Al final de la jornada, en la soledad del pretorio, en Carnunto o Sirmio, el emperador Marco Aurelio encontraba siempre un momento para sentarse delante del papiro y verter sus pensamientos. Dirigía entonces una guerra interminable, lejos del suave clima y el delicioso paisaje de Italia. Él no era un militar, pues se sentía más bien llamado a los quehaceres del espíritu, pero todas las mañanas, antes del alba, debía vestir la pesada coraza. Las lecciones de los clásicos aprendidas en su juventud venían en su socorro. En aquella ocasión citó de memoria un pasaje de la Apología de Sócrates, la obra en la que Platón relata las últimas horas de su maestro antes de que se cumpliese su condena a muerte: «Pues así es en verdad, atenienses: en el puesto en el que uno se coloca porque considera que es el mejor, o el que ha sido colocado por un superior, allí debe, según mi parecer, permanecer y arrostrar los peligros sin tener en cuenta ni la muerte ni ninguna otra cosa excepto el deshonor». También él, Marco Aurelio, debía beber aquella cicuta. ¡Deber o deshonor! A veces necesitaba recobrar el ánimo para enfrentarse a su dura e ingrata tarea: gobernar y defender el Imperio de Roma.
Corría la década de 170 y Marco Aurelio había superado los cincuenta años. Lejos quedaban sus felices años de juventud, cuando su viva inteligencia y la modestia de su carácter llamaron la atención de su pariente, el emperador Adriano, que hizo que su hijo adoptivo, Antonino Pío, adoptara a su vez al joven Marco. Cuando murió Adriano y subió al trono Antonino Pío, Marco Aurelio estaba cerca de culminar su formación superior y mostraba una marcada inclinación por la filosofía. Por ello, y dado que su largo reinado discurrió en casi completa paz, Antonino Pío creyó que aquel joven destinado al imperio no necesitaría formación militar. Y así, frente a la tradición guerrera de la aristocracia romana, Marco Aurelio fue privado de cualquier experiencia bélica. Quedó en Roma asumiendo magistraturas impropias de su edad y aprendiendo los entresijos del debate político y del derecho.
En el año 161, Antonino Pío murió dejando como sucesores a dos príncipes que, por primera vez en la historia de Roma, iban a compartir el mando supremo. Marco Aurelio, al que se reconocía la primacía tanto por edad como por virtud, y Lucio Vero, más joven, pero más carismático y popular, estaban dispuestos a prolongar los tiempos de felicidad. Pero la ilusión duró poco.
Vologases, el rey de Partia, creyó que aquel era un buen momento para expulsar a los romanos de Armenia e invadir la provincia romana de Siria. Habría que remontarse a otros tiempos lejanos de la historia de Roma para recordar una crisis semejante. Pero ahora ninguno de los dos emperadores sabía cómo dirigir una guerra. De mutuo acuerdo, ambos soberanos decidieron que Lucio, más joven, fuerte y con mejor salud, partiría para Oriente. Sin embargo, su labor como general en jefe fue decepcionante, según reconocen de forma unánime todos los testimonios antiguos. Más interesado en los entretenimientos festivos y en las bellas cortesanas que en la guerra, Lucio abandonó el mando efectivo de su ejército y lo confió a generales expertos.
Entre ellos destacó Avidio Casio, bajo cuya dirección las tropas romanas no sólo recuperaron el territorio perdido, sino que penetraron hasta el corazón del reino parto, tomando e incendiando su capital, Ctesifonte. La victoria romana fue total, y en el año 166 un exultante Lucio Vero hizo una entrada triunfal en Roma.
Sin embargo, con él y su ejército llegó a Italia una terrible peste, contra la que los escasos recursos médicos se mostraban ineficaces. El propio Vero fue víctima de la epidemia y con él murieron miles de personas, tanto en la capital como por toda Italia. Los campos quedaban despoblados y los que intentaron huir sólo contribuyeron a expandir la infección. La enfermedad se propagaba por Occidente, poniendo en peligro las cosechas, los impuestos, las ciudades y el reclutamiento militar. Además, la consiguiente extensión de la pobreza provocó el auge del bandolerismo. Se necesitarían generaciones para recuperar la salud y la prosperidad perdidas.
El debilitamiento de Roma no pasó desapercibido, sobre todo en la frontera del Danubio, donde se estaba produciendo un profundo cambio en el equilibrio entre el Imperio y los pueblos bárbaros que vivían al otro lado de la frontera. A inicios del siglo II d.C., Roma había conseguido estabilizar aquella enorme región.
