En el mundo griego los filósofos, lejos de vivir encerrados en un estudio, actuaban como maestros en los asuntos más importantes de la vida, desde la política y el dinero hasta la amistad o el amor.
En la antigua Grecia, los filósofos no vivían en una torre de marfil, dedicados exclusivamente a sus pensamientos e ideas, contemplando el mundo desde la superioridad de su intelecto. Muy al contrario, vivían totalmente inmersos en la sociedad de su tiempo, preocupados por su propia subsistencia, por sus familias o por los problemas políticos del momento. Cierto que su extraña profesión de «amantes de la sabiduría» los hacía parecer a menudo como personajes excéntricos, como cuando el pequeño y simiesco Sócrates observaba inquisitivo a los atenienses con sus ojos saltones y los asediaba con sus eternas preguntas. Pero las diferentes escuelas filosóficas, desde los platónicos a los epicúreos, desde los aristotélicos a los cínicos, consiguieron muchos seguidores entre todos los grupos sociales y enriquecieron la cultura civil de las ciudades griegas de la Antigüedad.
Algunos de los primeros pensadores de la antigua Grecia fueron unos solitarios acérrimos, lo que les dio una fama ambivalente, a veces admirativa, otras despectiva. Por ejemplo, se cuenta que Pitágoras se encerró en una cueva y que cuando salió, flaco y macilento, gritando que volvía del infierno, todos vieron en él algo divino. En cambio, cuando el filósofo Empédocles se arrojó al volcán Etna para hacer creer que se había convertido en dios, la fuerza de las llamas echó fuera una de sus sandalias, lo que hizo que el pueblo sonriera ante la grotesca ocurrencia del filósofo. De la misma manera, en una ocasión una anciana sacó de su casa a Tales de Mileto para que le hablara de las estrellas y éste, al dirigir su mirada hacia el cielo, se cayó en un hoyo; cuando el dolorido Tales pidió ayuda, la vieja acudió muerta de risa y le soltó: «¡Ay Tales! ¿pretendes conocer lo que está en el cielo, cuando ni notas lo que tienes a tus pies?».
A juzgar por estas historias puede parecer que los filósofos griegos preferían vivir en un exquisito retiro del mundo: Platón, por ejemplo, levantó la Academia en un bosque suburbano de olivos sagrados, al que se llegaba por un camino dulcemente umbroso entre templos, fragantes jardines y mansiones de la clase alta. Próxima a la Academia platónica también estaba la escuela de Epicuro, el Jardín, un pequeño huerto irrigado por las aguas del Erídano; y el Liceo, la famosa escuela fundada por Aristóteles, estaba igualmente establecido en un gimnasio a las afueras de Atenas, con el célebre pórtico donde el filósofo y sus alumnos paseaban durante sus largas discusiones.
Muchos de estos filósofos eran de orígenes humildes y su vida fue, al principio, muy dura. El estoico Cleantes de Asos, por ejemplo, antes de predicar la serenidad del alma ante los golpes de la vida se ganó el sustento como púgil y luego, cuando se fue a estudiar a Atenas con sólo cuatro monedas en el bolsillo, tuvo que trabajar como aguador para poder sobrevivir. El filósofo Teofrasto, que sucedió a Aristóteles al frente del Liceo, fue hijo de un pobre batanero de Éreso, en la isla de Lesbos; y del mismo Epicuro se cuenta que, en su juventud en la isla de Samos, solía ir con su madre por las casas recitando versos purificatorios. También Sócrates había sido el orgulloso hijo de un cantero y de una partera atenienses –decía que, como su madre, él ayudaba a dar a luz nuevos conocimientos e ideas–, y no tenía ningún problema en admitir entre sus discípulos a gente de la más humilde condición, como el vástago de una hacendosa familia de charcuteros llamado Esquines: «Sólo sabe honrarme el hijo del que me hace las longanizas», solía decir Sócrates.
