Durante cuatro siglos, miles de legionarios defendieron la frontera más remota del Imperio, hasta que, tras las grandes invasiones bárbaras, Britania quedó abandonada a su suerte
En torno al año 410, los habitantes de las ciudades de Britania se dirigieron al emperador de Roma, Honorio, para suplicarle que los asistiera frente a los ataques de los bárbaros que asolaban sus tierras. Sin embargo, en el rescripto que les envió en respuesta, Honorio les dijo que lo único que podía hacer era conminarlos a «defenderse por ellos mismos». El emperador admitía así que no tenía capacidad para despachar tropas a un territorio tan alejado y que, por tanto, no podía ejercer una autoridad real sobre su antigua provincia. Era el reconocimiento de que el dominio de Roma sobre Britania había llegado a su fin. Ese dominio romano en la isla había comenzado cuatro siglos antes. Tras los intentos de conquista de César en 55 y 54 a.C., fue el emperador Claudio quien, en el año 43 d.C., culminó la expansión de Roma más allá del canal de la Mancha. La conquista no resultó fácil, y en cuatro años las fuerzas romanas sólo habían conquistado el centro de la isla, sin llegar a dominar totalmente a las belicosas tribus que lo ocupaban. Ni siquiera el establecimiento de tres legiones en Lincoln, Exeter y Gloucester, conectadas por calzadas que atravesaban la isla, consiguió doblegar la voluntad de los nativos, que se opusieron con firmeza a los invasores. En los años siguientes se produjo una sucesión de rebeliones de los distintos pueblos celtas, desde la insurrección de la reina Boudica, en el año 60, a la de los habitantes de York en el año 115.
Además, en Caledonia, como denominaban los romanos al territorio de la actual Escocia, surgieron pueblos que se revelaron como un enemigo constante de Roma, en particular los pictos, llamados así seguramente por los tatuajes de vivos colores que cubrían su cuerpo. Para conjurar sus incursiones, el emperador Adriano y su sucesor Antonino Pío construyeron sendas barreras en la primera mitad del siglo II: el muro de Adriano y el muro de Antonino, que separaban Britania del belicoso norte. Pero estas invasiones no cesaron jamás, hasta el punto de que el emperador Septimio Severo murió en Britania, víctima de la gota, en el transcurso de una campaña contra los bárbaros, en 211. No hay duda de que la larga crisis que sufrió el Imperio romano en el siglo III repercutió fuertemente en Britania, dejándola más expuesta a las amenazas de invasiones y saqueos, y convirtiéndola también en teatro de conspiraciones militares contra el poder imperial. En las dos últimas décadas del siglo, cuando el Imperio era gobernado por la tetrarquía –dos emperadores principales, llamados augustos, y dos subordinados, denominados césares–, el césar Constancio Cloro acudió a Britania para aplastar las sublevaciones del gobernador Carausio y de su lugarteniente Alecto. Durante su breve estancia, Constanció ordenó reconstruir el muro de Adriano y también llevó a cabo una reforma administrativa de Britania, que quedó dividida en cuatro provincias. Igualmente fue entonces cuando se realizó una profunda reforma del ejército romano en Britania; las tropas de campaña quedaron al mando de un conde o comes Britanniarum, la máxima autoridad militar, mientras que las guarniciones fronterizas eran dirigidas por un duque, el dux Britanniarum. El propio Constancio llevó a cabo una campaña victoriosa contra los pictos.
Sin embargo, la amenaza no venía únicamente por tierra, sino también por mar, con las repetidas incursiones de piratas escotos –procedentes de Irlanda y que fueron estableciéndose en tierras de la actual Escocia– y de sajones, quienes, al modo de los vikingos de unos siglos después, protagonizaron expediciones de saqueo desde el norte de Alemania y Dinamarca. Estos ataques, que hicieron que la costa suroriental de Inglaterra pasara a denominarse Costa Sajona (Saxon Shore), llevaron a la creación del cargo de «conde de la costa sajona», comes litoris Saxonici, un oficial que mandaba una flota en el Canal y controlaba una red de fortificaciones costeras destinadas a impedir la entrada de sajones en la isla. Vegecio, un escritor romano del siglo IV, cuenta que el canal de la Mancha estaba patrullado por pequeños navíos de guerra, los cuales se servían incluso de un sistema de camuflaje consistente en pintar de azul las velas, las jarcias y hasta los uniformes de los marinos. Su objetivo era sorprender a los asaltantes cuando éstos se aproximaban a su objetivo o se disponían a retirarse.
