A los veinte años, una ateniense del siglo V o IV a.C. estaba entrando ya en el último tercio de su existencia, porque en esa época la expectativa de vida femenina no llegaba a los treinta años; en ello tenía mucho que ver la maternidad, que se relacionaba con la muerte de una de cada cuatro mujeres. Imaginemos que esa mujer se llama Eudoxia. A los catorce años se había casado con el heredero de una hacienda (oikos) de tamaño medio, que ya había cumplido los treinta. Al principio estuvo en una posición secundaria en la casa de su esposo, a la que se trasladó después de la boda; pero, ahora que ya es madre de dos hijos, ejerce de dueña y señora. No en vano había aportado al matrimonio una dote importante, mientras que la hacienda de la familia del esposo se había visto disminuida en parecida proporción para constituir la dote de la cuñada de Eudoxia.
En la casa de su familia de origen, Eudoxia aprendió las labores femeninas y recibió una serie de enseñanzas que garantizaban su valor como futura esposa de un ciudadano hacendado. De esta forma, ahora puede leer y escribir con soltura, sabe tocar la lira y puede controlar la educación de sus propios hijos, hasta los siete años la de los varones y hasta su casamiento la de las féminas, aunque cuente para ello con la ayuda de esclavos ilustrados.
Las ocupaciones matutinas
Se puede decir que Eudoxia es una mujer feliz, querida y respetada por todos, porque asume su papel de esposa y madre con el mismo sentido del deber con el que su marido se entrena para la guerra y acude al combate cuando es necesario. A él le corresponde asegurar la pervivencia de la comunidad con las armas, y a ella, alumbrar y criar hijos que sustituyan a los muertos en el combate y a los ancianos. Por otro lado, mientras el marido participa en la gestión política y en la administración del Estado, ella, que no tiene que ausentarse por motivos bélicos o de trabajo, se encarga de dirigir y administrar la casa.
Un día cualquiera, Eudoxia se despierta con la primera luz del sol. Mientras da de mamar a su bebé, oye desde su dormitorio, situado en la planta alta de la vivienda, el ruido de los esclavos que emprenden sus actividades cotidianas, así como a su esposo que se dispone a salir. Su hija mayor, de cuatro años, se ha levantado ya de la cama; aunque toma otros alimentos, no ha dejado todavía de ser lactante, pero es la nodriza quien se ocupa de ella.
Cuando ha terminado de dar el pecho al pequeño, Eudoxia retira rápidamente de su rostro la mascarilla a base de leche aplicada la noche anterior y se recoge el cabello en una especie de moño. Luego se cubre con un sencillo peplo de lana fina, una pieza rectangular que enrolla en torno a su cuerpo y sujeta en los hombros por medio de fíbulas. Tras coger las llaves de la despensa, baja por la escalera de madera a la planta inferior, donde están la cocina y el gran patio central desde el que se accede a las distintas dependencias. Allí la esperan dos esclavas atentas a sus órdenes. Eudoxia pide a una de ellas que saque agua del pozo para lavar unas piezas de vestuario, mientras se dirige con la otra a la despensa para sacar las vituallas del desayuno. Come unos trocitos de pan de cebada mojados en vino y bebe leche de cabra.
Ahora hay que repasar las cuentas y el registro de las existencias. Eudoxia abre un arcón y saca una tablilla encerada. Apunta la miel y los higos producidos en la hacienda, que uno de los esclavos llevará a vender en el mercado del ágora de Atenas. Y reflexiona sobre lo que debe pedirle que traiga de allí. La casa está en las afueras del área urbana propiamente dicha, de modo que el esclavo debe recorrer un largo camino a pie y no es cuestión de que vaya todos los días. Tal vez sea mejor que se lleve el asno y concentre los encargos, lo que lo dejará libre para otras tareas. Lo habla con su esposo, que se encuentra todavía fuera de la casa.
Luego Eudoxia da una vuelta por la habitación en la que está instalado el telar. Allí encuentra a su pequeña curioseando las tareas en las que todavía no la dejan participar. La madre de su esposo, viuda y, para la época, ya anciana, se entretiene hilando, porque ya no tiene la vista necesaria para tejer. Le está contando a su nieta el mayor orgullo de su vida: había sido una de las arréforas, las dos niñas de entre siete y once años que se elegían anualmente para pasar nueve meses en un edificio de la Acrópolis ateniense, tejiendo el magnífico peplo que recibía la diosa Atenea cada cuatro años. Esa historia, tantas veces repetida con todo lujo de detalles, provoca siempre entre las mujeres presentes un murmullo de admiración. Es el honor público más grande que cabe imaginar para una niña ateniense.
Arreglarse para salir
Después de controlar la tarea de las tejedoras y darles las instrucciones oportunas, Eudoxia coge de la mano a su pequeña y se dirige con ella a cumplir un ritual cotidiano de la mayor importancia. Se acercan al altar de la diosa Hestia, protectora del hogar. Eudoxia derrama sobre él unos granos de trigo, con una fe profunda en que ese acto de piedad asegura la protección divina de la casa. La niña observa en silencio lo que tendrá que hacer ella misma el día de mañana, y luego cruza el patio correteando en busca de su muñeca.
