ESPOSAS Y OTROS TIPOS DE MUJER EN EL MUNDO GRIEGO

Ana Echeverría, Historia y Vida nº 522
Hera recibiendo el cinturón de Afrodita, de Andrea Appiani
Un discurso atribuido a Demóste­nes dice así: “Tenemos cortesa­nas para el placer, concubinas para nuestras necesidades cotidianas y esposas para que nos den hijos legítimos y sean las guardianas fieles de nuestra casa”. Este práctico arreglo, extendido en las democracias de corte ate­niense, clasificaba a las mujeres en fun­ción de los servicios prestados.

En un pasaje de la Ilíada, la diosa Hera, partidaria de los aqueos, pi­de prestado un cinturón mágico a Afrodita para seducir a su esposo Zeus e impedir que este ayude a los tro­yanos. La treta funciona: el rey del Olim­po, rendido a sus pies, confiesa que ja­más ha sentido un deseo tan intenso, ni siquiera por Dánae, ni por Sémele, ni por Alcmena, ni por Deméter, ni por Leto...

Aunque Zeus pretende ser galante, esta ingenua enumeración de infidelidades le retrata como un marido bastante torpe, incluso temerario. Pero un esposo ate­niense no tenía motivo para ocultar sus aventuras. Isómaco, protagonista del diá­logo Económico (Jenofonte, c 362 a. C.), se lo dice sin rodeos a su modélica esposa de catorce años: “Que no me falta gente con quien ir a la cama debería estar claro como el día incluso para ti”.

El matrimonio era el pilar de la restricti­va democracia ateniense, ya que sola­mente podían ser ciudadanos los hijos de padre y madre ciudadanos. Por eso, una esposa debía poseer dos cualidades esenciales: pureza dinástica y fidelidad, para garantizar la continuidad de la estir­pe. Si además aportaba una buena dote, mejor que mejor.

Las aristócratas ate­nienses se casaban en plena adolescen­cia, entre los trece y los quince años, con hombres que les doblaban la edad. Se esperaba de ellas que hubieran “visto y oído lo menos posible”, en palabras de Jenofonte. Ellas mismas debían ser si­lenciosas e invisibles. Asomarse a la puerta de casa, aunque fuera para pedir noticias de un marido fallecido en com­bate, podía acarrear severos reproches.

Según Pericles, “una mujer debe tratar de que los hombres no hablen de ella ni para bien ni para mal”, aunque él mismo daría mucho que hablar a raíz de su rela­ción con Aspasia, su inteligente concubi­na extranjera. Para alimentar aún más el anonimato, el nombre de una mujer respetable no figuraba en ningún documen­to. Si quería demostrar su condición de hombre libre, un ciudadano presentaba el nombre de su padre y el de su abuelo materno, nunca el de su madre.

En Esparta, las chicas se casa­ban algo más tarde, recibían educación pública, hacían ejercicio desnudas y se vestían con mucho menos recato que las atenienses.

En teoría, una esposa ateniense se ocu­paba exclusivamente de los asuntos do­mésticos y vivía recluida en el gineceo, las habitaciones de la casa destinadas a las mujeres. No debía salir ni hablar con desconocidos. Es improbable que su ais­lamiento fuera tan completo. Las muje­res visitaban a sus vecinas, asistían a fu­nerales y se atendían en el parto.

Las menos adineradas, que no contaban con esclavas, iban al pozo a por agua o ven­dían artesanía y productos del campo. Además, se reunían y celebraban sus pro­pios banquetes en determinadas fiestas religiosas. Eso sí, podían verse obligadas a vivir con concubinas de sus maridos y, ocasionalmente, a compartir techo con prostitutas. Lo que sucediera en el an­drón, la parte de la casa destinada a los hombres, no era de su incumbencia.

Vaso de cerámica griega con ilustración de los preparativos para la vestimenta de una esposa
Raptar a la novia
En Esparta, hombres y mujeres llevaban una vida aún más separada, aunque un poco más igualitaria. Las chicas se casa­ban algo más tarde, recibían educación pública, hacían ejercicio desnudas y se vestían con mucho menos recato que las atenienses. Los chicos, que vivían desde niños en barracones militares, se casa­ban hacia los veinte años, pero debían esperar otros diez para abandonar el cuartel y convivir con sus esposas.

El ma­trimonio en sí se vivía como un rito semi­clandestino. El novio raptaba a la novia, le rapaba el pelo, la disfrazaba de hom­bre y la llevaba a un granero. Una vez consumada la unión, cada vez que qui­siera volver a verla debía escapar del cuartel en mitad de la noche con el máxi­mo sigilo. Si un superior pescaba a un soldado en plena excursión romántica le imponía un castigo ejemplar. Estas restricciones pretendían avivar el ardor de los novios, que así engendrarían hijos más robustos.