En el siglo IV, los ataques de los bárbaros no se interrumpieron en ningún momento. La mayor amenaza ocurrió durante la llamada Gran Conspiración, en el año 367, cuando ciertas tropas romanas denominadas areani, formadas por nativos, abrieron las puertas del muro de Adriano a los pictos, a la vez que, desde Irlanda, los escotos asaltaban el oeste de Britania y los sajones, desde Alemania, desembarcaban en la Costa Sajona. Durante más de un año todos ellos saquearon la isla y masacraron a la mayor parte de las tropas romanas, amenazando con acabar con el poder imperial en Britania. La reacción del emperador Valentiniano I no se hizo esperar y envió en calidad de conde de Britania a Teodosio el Viejo, padre del futuro emperador homónimo, al frente de cuatro legiones.
En tan sólo un año, Teodosio consiguió dominar la situación. Perdonando a los desertores para confiarles la custodia de las ciudades, dirigió a sus tropas contra los desprevenidos contingentes bárbaros hasta conseguir una victoria total. Después de esto, restauró ciudades y fortificaciones y creó una nueva provincia –llamada Valentia en honor del emperador–, al tiempo que disolvía las unidades de areani en castigo por su traición. Lo que no pudo evitar fue que los piratas escotos se asentaran en el oeste de la isla de un modo estable.
Entre los servidores –los llamados clientes– que Teodosio el Viejo llevó a Britania se hallaba muy probablemente un hispano llamado Máximo, quien lo seguiría luego en las campañas que el emperador llevó a cabo en Galia, Recia y África. Cuando Teodosio cayó en desgracia en el año 376, parece que Máximo regresó a Britania, donde ostentó el cargo de duque o conde de la isla. En 383, cuando se produjo una nueva oleada de ataques combinados de escotos, pictos y sajones, Máximo se distinguió en el combate y logró repeler a los invasores.
Y fueron precisamente sus méritos en batalla los que motivaron que fuera aclamado como augusto por parte de sus soldados.
Para hacer valer su pretensión, Máximo trasladó sus mejores tropas a Galia, donde derrotó a Graciano y se erigió en emperador de Britania, Galia e Hispania, con la connivencia forzosa de Teodosio el Joven, el hijo de su antiguo patrono. Envalentonado por sus éxitos, Máximo nombró césar a su hijo Víctor y pretendió invadir Italia, pero, tras ser derrotado por Teodosio en el año 388 en dos batallas libradas en el actual territorio de Eslovenia y Crocia, murió a manos de sus propias tropas, que entregaron su cabeza al emperador de Oriente y poco después ajusticiaron a Víctor.
La peripecia de Máximo tuvo graves consecuencias para Britania. Gildas, autor de la más antigua crónica de los britanos, escrita en el siglo VI, comenta que entonces «Britania quedó privada de todos sus soldados y ejércitos y de la flor de su juventud, que se fue con Máximo, pero que nunca volvió». De hecho, data de esta época el establecimiento masivo de britanos –la «flor de la juventud» citada por el cronista– en Armórica, en el norte de Francia, región que recibiría el nombre de Bretaña.
Según el mismo Gildas, Britania quedó así expuesta a los asaltos de los diversos pueblos que parecían estrechar sobre ella un cerco mortal: «Profundamente ignorante como era del arte de la guerra, gimió atónita bajo la crueldad de dos naciones extranjeras, los escotos del noroeste y los pictos del norte». El recuerdo de la figura de Máximo, en todo caso, se mantuvo largo tiempo entre los pueblos de Britania; es significativo que en el Mabinogion, conjunto de relatos épicos galeses, Máximo aparezca con el nombre de Maxen Wledig, casado con la noble britana Elena y bajo el aspecto del «más hermoso y sabio de los hombres y el más adecuado para ser emperador de todos los que lo habían sido antes que él».
