Los romanos nunca entendieron el motivo de que su gran enemigo no hubiera intentado destruir Roma tras la batalla de Cannas y perpetuaron la imagen de un Aníbal a las puertas de la ciudad acobardado por el poder romano. Nada más lejos de la realidad.
Al final de su vida Aníbal Barca se vio obligado a exiliarse de Cartago y refugiarse en el Imperio Seleúcita. Allí sirvió como consejero militar y tuvo ocasión de encontrarse una vez más con su gran enemigo, Publio Cornelio Escipión «El Africano», en un ambiente lejos de los campos de batalla. Los viejos rivales tuvieron una despreocupada discusión en Éfeso sobre quién era el mejor general de la historia. La respuesta de Aníbal fue inmediata: «Alejandro Magno». Escipión estuvo de acuerdo, poniendo igualmente a Alejandro en primera posición. Después, preguntó a Aníbal a quién colocaría segundo. Éste respondió que a Pirro, porque consideraba que la primera virtud de un general era la audacia.
Escipión insistió tal vez buscándose en la lista. Aníbal no le dio esta satisfacción: «Yo mismo, en mi juventud he conquistado Hispania y atravesado los Alpes con un ejército, hechos que han sucedido por primera vez desde Heracles. He atravesado Italia y habéis temblado de terror, obligándoos a abandonar cuatrocientas de vuestras poblaciones, y a menudo he amenazado vuestra ciudad con extremo peligro, todo ello sin recibir dinero ni refuerzos de Cartago». Como el general romano vio que el púnico estaba dispuesto a seguir autopromocionándose, dijo riendo: «¿En qué posición te colocarías, Aníbal, si no hubieras sido derrotado por mí?». Aníbal notó sus celos y respondió: «En ese caso me habría colocado por delante de Alejandro».
La ofensiva militar de Aníbal Barca contra la República de Roma marcó a varias generaciones de romanos, como lo había hecho Alejandro en el imaginario heleno. Aníbal cruzó los Alpes en noviembre del año 218 a.C. y cayó con violencia sobre la Italia septentrional. Los romanos no estaban acostumbrados a un ataque de esas características, y menos procedente de Cartago, que en la Primera Guerra Púnica se había limitado a una estrategia comedida y concentrada en Hispania. ¿Quién era ese genio inesperado capaz de dar un vuelco a la suerte de Cartago?
No era un hombre sino un rayo, pues «Barca» no era un apellido sino un apelativo de barqä («rayo», en lengua púnica). Hijo del general Amílcar Barca y de su mujer ibérica, Aníbal se crió en el ambiente helenístico propio de Cartago, una vieja colonia fenicia que había evolucionado hasta convertirse en un potente imperio con presencia en la Península Ibérica. Se sabe que aprendió de un preceptor espartano, llamado Sosilos, las letras griegas, y que juró a los 11 años que nunca sería amigo de Roma y emplearía «el fuego y el hierro para romper el destino» de esta ciudad. Así lo empezó a hacer con la conquista en el año 219 a.C de Sagunto, ciudad española aliada de Roma, cuyo ataque precipitó una nueva guerra entre las dos grandes potencias mediterráneas, la República de Roma contra Cartago.
La respuesta de Roma fue inmediata: se preparó para llevar la guerra a África y a la Península Ibérica. Uno de los dos cónsules de ese año se dirigió a Sicilia a preparar un ataque sobre la propia Cartago, mientras el otro cónsul, Publio Cornelio Escipión (el padre de «El Africano»), se dirigió al encuentro de los hermanos Barca en la Península. No obstante, los planes de Aníbal iban más allá de combatir en España. Ante la sorpresa general, decidió invadir Roma por tierra, en parte obligado por la inferioridad naval y las dificultades financieras para armar una armada. Aníbal partió con un ejército compuesto por 90.000 soldados de infantería, 12.000 jinetes y 37 elefantes, que fue incrementándose al principio del camino con tropas celtas y galas, que también se sumaron a la ofensiva contra Roma. En su ausencia, confió el gobierno de España a su hermano Asdrúbal.
Escipión se enteró en Massilia (Marsella) de que Aníbal ya se encaminaba hacia Roma. La presencia cercana de las tropas romanas obligó a Aníbal a entrar en Italia atravesando los Alpes con ayuda de guías indígenas. La travesía, que tuvo lugar en invierno, se desarrolló en quince días, pero el precio pagado en vidas humanas fue muy alto, ya que al llegar a la altura de Turín tan solo quedaban vivos 20.000 infantes, 6.000 jinetes y un elefante. Aníbal, además, perdió su ojo derecho a causa de una infección durante el dificultoso trayecto.
En las cercanías de Verceil, Escipión trató de cerrar el paso a las fuerzas invasoras y sufrió una grave derrota a manos de la caballería púnica. A continuación, su colega en el consulado, Sempronio Longo, unió su ejército a los restos del de Escipión y se enfrentó al cartaginés en Trebia, donde fue derrotado de forma estrepitosa. Al año siguiente fue Aníbal el que emboscó a uno de los cónsules, Flaminio, que pereció junto a 15.000 hombres. El genio militar había llegado a Italia para quedarse.