Las novias atenienses también oponían resistencia, más o me­nos fingida. El rito preveía que hubiera que arrancarlas de los brazos de su ma­dre y forzarlas a entrar en la cámara nupcial. Uno de los invitados del novio bloqueaba la puerta para que las amigas de la novia no pudieran rescatarla.

Adulterio y repudio
La vida amorosa de las atenienses casadas no parece muy emocionante. No comían ni dormían con sus maridos. Tampoco es probable que mantuvieran conversaciones apasionantes, dadas las diferencias de edad y cultura. ¿Qué suce­día si una mujer se enamoraba de otro hombre y era sorprendida in fraganti?

El amante era el peor parado. Se le ejecutaba tras un juicio público, pero no siempre llegaba vivo a los tribunales. El marido agraviado podía asesinarlo im­punemente, siempre que presentara tes­tigos dispuestos a jurar que el adúltero había reconocido su culpa. Ella quedaba automáticamente excluida de las fiestas religiosas, se le prohibía adornarse y acudir al templo. Además, su marido es­taba obligado por ley a repudiarla, aun­que su padre podía volver a casarla, si encontraba con quién.

Aunque la exclu­sión social podía tener consecuencias graves, sin duda era un castigo mucho más indulgente que la pena de muerte. ¿Por qué esta diferencia? Según los tra­tados médicos hipocráticos, la mujer te­nía más necesidad de sexo que el hom­bre y le resultaba difícil, por no decir imposible, controlarse. La ley no la con­sideraba verdaderamente responsable de sus actos. De todos modos, no siem­pre se generaban conflictos. En ocasio­nes, especialmente en caso de violación, las partes llegaban a un acuerdo y el inci­dente se resolvía con una multa.

Un hombre podía divorciarse de su espo­sa siempre que reintegrara la dote a su suegro. También podía ofrecerla directamente a un nuevo marido, sin pedir la opinión de la interesada. Las mujeres podían divorciarse en caso de maltrato, pero no solicitarlo ellas mismas: debían recurrir a un pariente que estuviera dis­puesto a representarlas, cosa que rara­mente sucedía. Los hijos siempre perma­necían bajo la tutela paterna.

Cortesana y su cliente, peliké ática de figuras rojas de Polignoto, c.430 a. C., Museo Arqueológico Nacional de Atenas.
Pornai, hetairai y pallakai
Al margen de las esposas, había en la antigua Grecia otras tipologías de mujer, desde las prostitutas hasta las concubinas.

Las pornai, prostitutas corrientes, tra­bajaban en burdeles, aunque podían captar a sus clientes en la calle. Eran es­clavas y, como tales, llevaban el pelo corto. La prostitución era una actividad regulada y sujeta a impuestos. General­mente las explotaban proxenetas mas­culinos, aunque también podían estar al mando de una hetaira adinerada.

Estas, las hetairai, eran cortesanas o prostitutas de lujo. En griego, la palabra significaba literalmente “compañeras”. Eran las únicas mujeres que frecuenta­ban los simposia (banquetes masculinos en que los miembros de una hermandad se reunían para comer y emborracharse juntos). Debían sumar a su talento eróti­co otras habilidades, como danzar, reci­tar poemas, tocar instrumentos musica­les y entablar conversaciones ingeniosas. Podían ser libres y ejercer como profesio­nales independientes; algunas instruían a sus hijas en el oficio y acababan regen­tando un pequeño negocio familiar. Siempre, eso sí, con la protección de al­gún aristócrata que las librara de las mo­lestias de la gynaikonomoi, un cuerpo de policía que vigilaba la conducta moral de las mujeres.

Si las amas de casa eran anó­nimas, con las heteras sucedía todo lo contrario. Algunas fueron tan célebres como nuestras estrellas de Hollywood. Es el caso de Rodopis (Tracia, s. VI a. C.), Lais (Corinto, s. IV a. C.) o Friné (Tespias, s. IV a. C.), que posó como modelo de Afrodita para el escultor Praxíteles.

Las pallakai, a medio camino entre la es­clavitud y la libertad, eran las concubi­nas, esposas sin dote cuyos hijos no podían considerarse ciudadanos. A menudo eran extranjeras que no podían aspirar a una unión legítima, como en el caso de Aspasia, la excepcional amante de Peri­cles. Pese a haber nacido mujer y, ade­más, en otra ciudad, su influencia política en Atenas fue tan grande que, a su muerte, el hijo que tuvo de Pericles fue considerado ciudadano de pleno dere­cho, un privilegio nada frecuente.

Las pallakai no gozaban de ninguna pro­tección legal, pero eran la institución griega más parecida a un matrimonio por amor. Para heteras o prostitutas de me­diana edad, ganarse el afecto de un clien­te habitual que las convirtiera en concu­binas era la mejor jubilación posible.

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