A principios del siglo V, la desesperada situación del Imperio de Occidente, asediado por los pueblos germanos en la frontera del Danubio, tuvo una directa repercusión en Britania. En el año 402, Estilicón, el todopoderoso general del emperador Honorio, decidió retirar parte de los efectivos britanos para cubrir las fronteras renana y danubiana, aunque no logró impedir que cuatro años más tarde vándalos, alanos y suevos atravesaran en masa el Rin helado. Britania, primero desguarnecida, quedaba ahora aislada del resto del mundo romano. En ese contexto, en el año 407 un soldado raso de servicio en Britania, llamado Constantino, protagonizó una sublevación para adueñarse del Imperio. Acompañado por todas las tropas romanas que quedaban en Britania, marchó al continente para defender su candidatura. Su aventura duró cuatro años, hasta que fue derrotado y ejecutado por el nuevo general de confianza de Honorio, Constancio. A diferencia de Máximo, Gildas no se formó muy buena opinión de Constantino, a quien califica de «tiránico cachorro de la impura leona de Damnonia» y le acusa de no ignorar la «hórrida abominación» en que quedó sumida Britania tras la marcha del grueso de las tropas romanas.
Este traslado de las tropas, al igual que el abandono definitivo del muro de Adriano, significó la desaparición de la autoridad imperial en Britania; aún más después de que los propios britanos expulsaran a los pocos funcionarios imperiales que quedaban en el año 409. Fue por entonces cuando Honorio, recluido en Ravena y con Alarico saqueando Roma, escribió el mencionado rescripto a los britanos para anunciarles que no podía ofrecer ayuda alguna a una provincia tan distante.
Sin embargo, los britanos siguieron considerándose romanos y durante varias décadas llevaron a cabo lo que Honorio les había recomendado: defenderse a sí mismos. Organizados en pequeños reinos locales, se refugiaron tras las murallas de sus ciudades al tiempo que trataban de reforzar las barreras defensivas contra los invasores. Algunos estudiosos consideran que entre los britanos surgieron líderes capaces de organizar la resistencia frente a las incursiones de pictos y sajones: alguien parecido al Arturo que en la leyenda medieval se presentaba como un duque de los britanos en lucha contra los invasores bárbaros. Sin embargo, en el paso del siglo V al VI la presión de los pueblos germánicos –sajones, anglos y jutos–, instalados en creciente número en el este de la isla, hizo insostenible esa resistencia y empezó a alumbrar a una nueva sociedad: la de la Inglaterra anglosajona.
Para saber más:
La caída del Imperio romano. El ocaso de Occidente. Adrian Goldsworthy. La Esfera de los Libros, Madrid, 2009.
Emperadores y bárbaros. Peter Heather. Crítica, Barcelona, 2010.
El águila en la nieve. Wallace Breem. Alamut, Madrid, 2008.
National Geographic
En torno al año 410, los habitantes de las ciudades de Britania se dirigieron al emperador de Roma, Honorio, para suplicarle que los asistiera frente a los ataques de los bárbaros que asolaban sus tierras. Sin embargo, en el rescripto que les envió en respuesta, Honorio les dijo que lo único que podía hacer era conminarlos a «defenderse por ellos mismos». El emperador admitía así que no tenía capacidad para despachar tropas a un territorio tan alejado y que, por tanto, no podía ejercer una autoridad real sobre su antigua provincia. Era el reconocimiento de que el dominio de Roma sobre Britania había llegado a su fin. Ese dominio romano en la isla había comenzado cuatro siglos antes. Tras los intentos de conquista de César en 55 y 54 a.C., fue el emperador Claudio quien, en el año 43 d.C., culminó la expansión de Roma más allá del canal de la Mancha. La conquista no resultó fácil, y en cuatro años las fuerzas romanas sólo habían conquistado el centro de la isla, sin llegar a dominar totalmente a las belicosas tribus que lo ocupaban. Ni siquiera el establecimiento de tres legiones en Lincoln, Exeter y Gloucester, conectadas por calzadas que atravesaban la isla, consiguió doblegar la voluntad de los nativos, que se opusieron con firmeza a los invasores. En los años siguientes se produjo una sucesión de rebeliones de los distintos pueblos celtas, desde la insurrección de la reina Boudica, en el año 60, a la de los habitantes de York en el año 115.