En el Rin, la potencia militar romana y los atractivos de su civilización habían conseguido que caucos, marcomanos y catos vivieran en paz con Roma, y mantuvieran además provechosas relaciones comerciales y culturales, mientras que en el Danubio la conquista de Dacia por Trajano –territorio correspondiente a la actual Rumanía– había creado un poderoso baluarte que permitía el control de los pueblos vecinos del norte. Pero los romanos creían que la obra no estaba acabada, pues faltaba dominar la llanura húngara, un territorio regado por el río Tisza que incluía las mejores tierras de cultivo de toda la región y que estaba en manos de un pueblo sármata, los yácigos. No fue Roma, sin embargo, quien tomó la iniciativa de la guerra.
Por esos años, en el lejano Báltico había comenzado un movimiento de pueblos que transformaría la situación de la frontera del Imperio. Las tribus del norte, desconocidas todavía para Roma, empujaron a sus vecinos del sur forzándolos a atravesar el limes romano. Por primera vez desde hacía siglos llegaron a Roma noticias de bárbaros que atravesaban el Danubio con sus familias para instalarse en territorios romanos. Había comenzado la gran migración bárbara, la que siglos más tarde acabaría provocando la ruina del Imperio.
Comprendiendo que se enfrentaban a una auténtica invasión, Marco Aurelio y sus generales decidieron que la mejor respuesta sería una ofensiva militar. Así, en el año 169 el emperador organizó una campaña para conquistar y anexionar la llanura húngara, en la que él mismo llevaría la dirección suprema de las operaciones. Atento siempre al cumplimiento de su deber, en otoño de aquel año abandonó Roma rumbo al norte. La comitiva imperial llegó a Sirmio (la actual Sremska Mitrovica, en Serbia), a orillas del Sava, río tributario del Danubio.
La campaña del año 170 fue un desastre. Mientras los romanos invadían el territorio de los yácigos, éstos atravesaron el Danubio por otros puntos y se dirigieron a Italia. Aquilea fue sitiada y asaltada, y el pánico cundió en toda Italia ante la presencia de los bárbaros. Entonces se hizo patente la debilidad demográfica del Imperio, pues, con los campos y ciudades desiertos, no era posible reclutar más hombres. El emperador y sus generales, desorientados, cometieron el error de dejar desguarnecido el curso inferior del Danubio, al oriente de Dacia, circunstancia que aprovechó otro pueblo, los costobocos, para atravesar Mesia y Tracia e invadir Grecia. Llegaron hasta Atenas, donde asaltaron el santuario de Eleusis, corazón mismo de la religión griega. La noticia de la profanación del santuario de la diosa Deméter corrió por todo el Imperio. Quienes se creían seguros descubrieron ahora que eran vulnerables, y muchas ciudades escribieron al emperador pidiendo permiso para levantar o restaurar sus olvidadas murallas.
Ante la gravedad de la crisis a la que se enfrentaba, el emperador decidió cambiar de táctica. De las zonas de frontera llegaban noticias de que entre los bárbaros muertos se encontraban también mujeres y niños, un síntoma claro de que, más que una invasión, se trataba de un movimiento migratorio en busca de tierras donde instalarse. Y eso mismo, tierras, fue lo que Marco decidió ofrecerles. Esta medida ha hecho que se haya responsabilizado al emperador de haber comenzado la barbarización del Imperio, pero debemos entender sus motivos. Al fin y al cabo, el Imperio sufría de despoblación, que podía verse compensada con la llegada de nuevas masas de pobladores, y además el emperador necesitaba romper la coalición de los distintos pueblos bárbaros para poder concentrar sus fuerzas sobre los auténticos enemigos, los yácigos y los marcomanos. Fue justamente para poder dirigir la guerra contra éstos por lo que Marco Aurelio trasladó el cuartel general a Carnunto, más al norte. Desde allí partieron las incursiones más allá del Danubio que habrían de conducir a la anexión de aquellos territorios. Los progresos de los invasores se conseguían con exasperante lentitud, pero los fuertes romanos empezaban a poblar el país marcomano. En el año 175, la creación de la provincia romana de Marcomania se veía más cerca.
Pero entonces hubo que parar todas las operaciones militares, cuando se sublevó en Oriente Avidio Casio, el antiguo héroe de la guerra en Siria, provincia de la que ahora era gobernador. El emperador tuvo que firmar paces improvisadas en el Danubio y partir urgentemente hacia Siria. La represión de la revuelta fue sencilla, pero tuvo un efecto demoledor en la frontera del Danubio, donde la guerra volvió a estallar en 177, obligando al emperador a regresar. Desde el origen la lucha fue mal para los romanos, como revela el que desaparecieran de las monedas los títulos de Germánico y Sarmático que Marco Aurelio acostumbraba a exhibir como signo de sus victorias. Además, el emperador enfermó, y, creyendo que era la peste, apenas permitía que se le visitase en su campamento de Vindobona. Sabedor de que el fatal desenlace estaba cerca, decidió acelerarlo dejando de comer y beber. Murió al séptimo día de ese ayuno autoimpuesto. Antes había hecho venir, desde Roma, a su hijo Cómodo, apenas un adolescente, para que se hiciera cargo de la herencia, aunque no se hacía ilusiones sobre sus aptitudes políticas. Y, en efecto, Cómodo se apresuró a firmar una paz vergonzante y volvió a Roma, cambiando la guerra en la frontera por el anfiteatro. La edad de oro de los Antoninos había terminado; empezaba ahora, en palabras del historiador Dión Casio, una nueva era de «hierro y óxido».
