Hera recibiendo el cinturón de Afrodita, de Andrea Appiani |
En un pasaje de la Ilíada, la diosa Hera, partidaria de los aqueos, pide prestado un cinturón mágico a Afrodita para seducir a su esposo Zeus e impedir que este ayude a los troyanos. La treta funciona: el rey del Olimpo, rendido a sus pies, confiesa que jamás ha sentido un deseo tan intenso, ni siquiera por Dánae, ni por Sémele, ni por Alcmena, ni por Deméter, ni por Leto...
Aunque Zeus pretende ser galante, esta ingenua enumeración de infidelidades le retrata como un marido bastante torpe, incluso temerario. Pero un esposo ateniense no tenía motivo para ocultar sus aventuras. Isómaco, protagonista del diálogo Económico (Jenofonte, c 362 a. C.), se lo dice sin rodeos a su modélica esposa de catorce años: “Que no me falta gente con quien ir a la cama debería estar claro como el día incluso para ti”.
El matrimonio era el pilar de la restrictiva democracia ateniense, ya que solamente podían ser ciudadanos los hijos de padre y madre ciudadanos. Por eso, una esposa debía poseer dos cualidades esenciales: pureza dinástica y fidelidad, para garantizar la continuidad de la estirpe. Si además aportaba una buena dote, mejor que mejor.
Las aristócratas atenienses se casaban en plena adolescencia, entre los trece y los quince años, con hombres que les doblaban la edad. Se esperaba de ellas que hubieran “visto y oído lo menos posible”, en palabras de Jenofonte. Ellas mismas debían ser silenciosas e invisibles. Asomarse a la puerta de casa, aunque fuera para pedir noticias de un marido fallecido en combate, podía acarrear severos reproches.
Según Pericles, “una mujer debe tratar de que los hombres no hablen de ella ni para bien ni para mal”, aunque él mismo daría mucho que hablar a raíz de su relación con Aspasia, su inteligente concubina extranjera. Para alimentar aún más el anonimato, el nombre de una mujer respetable no figuraba en ningún documento. Si quería demostrar su condición de hombre libre, un ciudadano presentaba el nombre de su padre y el de su abuelo materno, nunca el de su madre.
En Esparta, las chicas se casaban algo más tarde, recibían educación pública, hacían ejercicio desnudas y se vestían con mucho menos recato que las atenienses.
En teoría, una esposa ateniense se ocupaba exclusivamente de los asuntos domésticos y vivía recluida en el gineceo, las habitaciones de la casa destinadas a las mujeres. No debía salir ni hablar con desconocidos. Es improbable que su aislamiento fuera tan completo. Las mujeres visitaban a sus vecinas, asistían a funerales y se atendían en el parto.
Las menos adineradas, que no contaban con esclavas, iban al pozo a por agua o vendían artesanía y productos del campo. Además, se reunían y celebraban sus propios banquetes en determinadas fiestas religiosas. Eso sí, podían verse obligadas a vivir con concubinas de sus maridos y, ocasionalmente, a compartir techo con prostitutas. Lo que sucediera en el andrón, la parte de la casa destinada a los hombres, no era de su incumbencia.
Vaso de cerámica griega con ilustración de los preparativos para la vestimenta de una esposa |
En Esparta, hombres y mujeres llevaban una vida aún más separada, aunque un poco más igualitaria. Las chicas se casaban algo más tarde, recibían educación pública, hacían ejercicio desnudas y se vestían con mucho menos recato que las atenienses. Los chicos, que vivían desde niños en barracones militares, se casaban hacia los veinte años, pero debían esperar otros diez para abandonar el cuartel y convivir con sus esposas.
El matrimonio en sí se vivía como un rito semiclandestino. El novio raptaba a la novia, le rapaba el pelo, la disfrazaba de hombre y la llevaba a un granero. Una vez consumada la unión, cada vez que quisiera volver a verla debía escapar del cuartel en mitad de la noche con el máximo sigilo. Si un superior pescaba a un soldado en plena excursión romántica le imponía un castigo ejemplar. Estas restricciones pretendían avivar el ardor de los novios, que así engendrarían hijos más robustos.
Las novias atenienses también oponían resistencia, más o menos fingida. El rito preveía que hubiera que arrancarlas de los brazos de su madre y forzarlas a entrar en la cámara nupcial. Uno de los invitados del novio bloqueaba la puerta para que las amigas de la novia no pudieran rescatarla.