Sócrates fue, en verdad, un personaje muy popular en la gloriosa Atenas del siglo V a.C. En su juventud había servido destacadamente en las milicias atenienses e incluso trabajó como escultor durante un tiempo con creaciones que estuvieron expuestas en la Acrópolis. No desdeñaba otros placeres más mundanos, ya que aprendió a tocar la lira, danzaba con frecuencia y estuvo presente en los banquetes de los prohombres de la ciudad, a los que acudía calzándose las únicas sandalias que pareció llevar en toda su vida, pues normalmente iba descalzo. Sócrates también participaba asiduamente en las asambleas, y no dudaba en mostrar su parecer incluso en contra de todos los demás. Se ganó así la envidia de muchos de sus conciudadanos, hasta el punto de que en el año 399 a.C. se le acusó de corromper a los jóvenes y fue obligado a suicidarse.
La creciente inestabilidad política de las ciudades griegas en el siglo IV a.C. provocó respuestas dispares entre los filósofos. Platón marchó de Atenas tras la muerte de su maestro Sócrates y recaló en Sicilia, donde las cosas no le fueron mejor con el tirano Dionisio de Siracusa, que llegó a venderlo como esclavo. De vuelta a Atenas, compró la finca de la Academia y allí empezó a fraguar su mundo de las ideas, en el que la realidad es inmaterial y eterna, a diferencia del mundo terreno en el que la realidad es material y corruptible y en el que, según Platón, se había corrompido la idea del bien. Otros preferían entregarse a los simples apetitos del propio cuerpo, como predicaba el hedonista Aristipo. Los había, como los estoicos de la escuela de Zenón de Elea, que propugnaban el ideal de una mente imperturbable que, guiada por la razón, se mantuviera ajena a los variables caprichos de la fortuna.
Y el grupo encabezado por Epicuro buscaba un refugio tranquilo en el que el sabio pudiera gozar de placeres sencillos y cotidianos, oteando el turbulento oleaje de la existencia humana.
Pero quien mejor representa el desarraigo del filósofo en la desmoralizada Grecia del siglo IV a.C. es Diógenes de Sínope, el más provocador e insobornable de los sabios que alumbró la Hélade. Toda su vida fue una sucesión de desafíos a la buena conciencia de la sociedad supuestamente respetable. Se enorgullecía, por ejemplo, de que su padre, un banquero de Sínope (una colonia griega en la costa del mar Negro), hubiera sido condenado por falsificar moneda y castigado con el exilio; decía que también él, viviendo como un vagabundo apátrida, pretendía demostrar la falsedad de las convenciones sociales de la Grecia de su época. Apodado «el Perro» –cyon, de ahí el nombre de su corriente filosófica, los cínicos–, pasaba el día en una tinaja como un desharrapado y reivindicaba su independencia absoluta de la sociedad en la que vivía con mordacidad y desvergüenza. Diógenes había decidido convertirse en un hosco ermitaño que, desesperado e insatisfecho de este mundo, prefería observar el correteo despreocupado de un ratón antes que participar en la vida de la Grecia de entonces.
En su extravagancia, durante el verano Diógenes se revolcaba por la arena caliente y en el invierno se abrazaba a las estatuas cubiertas de nieve; una forma de decir que, aunque el sufrimiento era inherente a la existencia, había que sentirse exultante por el mero hecho de estar vivo. Su irreverencia se manifestó en una célebre anécdota. Una vez que estaba tumbado en el suelo tomando el sol casi desnudo, se le acercó el gran conquistador Alejandro Magno y le dijo: «Pídeme lo que quieras»; a lo que respondió Diógenes: «Pues apártate y no me hagas sombra». Alejandro se marchó, pero, entre las risas burlonas de sus compañeros, se dijo a sí mismo: «Si no fuera Alejandro, yo quisiera ser Diógenes».
Platón despreciaba a Diógenes: «Sin duda, es un Sócrates loco», comentaba; y se decía que se había llevado la Academia fuera de la ciudad porque no soportaba que Diógenes pisotease sus ricos tapices con esos sucios pies embarrados. Un día en que Diógenes se pasó por la Academia, vio que Platón defendía ante sus alumnos que el hombre era un animal bípedo sin plumas; y como le hizo mucha gracia esa definición, Diógenes tomó un gallo, lo peló y lo lanzó en medio de la escuela exclamando: «¡Ahí va un hombre de Platón!»; y así, mientras los alumnos de la Academia se afanaban en capturar al desplumado animal, Platón tuvo que añadir con el ceño fruncido: «Sin plumas… ¡Pero con uñas planas!». En otra ocasión en que Platón estaba discutiendo su «mundo de las ideas», Diógenes se le acercó y le dijo: «Pues mira, Platón, que yo veo esta mesa y este vaso; pero no la “meseidad” ni la “vaseidad” [en referencia a la esencia de estos objetos en el mundo de las ideas]».