Ha llegado el momento de que Eudoxia se prepare para las actividades fuera del hogar previstas para ese día. Una de las esclavas ha llenado una pila con el agua de su aseo personal y luego la va a ayudar a maquillarse y peinarse, algo imprescindible porque los espejos metálicos de la época son pequeños y no reflejan como los modernos. Una vez acicalada, Eudoxia sustituye el sencillo peplo de lana por una llamativa túnica que deja traslucir las formas del cuerpo. También es una pieza rectangular sin hechura alguna, pero de un lino muy vaporoso, teñido con un color chillón. Está cerrada por una costura lateral, formando una especie de saco, que en la parte superior deja un amplio escote y los brazos a la vista. Se ciñe mediante un cinturón que forma un repliegue sobre las caderas.
Ahora la esclava acerca a Eudoxia el cofre de las joyas. Primero coge dos brazaletes iguales trabajados en espiral, que imitan la forma de una serpiente. Luego duda sobre los pendientes, decidiéndose por dos grandes aros con colgantes. Después se pone un collar de piedras finas combinadas con piezas de metal. Finalmente, añade al peinado algunos adornos y se encuentra satisfecha con la imagen que le devuelve el espejo. Elige unas sandalias primorosamente trenzadas y baja rápidamente la escalera, porque la posición del sol le indica que tendría que haber salido ya.
En compañía de las amigas
Eudoxia cubre con prisa, acompañada por una esclava, la distancia que la separa de una de las casas vecinas. Allí se han reunido cuatro mujeres de su misma condición social para pasar juntas la tarde, lo que incluye para ellas la comida principal del día. Se acomodan en lechos, delante de los cuales hay platillos de cerámica con aceitunas, higos, queso y pescado seco. Se cruzan cumplidos sobre el vestuario y el aspecto físico, y se interesan mutuamente por las circunstancias personales. Una de ellas anuncia que cree estar embarazada. La abrazan y le desean un parto feliz. Otra cuenta con quién había coincidido el día anterior mientras cumplía con el deber de realizar el ritual funerario en la tumba de su esposo, muerto en la guerra. Eudoxia habla de sus pequeños. La cuarta mujer está preparando la boda de su hija: comenta los detalles y pide consejo a sus amigas sobre algunos detalles de la celebración. La dueña de la casa coge su lira y acompaña con ella unos versos de la adorada poetisa Safo, que hacen vibrar a las demás. Antes de ponerse el sol, Eudoxia se despide de sus amigas y regresa a su casa, de nuevo acompañada por una esclava. Ha pasado una tarde estupenda y está bien dispuesta para compartir el lecho con su esposo, bajo el signo de Eros.
En la casa de su familia de origen, Eudoxia aprendió las labores femeninas y recibió una serie de enseñanzas que garantizaban su valor como futura esposa de un ciudadano hacendado. De esta forma, ahora puede leer y escribir con soltura, sabe tocar la lira y puede controlar la educación de sus propios hijos, hasta los siete años la de los varones y hasta su casamiento la de las féminas, aunque cuente para ello con la ayuda de esclavos ilustrados.
Las ocupaciones matutinas
Se puede decir que Eudoxia es una mujer feliz, querida y respetada por todos, porque asume su papel de esposa y madre con el mismo sentido del deber con el que su marido se entrena para la guerra y acude al combate cuando es necesario. A él le corresponde asegurar la pervivencia de la comunidad con las armas, y a ella, alumbrar y criar hijos que sustituyan a los muertos en el combate y a los ancianos. Por otro lado, mientras el marido participa en la gestión política y en la administración del Estado, ella, que no tiene que ausentarse por motivos bélicos o de trabajo, se encarga de dirigir y administrar la casa.
Un día cualquiera, Eudoxia se despierta con la primera luz del sol. Mientras da de mamar a su bebé, oye desde su dormitorio, situado en la planta alta de la vivienda, el ruido de los esclavos que emprenden sus actividades cotidianas, así como a su esposo que se dispone a salir. Su hija mayor, de cuatro años, se ha levantado ya de la cama; aunque toma otros alimentos, no ha dejado todavía de ser lactante, pero es la nodriza quien se ocupa de ella.
Cuando ha terminado de dar el pecho al pequeño, Eudoxia retira rápidamente de su rostro la mascarilla a base de leche aplicada la noche anterior y se recoge el cabello en una especie de moño. Luego se cubre con un sencillo peplo de lana fina, una pieza rectangular que enrolla en torno a su cuerpo y sujeta en los hombros por medio de fíbulas. Tras coger las llaves de la despensa, baja por la escalera de madera a la planta inferior, donde están la cocina y el gran patio central desde el que se accede a las distintas dependencias. Allí la esperan dos esclavas atentas a sus órdenes. Eudoxia pide a una de ellas que saque agua del pozo para lavar unas piezas de vestuario, mientras se dirige con la otra a la despensa para sacar las vituallas del desayuno. Come unos trocitos de pan de cebada mojados en vino y bebe leche de cabra.