National Geographic
Corría la década de 170 y Marco Aurelio había superado los cincuenta años. Lejos quedaban sus felices años de juventud, cuando su viva inteligencia y la modestia de su carácter llamaron la atención de su pariente, el emperador Adriano, que hizo que su hijo adoptivo, Antonino Pío, adoptara a su vez al joven Marco. Cuando murió Adriano y subió al trono Antonino Pío, Marco Aurelio estaba cerca de culminar su formación superior y mostraba una marcada inclinación por la filosofía. Por ello, y dado que su largo reinado discurrió en casi completa paz, Antonino Pío creyó que aquel joven destinado al imperio no necesitaría formación militar. Y así, frente a la tradición guerrera de la aristocracia romana, Marco Aurelio fue privado de cualquier experiencia bélica. Quedó en Roma asumiendo magistraturas impropias de su edad y aprendiendo los entresijos del debate político y del derecho.
En el año 161, Antonino Pío murió dejando como sucesores a dos príncipes que, por primera vez en la historia de Roma, iban a compartir el mando supremo. Marco Aurelio, al que se reconocía la primacía tanto por edad como por virtud, y Lucio Vero, más joven, pero más carismático y popular, estaban dispuestos a prolongar los tiempos de felicidad. Pero la ilusión duró poco.
Vologases, el rey de Partia, creyó que aquel era un buen momento para expulsar a los romanos de Armenia e invadir la provincia romana de Siria. Habría que remontarse a otros tiempos lejanos de la historia de Roma para recordar una crisis semejante. Pero ahora ninguno de los dos emperadores sabía cómo dirigir una guerra. De mutuo acuerdo, ambos soberanos decidieron que Lucio, más joven, fuerte y con mejor salud, partiría para Oriente. Sin embargo, su labor como general en jefe fue decepcionante, según reconocen de forma unánime todos los testimonios antiguos. Más interesado en los entretenimientos festivos y en las bellas cortesanas que en la guerra, Lucio abandonó el mando efectivo de su ejército y lo confió a generales expertos.
Entre ellos destacó Avidio Casio, bajo cuya dirección las tropas romanas no sólo recuperaron el territorio perdido, sino que penetraron hasta el corazón del reino parto, tomando e incendiando su capital, Ctesifonte. La victoria romana fue total, y en el año 166 un exultante Lucio Vero hizo una entrada triunfal en Roma.
Sin embargo, con él y su ejército llegó a Italia una terrible peste, contra la que los escasos recursos médicos se mostraban ineficaces. El propio Vero fue víctima de la epidemia y con él murieron miles de personas, tanto en la capital como por toda Italia. Los campos quedaban despoblados y los que intentaron huir sólo contribuyeron a expandir la infección. La enfermedad se propagaba por Occidente, poniendo en peligro las cosechas, los impuestos, las ciudades y el reclutamiento militar. Además, la consiguiente extensión de la pobreza provocó el auge del bandolerismo. Se necesitarían generaciones para recuperar la salud y la prosperidad perdidas.
El debilitamiento de Roma no pasó desapercibido, sobre todo en la frontera del Danubio, donde se estaba produciendo un profundo cambio en el equilibrio entre el Imperio y los pueblos bárbaros que vivían al otro lado de la frontera. A inicios del siglo II d.C., Roma había conseguido estabilizar aquella enorme región.
En el Rin, la potencia militar romana y los atractivos de su civilización habían conseguido que caucos, marcomanos y catos vivieran en paz con Roma, y mantuvieran además provechosas relaciones comerciales y culturales, mientras que en el Danubio la conquista de Dacia por Trajano –territorio correspondiente a la actual Rumanía– había creado un poderoso baluarte que permitía el control de los pueblos vecinos del norte. Pero los romanos creían que la obra no estaba acabada, pues faltaba dominar la llanura húngara, un territorio regado por el río Tisza que incluía las mejores tierras de cultivo de toda la región y que estaba en manos de un pueblo sármata, los yácigos. No fue Roma, sin embargo, quien tomó la iniciativa de la guerra.