Con el paso del tiempo, las escuelas filosóficas se convirtieron en pequeñas asociaciones en búsqueda de la felicidad abiertas a todo el mundo. Filósofos como Epicuro incluso admitieron en sus escuelas a esclavos y algunas mujeres. La condición de las mujeres y las relaciones que debían mantener con ellas dieron lugar a posturas encontradas entre los filósofos de la Grecia clásica. Algunos mostraban una misoginia visceral, como el cínico Diógenes, que exclamó, al ver a unas mujeres ahorcadas en un olivo: «¡Ojalá que todos los árboles dieran este fruto!». En otra ocasión, una meretriz aseguró al filósofo Aristipo que estaba encinta de él, pero éste le espetó: «Tanto sabes tú eso como con qué espina te has pinchado cuando caminas por un campo lleno de ellas»; y como la mujer le reprochara que fuera a exponer a ese hijo como si no lo hubiese engendrado, Aristipo la atajó desabrido: «¡También criamos piojos; y bien lejos que los arrojamos!».
Otros filósofos, en cambio, se casaron y formaron una familia, aunque la relación que tuvieron con sus esposas distara de ser armoniosa. Por ejemplo, Sócrates había dicho del arisco carácter de su mujer Jantipa que, tras sufrirlo, le resultaba más fácil tratar a las demás personas (pocos saben, sin embargo, que Sócrates estuvo, a la vez, con otra mujer llamada Mirto, hija de Arístides el Justo). Algunos también tuvieron hijas a las que educaron esmeradamente y, además, como el filósofo estoico Crates de Malos, las casaron con sus discípulos para perpetuar así la labor de su escuela (aunque les daba treinta días de prueba, por si se arrepentían). En el pasado, Pitágoras también había educado a su hija Damo y le había legado a su muerte sus obras con la orden de que no se las confiara a nadie que no fuera de la familia. Ella había cumplido escrupulosamente esta última voluntad: pudiendo vender estos libros, no quiso hacerlo; prefirió vivir en la pobreza y en soledad a todo el oro del mundo con tal de vivir acompañada de los preceptos de su padre.
Leer los testamentos de los filósofos es también una forma de acercarse a su vida cotidiana: en ellos, además de fijar el porvenir de sus escuelas, se mencionan las haciendas y los esclavos que poseían, su ajuar doméstico y sus reliquias familiares; Aristóteles, por ejemplo, menciona una estatuilla de Deméter, la diosa de la agricultura, que había pertenecido a su madre. En estos testamentos figuran también sus libros, apuntes y efectos personales más preciados, como copas, anillos, tapices, ornados lechos y almohadas que los legatarios tendrían de repartirse; y, asimismo, se leen anotaciones de deudas contraídas y de deudores que aún no han satisfecho sus pagos. Hasta el excelso filósofo Platón recuerda en una simple y concisa frase: «El cantero Euclides me debe tres minas».
Pero no hay mejor despedida del mundo que la carta que Epicuro escribe a su amigo Idomeneo después de redactar su testamento y una vez libre de las ataduras de lo banal: «En este día feliz, que es el último también de mi existencia, te escribo estas líneas. Mis pujos de sangre y micciones dolorosas siguen su curso, sin admitir ya incremento su extrema condición. Pero a todo ello se opone el gozo que siento en el alma por el recuerdo de nuestras pasadas conversaciones filosóficas». Sólo alguien como el filósofo Epicuro, que murió sufriendo intensamente por los dolores de un cálculo renal, pudo inventar felicidad semejante; la felicidad de unos ojos ante los que, por fin, se va calmando el arbolado mar de la existencia y que contemplan serenos su superficie iluminada en el ocaso, mientras se evoca lo más importante de una vida: la amistad y el conocimiento.