Ahora hay que repasar las cuentas y el registro de las existencias. Eudoxia abre un arcón y saca una tablilla encerada. Apunta la miel y los higos producidos en la hacienda, que uno de los esclavos llevará a vender en el mercado del ágora de Atenas. Y reflexiona sobre lo que debe pedirle que traiga de allí. La casa está en las afueras del área urbana propiamente dicha, de modo que el esclavo debe recorrer un largo camino a pie y no es cuestión de que vaya todos los días. Tal vez sea mejor que se lleve el asno y concentre los encargos, lo que lo dejará libre para otras tareas. Lo habla con su esposo, que se encuentra todavía fuera de la casa.
Luego Eudoxia da una vuelta por la habitación en la que está instalado el telar. Allí encuentra a su pequeña curioseando las tareas en las que todavía no la dejan participar. La madre de su esposo, viuda y, para la época, ya anciana, se entretiene hilando, porque ya no tiene la vista necesaria para tejer. Le está contando a su nieta el mayor orgullo de su vida: había sido una de las arréforas, las dos niñas de entre siete y once años que se elegían anualmente para pasar nueve meses en un edificio de la Acrópolis ateniense, tejiendo el magnífico peplo que recibía la diosa Atenea cada cuatro años. Esa historia, tantas veces repetida con todo lujo de detalles, provoca siempre entre las mujeres presentes un murmullo de admiración. Es el honor público más grande que cabe imaginar para una niña ateniense.
Arreglarse para salir
Después de controlar la tarea de las tejedoras y darles las instrucciones oportunas, Eudoxia coge de la mano a su pequeña y se dirige con ella a cumplir un ritual cotidiano de la mayor importancia. Se acercan al altar de la diosa Hestia, protectora del hogar. Eudoxia derrama sobre él unos granos de trigo, con una fe profunda en que ese acto de piedad asegura la protección divina de la casa. La niña observa en silencio lo que tendrá que hacer ella misma el día de mañana, y luego cruza el patio correteando en busca de su muñeca.
Ha llegado el momento de que Eudoxia se prepare para las actividades fuera del hogar previstas para ese día. Una de las esclavas ha llenado una pila con el agua de su aseo personal y luego la va a ayudar a maquillarse y peinarse, algo imprescindible porque los espejos metálicos de la época son pequeños y no reflejan como los modernos. Una vez acicalada, Eudoxia sustituye el sencillo peplo de lana por una llamativa túnica que deja traslucir las formas del cuerpo. También es una pieza rectangular sin hechura alguna, pero de un lino muy vaporoso, teñido con un color chillón. Está cerrada por una costura lateral, formando una especie de saco, que en la parte superior deja un amplio escote y los brazos a la vista. Se ciñe mediante un cinturón que forma un repliegue sobre las caderas.
Ahora la esclava acerca a Eudoxia el cofre de las joyas. Primero coge dos brazaletes iguales trabajados en espiral, que imitan la forma de una serpiente. Luego duda sobre los pendientes, decidiéndose por dos grandes aros con colgantes. Después se pone un collar de piedras finas combinadas con piezas de metal. Finalmente, añade al peinado algunos adornos y se encuentra satisfecha con la imagen que le devuelve el espejo. Elige unas sandalias primorosamente trenzadas y baja rápidamente la escalera, porque la posición del sol le indica que tendría que haber salido ya.
En compañía de las amigas
Eudoxia cubre con prisa, acompañada por una esclava, la distancia que la separa de una de las casas vecinas. Allí se han reunido cuatro mujeres de su misma condición social para pasar juntas la tarde, lo que incluye para ellas la comida principal del día. Se acomodan en lechos, delante de los cuales hay platillos de cerámica con aceitunas, higos, queso y pescado seco. Se cruzan cumplidos sobre el vestuario y el aspecto físico, y se interesan mutuamente por las circunstancias personales. Una de ellas anuncia que cree estar embarazada. La abrazan y le desean un parto feliz. Otra cuenta con quién había coincidido el día anterior mientras cumplía con el deber de realizar el ritual funerario en la tumba de su esposo, muerto en la guerra. Eudoxia habla de sus pequeños. La cuarta mujer está preparando la boda de su hija: comenta los detalles y pide consejo a sus amigas sobre algunos detalles de la celebración. La dueña de la casa coge su lira y acompaña con ella unos versos de la adorada poetisa Safo, que hacen vibrar a las demás. Antes de ponerse el sol, Eudoxia se despide de sus amigas y regresa a su casa, de nuevo acompañada por una esclava. Ha pasado una tarde estupenda y está bien dispuesta para compartir el lecho con su esposo, bajo el signo de Eros.
Fuente: Historia National Geographic
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