Además, en Caledonia, como denominaban los romanos al territorio de la actual Escocia, surgieron pueblos que se revelaron como un enemigo constante de Roma, en particular los pictos, llamados así seguramente por los tatuajes de vivos colores que cubrían su cuerpo. Para conjurar sus incursiones, el emperador Adriano y su sucesor Antonino Pío construyeron sendas barreras en la primera mitad del siglo II: el muro de Adriano y el muro de Antonino, que separaban Britania del belicoso norte. Pero estas invasiones no cesaron jamás, hasta el punto de que el emperador Septimio Severo murió en Britania, víctima de la gota, en el transcurso de una campaña contra los bárbaros, en 211. No hay duda de que la larga crisis que sufrió el Imperio romano en el siglo III repercutió fuertemente en Britania, dejándola más expuesta a las amenazas de invasiones y saqueos, y convirtiéndola también en teatro de conspiraciones militares contra el poder imperial. En las dos últimas décadas del siglo, cuando el Imperio era gobernado por la tetrarquía –dos emperadores principales, llamados augustos, y dos subordinados, denominados césares–, el césar Constancio Cloro acudió a Britania para aplastar las sublevaciones del gobernador Carausio y de su lugarteniente Alecto. Durante su breve estancia, Constanció ordenó reconstruir el muro de Adriano y también llevó a cabo una reforma administrativa de Britania, que quedó dividida en cuatro provincias. Igualmente fue entonces cuando se realizó una profunda reforma del ejército romano en Britania; las tropas de campaña quedaron al mando de un conde o comes Britanniarum, la máxima autoridad militar, mientras que las guarniciones fronterizas eran dirigidas por un duque, el dux Britanniarum. El propio Constancio llevó a cabo una campaña victoriosa contra los pictos.
Sin embargo, la amenaza no venía únicamente por tierra, sino también por mar, con las repetidas incursiones de piratas escotos –procedentes de Irlanda y que fueron estableciéndose en tierras de la actual Escocia– y de sajones, quienes, al modo de los vikingos de unos siglos después, protagonizaron expediciones de saqueo desde el norte de Alemania y Dinamarca. Estos ataques, que hicieron que la costa suroriental de Inglaterra pasara a denominarse Costa Sajona (Saxon Shore), llevaron a la creación del cargo de «conde de la costa sajona», comes litoris Saxonici, un oficial que mandaba una flota en el Canal y controlaba una red de fortificaciones costeras destinadas a impedir la entrada de sajones en la isla. Vegecio, un escritor romano del siglo IV, cuenta que el canal de la Mancha estaba patrullado por pequeños navíos de guerra, los cuales se servían incluso de un sistema de camuflaje consistente en pintar de azul las velas, las jarcias y hasta los uniformes de los marinos. Su objetivo era sorprender a los asaltantes cuando éstos se aproximaban a su objetivo o se disponían a retirarse.
En el siglo IV, los ataques de los bárbaros no se interrumpieron en ningún momento. La mayor amenaza ocurrió durante la llamada Gran Conspiración, en el año 367, cuando ciertas tropas romanas denominadas areani, formadas por nativos, abrieron las puertas del muro de Adriano a los pictos, a la vez que, desde Irlanda, los escotos asaltaban el oeste de Britania y los sajones, desde Alemania, desembarcaban en la Costa Sajona. Durante más de un año todos ellos saquearon la isla y masacraron a la mayor parte de las tropas romanas, amenazando con acabar con el poder imperial en Britania. La reacción del emperador Valentiniano I no se hizo esperar y envió en calidad de conde de Britania a Teodosio el Viejo, padre del futuro emperador homónimo, al frente de cuatro legiones.
En tan sólo un año, Teodosio consiguió dominar la situación. Perdonando a los desertores para confiarles la custodia de las ciudades, dirigió a sus tropas contra los desprevenidos contingentes bárbaros hasta conseguir una victoria total. Después de esto, restauró ciudades y fortificaciones y creó una nueva provincia –llamada Valentia en honor del emperador–, al tiempo que disolvía las unidades de areani en castigo por su traición. Lo que no pudo evitar fue que los piratas escotos se asentaran en el oeste de la isla de un modo estable.
Entre los servidores –los llamados clientes– que Teodosio el Viejo llevó a Britania se hallaba muy probablemente un hispano llamado Máximo, quien lo seguiría luego en las campañas que el emperador llevó a cabo en Galia, Recia y África. Cuando Teodosio cayó en desgracia en el año 376, parece que Máximo regresó a Britania, donde ostentó el cargo de duque o conde de la isla. En 383, cuando se produjo una nueva oleada de ataques combinados de escotos, pictos y sajones, Máximo se distinguió en el combate y logró repeler a los invasores.
Y fueron precisamente sus méritos en batalla los que motivaron que fuera aclamado como augusto por parte de sus soldados.