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En la antigua Grecia, los filósofos no vivían en una torre de marfil, dedicados exclusivamente a sus pensamientos e ideas, contemplando el mundo desde la superioridad de su intelecto. Muy al contrario, vivían totalmente inmersos en la sociedad de su tiempo, preocupados por su propia subsistencia, por sus familias o por los problemas políticos del momento. Cierto que su extraña profesión de «amantes de la sabiduría» los hacía parecer a menudo como personajes excéntricos, como cuando el pequeño y simiesco Sócrates observaba inquisitivo a los atenienses con sus ojos saltones y los asediaba con sus eternas preguntas. Pero las diferentes escuelas filosóficas, desde los platónicos a los epicúreos, desde los aristotélicos a los cínicos, consiguieron muchos seguidores entre todos los grupos sociales y enriquecieron la cultura civil de las ciudades griegas de la Antigüedad.
Algunos de los primeros pensadores de la antigua Grecia fueron unos solitarios acérrimos, lo que les dio una fama ambivalente, a veces admirativa, otras despectiva. Por ejemplo, se cuenta que Pitágoras se encerró en una cueva y que cuando salió, flaco y macilento, gritando que volvía del infierno, todos vieron en él algo divino. En cambio, cuando el filósofo Empédocles se arrojó al volcán Etna para hacer creer que se había convertido en dios, la fuerza de las llamas echó fuera una de sus sandalias, lo que hizo que el pueblo sonriera ante la grotesca ocurrencia del filósofo. De la misma manera, en una ocasión una anciana sacó de su casa a Tales de Mileto para que le hablara de las estrellas y éste, al dirigir su mirada hacia el cielo, se cayó en un hoyo; cuando el dolorido Tales pidió ayuda, la vieja acudió muerta de risa y le soltó: «¡Ay Tales! ¿pretendes conocer lo que está en el cielo, cuando ni notas lo que tienes a tus pies?».
A juzgar por estas historias puede parecer que los filósofos griegos preferían vivir en un exquisito retiro del mundo: Platón, por ejemplo, levantó la Academia en un bosque suburbano de olivos sagrados, al que se llegaba por un camino dulcemente umbroso entre templos, fragantes jardines y mansiones de la clase alta. Próxima a la Academia platónica también estaba la escuela de Epicuro, el Jardín, un pequeño huerto irrigado por las aguas del Erídano; y el Liceo, la famosa escuela fundada por Aristóteles, estaba igualmente establecido en un gimnasio a las afueras de Atenas, con el célebre pórtico donde el filósofo y sus alumnos paseaban durante sus largas discusiones.
Muchos de estos filósofos eran de orígenes humildes y su vida fue, al principio, muy dura. El estoico Cleantes de Asos, por ejemplo, antes de predicar la serenidad del alma ante los golpes de la vida se ganó el sustento como púgil y luego, cuando se fue a estudiar a Atenas con sólo cuatro monedas en el bolsillo, tuvo que trabajar como aguador para poder sobrevivir. El filósofo Teofrasto, que sucedió a Aristóteles al frente del Liceo, fue hijo de un pobre batanero de Éreso, en la isla de Lesbos; y del mismo Epicuro se cuenta que, en su juventud en la isla de Samos, solía ir con su madre por las casas recitando versos purificatorios. También Sócrates había sido el orgulloso hijo de un cantero y de una partera atenienses –decía que, como su madre, él ayudaba a dar a luz nuevos conocimientos e ideas–, y no tenía ningún problema en admitir entre sus discípulos a gente de la más humilde condición, como el vástago de una hacendosa familia de charcuteros llamado Esquines: «Sólo sabe honrarme el hijo del que me hace las longanizas», solía decir Sócrates.