Por esos años, en el lejano Báltico había comenzado un movimiento de pueblos que transformaría la situación de la frontera del Imperio. Las tribus del norte, desconocidas todavía para Roma, empujaron a sus vecinos del sur forzándolos a atravesar el limes romano. Por primera vez desde hacía siglos llegaron a Roma noticias de bárbaros que atravesaban el Danubio con sus familias para instalarse en territorios romanos. Había comenzado la gran migración bárbara, la que siglos más tarde acabaría provocando la ruina del Imperio.
Comprendiendo que se enfrentaban a una auténtica invasión, Marco Aurelio y sus generales decidieron que la mejor respuesta sería una ofensiva militar. Así, en el año 169 el emperador organizó una campaña para conquistar y anexionar la llanura húngara, en la que él mismo llevaría la dirección suprema de las operaciones. Atento siempre al cumplimiento de su deber, en otoño de aquel año abandonó Roma rumbo al norte. La comitiva imperial llegó a Sirmio (la actual Sremska Mitrovica, en Serbia), a orillas del Sava, río tributario del Danubio.
La campaña del año 170 fue un desastre. Mientras los romanos invadían el territorio de los yácigos, éstos atravesaron el Danubio por otros puntos y se dirigieron a Italia. Aquilea fue sitiada y asaltada, y el pánico cundió en toda Italia ante la presencia de los bárbaros. Entonces se hizo patente la debilidad demográfica del Imperio, pues, con los campos y ciudades desiertos, no era posible reclutar más hombres. El emperador y sus generales, desorientados, cometieron el error de dejar desguarnecido el curso inferior del Danubio, al oriente de Dacia, circunstancia que aprovechó otro pueblo, los costobocos, para atravesar Mesia y Tracia e invadir Grecia. Llegaron hasta Atenas, donde asaltaron el santuario de Eleusis, corazón mismo de la religión griega. La noticia de la profanación del santuario de la diosa Deméter corrió por todo el Imperio. Quienes se creían seguros descubrieron ahora que eran vulnerables, y muchas ciudades escribieron al emperador pidiendo permiso para levantar o restaurar sus olvidadas murallas.
Ante la gravedad de la crisis a la que se enfrentaba, el emperador decidió cambiar de táctica. De las zonas de frontera llegaban noticias de que entre los bárbaros muertos se encontraban también mujeres y niños, un síntoma claro de que, más que una invasión, se trataba de un movimiento migratorio en busca de tierras donde instalarse. Y eso mismo, tierras, fue lo que Marco decidió ofrecerles. Esta medida ha hecho que se haya responsabilizado al emperador de haber comenzado la barbarización del Imperio, pero debemos entender sus motivos. Al fin y al cabo, el Imperio sufría de despoblación, que podía verse compensada con la llegada de nuevas masas de pobladores, y además el emperador necesitaba romper la coalición de los distintos pueblos bárbaros para poder concentrar sus fuerzas sobre los auténticos enemigos, los yácigos y los marcomanos. Fue justamente para poder dirigir la guerra contra éstos por lo que Marco Aurelio trasladó el cuartel general a Carnunto, más al norte. Desde allí partieron las incursiones más allá del Danubio que habrían de conducir a la anexión de aquellos territorios. Los progresos de los invasores se conseguían con exasperante lentitud, pero los fuertes romanos empezaban a poblar el país marcomano. En el año 175, la creación de la provincia romana de Marcomania se veía más cerca.
Pero entonces hubo que parar todas las operaciones militares, cuando se sublevó en Oriente Avidio Casio, el antiguo héroe de la guerra en Siria, provincia de la que ahora era gobernador. El emperador tuvo que firmar paces improvisadas en el Danubio y partir urgentemente hacia Siria. La represión de la revuelta fue sencilla, pero tuvo un efecto demoledor en la frontera del Danubio, donde la guerra volvió a estallar en 177, obligando al emperador a regresar. Desde el origen la lucha fue mal para los romanos, como revela el que desaparecieran de las monedas los títulos de Germánico y Sarmático que Marco Aurelio acostumbraba a exhibir como signo de sus victorias. Además, el emperador enfermó, y, creyendo que era la peste, apenas permitía que se le visitase en su campamento de Vindobona. Sabedor de que el fatal desenlace estaba cerca, decidió acelerarlo dejando de comer y beber. Murió al séptimo día de ese ayuno autoimpuesto. Antes había hecho venir, desde Roma, a su hijo Cómodo, apenas un adolescente, para que se hiciera cargo de la herencia, aunque no se hacía ilusiones sobre sus aptitudes políticas. Y, en efecto, Cómodo se apresuró a firmar una paz vergonzante y volvió a Roma, cambiando la guerra en la frontera por el anfiteatro. La edad de oro de los Antoninos había terminado; empezaba ahora, en palabras del historiador Dión Casio, una nueva era de «hierro y óxido».
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