Adulterio y repudio
La vida amorosa de las atenienses casadas no parece muy emocionante. No comían ni dormían con sus maridos. Tampoco es probable que mantuvieran conversaciones apasionantes, dadas las diferencias de edad y cultura. ¿Qué sucedía si una mujer se enamoraba de otro hombre y era sorprendida in fraganti?
El amante era el peor parado. Se le ejecutaba tras un juicio público, pero no siempre llegaba vivo a los tribunales. El marido agraviado podía asesinarlo impunemente, siempre que presentara testigos dispuestos a jurar que el adúltero había reconocido su culpa. Ella quedaba automáticamente excluida de las fiestas religiosas, se le prohibía adornarse y acudir al templo. Además, su marido estaba obligado por ley a repudiarla, aunque su padre podía volver a casarla, si encontraba con quién.
Aunque la exclusión social podía tener consecuencias graves, sin duda era un castigo mucho más indulgente que la pena de muerte. ¿Por qué esta diferencia? Según los tratados médicos hipocráticos, la mujer tenía más necesidad de sexo que el hombre y le resultaba difícil, por no decir imposible, controlarse. La ley no la consideraba verdaderamente responsable de sus actos. De todos modos, no siempre se generaban conflictos. En ocasiones, especialmente en caso de violación, las partes llegaban a un acuerdo y el incidente se resolvía con una multa.
Un hombre podía divorciarse de su esposa siempre que reintegrara la dote a su suegro. También podía ofrecerla directamente a un nuevo marido, sin pedir la opinión de la interesada. Las mujeres podían divorciarse en caso de maltrato, pero no solicitarlo ellas mismas: debían recurrir a un pariente que estuviera dispuesto a representarlas, cosa que raramente sucedía. Los hijos siempre permanecían bajo la tutela paterna.
Cortesana y su cliente, peliké ática de figuras rojas de Polignoto, c.430 a. C., Museo Arqueológico Nacional de Atenas. |
Al margen de las esposas, había en la antigua Grecia otras tipologías de mujer, desde las prostitutas hasta las concubinas.
Las pornai, prostitutas corrientes, trabajaban en burdeles, aunque podían captar a sus clientes en la calle. Eran esclavas y, como tales, llevaban el pelo corto. La prostitución era una actividad regulada y sujeta a impuestos. Generalmente las explotaban proxenetas masculinos, aunque también podían estar al mando de una hetaira adinerada.
Estas, las hetairai, eran cortesanas o prostitutas de lujo. En griego, la palabra significaba literalmente “compañeras”. Eran las únicas mujeres que frecuentaban los simposia (banquetes masculinos en que los miembros de una hermandad se reunían para comer y emborracharse juntos). Debían sumar a su talento erótico otras habilidades, como danzar, recitar poemas, tocar instrumentos musicales y entablar conversaciones ingeniosas. Podían ser libres y ejercer como profesionales independientes; algunas instruían a sus hijas en el oficio y acababan regentando un pequeño negocio familiar. Siempre, eso sí, con la protección de algún aristócrata que las librara de las molestias de la gynaikonomoi, un cuerpo de policía que vigilaba la conducta moral de las mujeres.
Si las amas de casa eran anónimas, con las heteras sucedía todo lo contrario. Algunas fueron tan célebres como nuestras estrellas de Hollywood. Es el caso de Rodopis (Tracia, s. VI a. C.), Lais (Corinto, s. IV a. C.) o Friné (Tespias, s. IV a. C.), que posó como modelo de Afrodita para el escultor Praxíteles.
Las pallakai, a medio camino entre la esclavitud y la libertad, eran las concubinas, esposas sin dote cuyos hijos no podían considerarse ciudadanos. A menudo eran extranjeras que no podían aspirar a una unión legítima, como en el caso de Aspasia, la excepcional amante de Pericles. Pese a haber nacido mujer y, además, en otra ciudad, su influencia política en Atenas fue tan grande que, a su muerte, el hijo que tuvo de Pericles fue considerado ciudadano de pleno derecho, un privilegio nada frecuente.
Las pallakai no gozaban de ninguna protección legal, pero eran la institución griega más parecida a un matrimonio por amor. Para heteras o prostitutas de mediana edad, ganarse el afecto de un cliente habitual que las convirtiera en concubinas era la mejor jubilación posible.
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