Sócrates fue, en verdad, un personaje muy popular en la gloriosa Atenas del siglo V a.C. En su juventud había servido destacadamente en las milicias atenienses e incluso trabajó como escultor durante un tiempo con creaciones que estuvieron expuestas en la Acrópolis. No desdeñaba otros placeres más mundanos, ya que aprendió a tocar la lira, danzaba con frecuencia y estuvo presente en los banquetes de los prohombres de la ciudad, a los que acudía calzándose las únicas sandalias que pareció llevar en toda su vida, pues normalmente iba descalzo. Sócrates también participaba asiduamente en las asambleas, y no dudaba en mostrar su parecer incluso en contra de todos los demás. Se ganó así la envidia de muchos de sus conciudadanos, hasta el punto de que en el año 399 a.C. se le acusó de corromper a los jóvenes y fue obligado a suicidarse.
La creciente inestabilidad política de las ciudades griegas en el siglo IV a.C. provocó respuestas dispares entre los filósofos. Platón marchó de Atenas tras la muerte de su maestro Sócrates y recaló en Sicilia, donde las cosas no le fueron mejor con el tirano Dionisio de Siracusa, que llegó a venderlo como esclavo. De vuelta a Atenas, compró la finca de la Academia y allí empezó a fraguar su mundo de las ideas, en el que la realidad es inmaterial y eterna, a diferencia del mundo terreno en el que la realidad es material y corruptible y en el que, según Platón, se había corrompido la idea del bien. Otros preferían entregarse a los simples apetitos del propio cuerpo, como predicaba el hedonista Aristipo. Los había, como los estoicos de la escuela de Zenón de Elea, que propugnaban el ideal de una mente imperturbable que, guiada por la razón, se mantuviera ajena a los variables caprichos de la fortuna.
Y el grupo encabezado por Epicuro buscaba un refugio tranquilo en el que el sabio pudiera gozar de placeres sencillos y cotidianos, oteando el turbulento oleaje de la existencia humana.
Pero quien mejor representa el desarraigo del filósofo en la desmoralizada Grecia del siglo IV a.C. es Diógenes de Sínope, el más provocador e insobornable de los sabios que alumbró la Hélade. Toda su vida fue una sucesión de desafíos a la buena conciencia de la sociedad supuestamente respetable. Se enorgullecía, por ejemplo, de que su padre, un banquero de Sínope (una colonia griega en la costa del mar Negro), hubiera sido condenado por falsificar moneda y castigado con el exilio; decía que también él, viviendo como un vagabundo apátrida, pretendía demostrar la falsedad de las convenciones sociales de la Grecia de su época. Apodado «el Perro» –cyon, de ahí el nombre de su corriente filosófica, los cínicos–, pasaba el día en una tinaja como un desharrapado y reivindicaba su independencia absoluta de la sociedad en la que vivía con mordacidad y desvergüenza. Diógenes había decidido convertirse en un hosco ermitaño que, desesperado e insatisfecho de este mundo, prefería observar el correteo despreocupado de un ratón antes que participar en la vida de la Grecia de entonces.
En su extravagancia, durante el verano Diógenes se revolcaba por la arena caliente y en el invierno se abrazaba a las estatuas cubiertas de nieve; una forma de decir que, aunque el sufrimiento era inherente a la existencia, había que sentirse exultante por el mero hecho de estar vivo. Su irreverencia se manifestó en una célebre anécdota. Una vez que estaba tumbado en el suelo tomando el sol casi desnudo, se le acercó el gran conquistador Alejandro Magno y le dijo: «Pídeme lo que quieras»; a lo que respondió Diógenes: «Pues apártate y no me hagas sombra». Alejandro se marchó, pero, entre las risas burlonas de sus compañeros, se dijo a sí mismo: «Si no fuera Alejandro, yo quisiera ser Diógenes».
Platón despreciaba a Diógenes: «Sin duda, es un Sócrates loco», comentaba; y se decía que se había llevado la Academia fuera de la ciudad porque no soportaba que Diógenes pisotease sus ricos tapices con esos sucios pies embarrados. Un día en que Diógenes se pasó por la Academia, vio que Platón defendía ante sus alumnos que el hombre era un animal bípedo sin plumas; y como le hizo mucha gracia esa definición, Diógenes tomó un gallo, lo peló y lo lanzó en medio de la escuela exclamando: «¡Ahí va un hombre de Platón!»; y así, mientras los alumnos de la Academia se afanaban en capturar al desplumado animal, Platón tuvo que añadir con el ceño fruncido: «Sin plumas… ¡Pero con uñas planas!». En otra ocasión en que Platón estaba discutiendo su «mundo de las ideas», Diógenes se le acercó y le dijo: «Pues mira, Platón, que yo veo esta mesa y este vaso; pero no la “meseidad” ni la “vaseidad” [en referencia a la esencia de estos objetos en el mundo de las ideas]».