Las bajas romanas fueron aterradoras en esa fase de la Segunda Guerra Púnica y Aníbal demostró con creces que –como señala Adrian Goldsworthy en su libro «Grandes generales del ejército romano» (Ariel)– «era uno de los comandantes más capaces de la Antigüedad y comandaba un ejército superior en todos los aspectos a las inexpertas legiones romanas». La ferocidad del ataque de Aníbal colocó a Roma a las puertas de la derrota total y obligó a la República a recurrir a dos veteranos, Fabio Máximo y Marco Claudio Marcelo, que ni siquiera estaban en edad de disponer de mando directo sobre el terreno. Las reglas de ese tipo estaban para saltárselas en casos de emergencia.
Ninguno de los dos consiguió infligir una derrota decisiva a Aníbal pero al menos salvaron la ciudad cuando todo parecía perdido. Tras la muerte de Flaminio, Fabio Máximo fue nombrado dictador con imperium supremo para hacerse cargo de la defensa de Roma, que se encontraba completamente a merced del avance cartaginés. Fabio Máximo evitó trabar combate con Aníbal, si bien consiguió debilitarle lentamente aprovechando la dificultad que tenía de recibir refuerzos y suministros. Cuando Fabio Máximo llevaba seis meses como dictador, renunció al cargo al considerar que había logrado su objetivo de alejar la amenaza sobre Roma. Al año siguiente, no en vano, Roma perdió cualquier ventaja adquirida y se situó exactamente al borde del precipicio tras el desastre de Cannas.
La más famosa de las batallas de la antigüedad tuvo lugar el 2 de agosto del 216 a.C. Aníbal venció a un ejército muy superior en número al suyo empleando una táctica envolvente y aprovechando las condiciones del terreno (estrecho y plano). Colocó en el centro a su infantería hispana y gala en un semicírculo convexo, poniendo en las alas a su infantería africana. El círculo de hombres se expandió , antes de cerrarse lentamente. Como resultado, las fuerzas de Aníbal causaron cerca de 50.000 muertos, entre los que figuraba el cónsul Lucio Emilio Paulo, dos ex-cónsules, dos cuestores, una treintena de tribunos militares y 80 senadores. Su movimiento en tenaza ha sido un recurrente objeto de análisis de la Historia Militar, siendo aplicado por los alemanes tanto en la Primera Guerra Mundial como en la Segunda.
La ciudad de Roma quedó, definitivamente, a la espera de que el cartaginés se decidiera a asediarla, lo cual jamás hizo. «Los dioses no han concedido al mismo hombre todos sus dones; sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovecharte de la victoria», afirmó según la leyenda Maharbal, fiel lugarteniente de Aníbal. Los romanos nunca entendieron el motivo por el qué no intentó destruir la ciudad y perpetuaron la imagen de un Aníbal a las puertas de la ciudad acobardado por el poder romano. Lo cierto es que el genio militar no contaba con el equipamiento ni los suministros necesarios para acometer una empresa así. Su situación en la Península itálica era precaria, siendo su principal objetivo derrotar a Roma aislándola diplomáticamente y debilitando su poder frente a sus aliados latinos. Tras la batalla, Aníbal desplegó una intensa labor diplomática en el sur de Italia aprovechando el efecto de su victoria. Pactó con varias ciudades italianas y garantizó su autonomía con el fin de establecer un protectorado en el sur de Italia y Sicilia.
Tal vez con lo que Aníbal no contaba era la rápida capacidad de rehacerse de su enemigo. Roma contestó poniendo al frente de la República en el año 214 a.C. de nuevo a Fabio Máximo y al también veterano Claudio Marcelo. El escudo y la espada de Roma, como fueron apodados, contuvieron la herida de la ciudad a la espera de que la incursión de Aníbal perdiera fuerza. Lejos de sus bases de avituallamiento, sin posibilidad de recibir refuerzos, ya que su hermano Asdrúbal había sido derrotado y muerto por Claudio Nerón en la batalla de Metauro en 207 a.C, el ejército de Aníbal quedó aislado e inmovilizado en la Italia meridional durante varios años, situación que aprovecharon los romanos para contraatacar. Precisamente fue esa nueva generación de romanos, con Claudio Nerón y Publio Cornelio Escipión «El Africano», que estuvo presente en Cannas con un cargo menor, la que dio el golpe definitivo a Aníbal en los siguientes años.
Como había buscado sin éxito su padre, «El Africano» trasladó la guerra a Hispania y expulsó de allí a los cartagineses. Sus esfuerzos obligaron a Aníbal a regresar a África, donde fue vencido en la batalla de Zama, en el 202 a.C. A consecuencia de esta derrota, Cartago se vio obligada a firmar una paz humillante, que puso fin al sueño cartaginés de crear un gran imperio en el Mediterráneo occidental.
Pero Aníbal no se dio por vencido. Intentó reconstruir el poder militar cartaginés, pero, perseguido por los romanos y acosado por sus enemigos en el Senado de Cartago, tuvo que huir y refugiarse en la corte de Antíoco III de Siria. Fue la primera de las muchas etapas de su largo exilio, donde el más emblemático enemigo de Roma fue agasajado por distintos reyes asiáticos que aspiraban a aumentar las prestaciones militares de sus ejércitos.
Estando bajo la protección del Rey de Bitinia (un antiguo reino localizado al noroeste de Asia Menor), Aníbal decidió suicidarse al sospechar que agentes romanos estaban cerca de capturarle en el invierno del 183 a. C. empleando un veneno que llevó durante mucho tiempo en un anillo. Según el historiador clásico Tito Livio, Aníbal murió curiosamente el mismo año que Escipión «El Africano», cuando ya contaba 63 años.
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