Para hacer valer su pretensión, Máximo trasladó sus mejores tropas a Galia, donde derrotó a Graciano y se erigió en emperador de Britania, Galia e Hispania, con la connivencia forzosa de Teodosio el Joven, el hijo de su antiguo patrono. Envalentonado por sus éxitos, Máximo nombró césar a su hijo Víctor y pretendió invadir Italia, pero, tras ser derrotado por Teodosio en el año 388 en dos batallas libradas en el actual territorio de Eslovenia y Crocia, murió a manos de sus propias tropas, que entregaron su cabeza al emperador de Oriente y poco después ajusticiaron a Víctor.
La peripecia de Máximo tuvo graves consecuencias para Britania. Gildas, autor de la más antigua crónica de los britanos, escrita en el siglo VI, comenta que entonces «Britania quedó privada de todos sus soldados y ejércitos y de la flor de su juventud, que se fue con Máximo, pero que nunca volvió». De hecho, data de esta época el establecimiento masivo de britanos –la «flor de la juventud» citada por el cronista– en Armórica, en el norte de Francia, región que recibiría el nombre de Bretaña.
Según el mismo Gildas, Britania quedó así expuesta a los asaltos de los diversos pueblos que parecían estrechar sobre ella un cerco mortal: «Profundamente ignorante como era del arte de la guerra, gimió atónita bajo la crueldad de dos naciones extranjeras, los escotos del noroeste y los pictos del norte». El recuerdo de la figura de Máximo, en todo caso, se mantuvo largo tiempo entre los pueblos de Britania; es significativo que en el Mabinogion, conjunto de relatos épicos galeses, Máximo aparezca con el nombre de Maxen Wledig, casado con la noble britana Elena y bajo el aspecto del «más hermoso y sabio de los hombres y el más adecuado para ser emperador de todos los que lo habían sido antes que él».
A principios del siglo V, la desesperada situación del Imperio de Occidente, asediado por los pueblos germanos en la frontera del Danubio, tuvo una directa repercusión en Britania. En el año 402, Estilicón, el todopoderoso general del emperador Honorio, decidió retirar parte de los efectivos britanos para cubrir las fronteras renana y danubiana, aunque no logró impedir que cuatro años más tarde vándalos, alanos y suevos atravesaran en masa el Rin helado. Britania, primero desguarnecida, quedaba ahora aislada del resto del mundo romano. En ese contexto, en el año 407 un soldado raso de servicio en Britania, llamado Constantino, protagonizó una sublevación para adueñarse del Imperio. Acompañado por todas las tropas romanas que quedaban en Britania, marchó al continente para defender su candidatura. Su aventura duró cuatro años, hasta que fue derrotado y ejecutado por el nuevo general de confianza de Honorio, Constancio. A diferencia de Máximo, Gildas no se formó muy buena opinión de Constantino, a quien califica de «tiránico cachorro de la impura leona de Damnonia» y le acusa de no ignorar la «hórrida abominación» en que quedó sumida Britania tras la marcha del grueso de las tropas romanas.
Este traslado de las tropas, al igual que el abandono definitivo del muro de Adriano, significó la desaparición de la autoridad imperial en Britania; aún más después de que los propios britanos expulsaran a los pocos funcionarios imperiales que quedaban en el año 409. Fue por entonces cuando Honorio, recluido en Ravena y con Alarico saqueando Roma, escribió el mencionado rescripto a los britanos para anunciarles que no podía ofrecer ayuda alguna a una provincia tan distante.
Sin embargo, los britanos siguieron considerándose romanos y durante varias décadas llevaron a cabo lo que Honorio les había recomendado: defenderse a sí mismos. Organizados en pequeños reinos locales, se refugiaron tras las murallas de sus ciudades al tiempo que trataban de reforzar las barreras defensivas contra los invasores. Algunos estudiosos consideran que entre los britanos surgieron líderes capaces de organizar la resistencia frente a las incursiones de pictos y sajones: alguien parecido al Arturo que en la leyenda medieval se presentaba como un duque de los britanos en lucha contra los invasores bárbaros. Sin embargo, en el paso del siglo V al VI la presión de los pueblos germánicos –sajones, anglos y jutos–, instalados en creciente número en el este de la isla, hizo insostenible esa resistencia y empezó a alumbrar a una nueva sociedad: la de la Inglaterra anglosajona.
Para saber más:
La caída del Imperio romano. El ocaso de Occidente. Adrian Goldsworthy. La Esfera de los Libros, Madrid, 2009.
Emperadores y bárbaros. Peter Heather. Crítica, Barcelona, 2010.
El águila en la nieve. Wallace Breem. Alamut, Madrid, 2008.
National Geographic
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