Con el paso del tiempo, las escuelas filosóficas se convirtieron en pequeñas asociaciones en búsqueda de la felicidad abiertas a todo el mundo. Filósofos como Epicuro incluso admitieron en sus escuelas a esclavos y algunas mujeres. La condición de las mujeres y las relaciones que debían mantener con ellas dieron lugar a posturas encontradas entre los filósofos de la Grecia clásica. Algunos mostraban una misoginia visceral, como el cínico Diógenes, que exclamó, al ver a unas mujeres ahorcadas en un olivo: «¡Ojalá que todos los árboles dieran este fruto!». En otra ocasión, una meretriz aseguró al filósofo Aristipo que estaba encinta de él, pero éste le espetó: «Tanto sabes tú eso como con qué espina te has pinchado cuando caminas por un campo lleno de ellas»; y como la mujer le reprochara que fuera a exponer a ese hijo como si no lo hubiese engendrado, Aristipo la atajó desabrido: «¡También criamos piojos; y bien lejos que los arrojamos!».
Otros filósofos, en cambio, se casaron y formaron una familia, aunque la relación que tuvieron con sus esposas distara de ser armoniosa. Por ejemplo, Sócrates había dicho del arisco carácter de su mujer Jantipa que, tras sufrirlo, le resultaba más fácil tratar a las demás personas (pocos saben, sin embargo, que Sócrates estuvo, a la vez, con otra mujer llamada Mirto, hija de Arístides el Justo). Algunos también tuvieron hijas a las que educaron esmeradamente y, además, como el filósofo estoico Crates de Malos, las casaron con sus discípulos para perpetuar así la labor de su escuela (aunque les daba treinta días de prueba, por si se arrepentían). En el pasado, Pitágoras también había educado a su hija Damo y le había legado a su muerte sus obras con la orden de que no se las confiara a nadie que no fuera de la familia. Ella había cumplido escrupulosamente esta última voluntad: pudiendo vender estos libros, no quiso hacerlo; prefirió vivir en la pobreza y en soledad a todo el oro del mundo con tal de vivir acompañada de los preceptos de su padre.
Leer los testamentos de los filósofos es también una forma de acercarse a su vida cotidiana: en ellos, además de fijar el porvenir de sus escuelas, se mencionan las haciendas y los esclavos que poseían, su ajuar doméstico y sus reliquias familiares; Aristóteles, por ejemplo, menciona una estatuilla de Deméter, la diosa de la agricultura, que había pertenecido a su madre. En estos testamentos figuran también sus libros, apuntes y efectos personales más preciados, como copas, anillos, tapices, ornados lechos y almohadas que los legatarios tendrían de repartirse; y, asimismo, se leen anotaciones de deudas contraídas y de deudores que aún no han satisfecho sus pagos. Hasta el excelso filósofo Platón recuerda en una simple y concisa frase: «El cantero Euclides me debe tres minas».
Pero no hay mejor despedida del mundo que la carta que Epicuro escribe a su amigo Idomeneo después de redactar su testamento y una vez libre de las ataduras de lo banal: «En este día feliz, que es el último también de mi existencia, te escribo estas líneas. Mis pujos de sangre y micciones dolorosas siguen su curso, sin admitir ya incremento su extrema condición. Pero a todo ello se opone el gozo que siento en el alma por el recuerdo de nuestras pasadas conversaciones filosóficas». Sólo alguien como el filósofo Epicuro, que murió sufriendo intensamente por los dolores de un cálculo renal, pudo inventar felicidad semejante; la felicidad de unos ojos ante los que, por fin, se va calmando el arbolado mar de la existencia y que contemplan serenos su superficie iluminada en el ocaso, mientras se evoca lo más importante de una vida: la amistad y el conocimiento.
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