidad de terremotos que han asolado Creta. Esta restauración es hoy día objeto de críticas, pues es muy agresiva y arqueológicamente poco fiel, ya que Evans recolocó los restos donde le «parecía» que debían estar, aunque debe situarse en el contexto de una época en que la arqueología se debatía entre su pasado anticuario y su futuro científico.
El enigma de las tablillas cretenses
El entusiasmo de Evans aumentó cuando entre las ruinas del antiguo palacio aparecieron restos de pinturas murales. El arqueólogo decidió también «restaurar» los frescos, lo que para él significaba completarlos a partir de los fragmentos rescatados. Encargó esta tarea a dos artistas suizos, padre e hijo, ambos llamados Émile Gilliéron. Aunque se basaron en evidencias arqueológicas y en su experiencia previa en Micenas, el trabajo de los Gilliéron resultó muy controvertido y los estudiosos actuales consideran que algunos elementos de las restauraciones son una mera invención.
Los descubrimientos de Cnosos tuvieron enorme repercusión. Evans informó por telegrama a The Times de sus primeros hallazgos y al volver a Londres realizó conferencias por Gran Bretaña. Gracias a ello logró nuevas subvenciones que le permitieron pagar hasta a 250 trabajadores. Pero el interés del público decayó pronto y el Fondo para la Exploración de Creta se quedó sin dinero en 1906, lo que obligó a suspender los trabajos. La herencia que le dejó su padre y la de otro familiar resolvieron los problemas financieros de Evans que, a pesar de ello, no reanudó las campañas de excavación.
Evans había acudido a Creta con el propósito de resolver el enigma de su escritura y las excavaciones en Cnosos le habían proporcionado multitud de tablillas de barro con inscripciones, conservadas gracias a que se cocieron en un incendio. «Aún más interesante que las reliquias artísticas es el descubrimiento de las tablillas de barro. Estoy muy satisfecho, puesto que es a lo que vine a Creta», escribió en su diario. A partir de 1905 Evans, instalado en una mansión junto al yacimiento, llamada Villa Ariadna, se dedicó a transcribir y organizar las cerca de 3.000 tablillas que había encontrado y las publicó en una serie de volúmenes titulados Scripta Minoa.
La primera guerra mundial le obligó a volver a Oxford. Al final del conflicto siguió viajando a Creta, pero cada vez menos; prefería dedicarse a escribir, todavía con una pluma de ave. El 5 de febrero de 1924 cedió Cnosos a la Escuela Británica de Atenas. Por entonces, la prensa se hacía eco de los asombrosos hallazgos en la tumba de Tutankhamón y él se sintió relegado. Pero tras su muerte, en 1941, a los noventa años, su nombre quedó asociado para siempre a uno de los mayores descubrimientos de la arqueología: el de la más antigua civilización del Egeo, llamada «minoica» en honor del mítico rey Minos.
Fuente: National Geographic
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