El 24 de agosto de 79 d.C., el Vesubio entró en erupción. Primero, una lluvia de cenizas fue cubriendo las casas y las calles de Pompeya y Herculano. Gran parte de los habitantes huyeron, pero los rezagados se vieron sorprendidos por varias oleadas de materiales volcánicos que dejaron cientos de víctimas y enterraron totalmente ambas ciudades.
El 24 de agosto del año 79 d.C., hacia el mediodía, el Vesubio entró en erupción. Los habitantes de los pueblos del contorno emprendieron la huida, pero muchos cayeron bajo terribles corrientes de gases y cenizas que causaron miles de víctimas.
El 5 de febrero del año 62 d.C., Pompeya ya había resultado casi totalmente destruida por un terrible terremoto y por los incendios que siguieron al temblor. La reconstrucción fue lenta, y diecisiete años después todavía proseguían las labores de reparación y embellecimiento. Por eso, es posible que los temblores de tierra que sacudieron la ciudad durante la segunda mitad del mes de agosto del año 79 d.C. incitaran a muchos pompeyanos a huir hacia Nápoles e, incluso, a marchar a Roma.
En todo caso, nada anunció lo que iba a ocurrir el 24 de agosto de ese mismo año. Poco después del mediodía, una tremenda explosión lanzó al aire el tapón rocoso que cerraba el cráter del Vesubio. Una enorme columna de gas, humo y ceniza se elevó hasta una altura de varios kilómetros. Mientras ascendía, el material iba perdiendo su forma gaseosa y se iba convirtiendo en cenizas y piedra pómez, que en las horas siguientes empezaron a caer anegando casi toda la parte oriental y meridional de las faldas del Vesubio. Pompeya acabó ahogada por una capa de más de dos metros de ceniza y piedra pómez. Muchos murieron por el desprendimiento de los techos de las casas, incapaces de soportar el peso de las cenizas. Otros, la mayoría, lograron huir. Pero los rezagados sufrieron un destino terrible, cuando, en la madrugada y la mañana del día siguiente, sucesivas oleadas de gases y material incandescente se abatieron desde el Vesubio hacia Pompeya, Herculano y las demás poblaciones en torno al volcán, matando en el acto a cientos de personas y dejándolo todo cubierto por espesas capas de residuos.
Los restos de las víctimas de la gran erupción del año 79 empezaron a salir a la luz en los siglos XVIII y XIX. Fueron primero esqueletos cubiertos por piedra pómez; luego, moldes humanos, elaborados por los arqueólogos según un ingenioso procedimiento que consistía en rellenar con escayola los huecos que los cuerpos, al descomponerse, habían dejado entre las capas de cenizas. Gracias al trabajo de generaciones de arqueólogos, historiadores, excavadores y aficionados conocemos el nombre de más de dos mil personas que vivieron en Pompeya en los dos últimos siglos de su existencia. No es mucho si lo comparamos con los entre doce mil y veinte mil habitantes de la ciudad en el momento de la erupción. Pero bastante para evocar la vida de algunos de ellos, sobre todo de los que murieron aquella mañana veraniega. De éstos se han encontrado unos cuatrocientos cadáveres y otros setecientos huecos dejados por los materiales piroclásticos.
Naturalmente, no podemos saber a quién pertenecía cada cadáver, pero sí se han podido estudiar algunas de sus características fisiológicas e, incluso, su ADN. Plinio el Viejo fue la víctima más ilustre de la erupción del Vesubio, pero hay dudas sobre las verdaderas causas de su muerte. Al llegar a Estabia el día de la erupción, por la tarde, se alojó en la villa de un amigo. La acumulación de ceniza y piedra pómez aconsejó, a la mañana siguiente, huir del lugar. Todos se dirigieron a la playa, pero el viento impidió que zarparan en botes. Plinio se tendió sobre una sábana, bebió agua fría y entonces falleció. Según el testimonio de su sobrino, murió asfixiado, lo que sugiere que fue víctima de la última onda piroclástica que se abatió sobre la zona. Sin embargo, el que sus acompañantes sobrevivieran ha hecho pensar que pereció de un ataque al corazón.
El 24 de agosto del año 79 d.C., hacia el mediodía, el Vesubio entró en erupción. Los habitantes de los pueblos del contorno emprendieron la huida, pero muchos cayeron bajo terribles corrientes de gases y cenizas que causaron miles de víctimas.
El 5 de febrero del año 62 d.C., Pompeya ya había resultado casi totalmente destruida por un terrible terremoto y por los incendios que siguieron al temblor. La reconstrucción fue lenta, y diecisiete años después todavía proseguían las labores de reparación y embellecimiento. Por eso, es posible que los temblores de tierra que sacudieron la ciudad durante la segunda mitad del mes de agosto del año 79 d.C. incitaran a muchos pompeyanos a huir hacia Nápoles e, incluso, a marchar a Roma.
En todo caso, nada anunció lo que iba a ocurrir el 24 de agosto de ese mismo año. Poco después del mediodía, una tremenda explosión lanzó al aire el tapón rocoso que cerraba el cráter del Vesubio. Una enorme columna de gas, humo y ceniza se elevó hasta una altura de varios kilómetros. Mientras ascendía, el material iba perdiendo su forma gaseosa y se iba convirtiendo en cenizas y piedra pómez, que en las horas siguientes empezaron a caer anegando casi toda la parte oriental y meridional de las faldas del Vesubio. Pompeya acabó ahogada por una capa de más de dos metros de ceniza y piedra pómez. Muchos murieron por el desprendimiento de los techos de las casas, incapaces de soportar el peso de las cenizas. Otros, la mayoría, lograron huir. Pero los rezagados sufrieron un destino terrible, cuando, en la madrugada y la mañana del día siguiente, sucesivas oleadas de gases y material incandescente se abatieron desde el Vesubio hacia Pompeya, Herculano y las demás poblaciones en torno al volcán, matando en el acto a cientos de personas y dejándolo todo cubierto por espesas capas de residuos.
Los restos de las víctimas de la gran erupción del año 79 empezaron a salir a la luz en los siglos XVIII y XIX. Fueron primero esqueletos cubiertos por piedra pómez; luego, moldes humanos, elaborados por los arqueólogos según un ingenioso procedimiento que consistía en rellenar con escayola los huecos que los cuerpos, al descomponerse, habían dejado entre las capas de cenizas. Gracias al trabajo de generaciones de arqueólogos, historiadores, excavadores y aficionados conocemos el nombre de más de dos mil personas que vivieron en Pompeya en los dos últimos siglos de su existencia. No es mucho si lo comparamos con los entre doce mil y veinte mil habitantes de la ciudad en el momento de la erupción. Pero bastante para evocar la vida de algunos de ellos, sobre todo de los que murieron aquella mañana veraniega. De éstos se han encontrado unos cuatrocientos cadáveres y otros setecientos huecos dejados por los materiales piroclásticos.
Naturalmente, no podemos saber a quién pertenecía cada cadáver, pero sí se han podido estudiar algunas de sus características fisiológicas e, incluso, su ADN. Plinio el Viejo fue la víctima más ilustre de la erupción del Vesubio, pero hay dudas sobre las verdaderas causas de su muerte. Al llegar a Estabia el día de la erupción, por la tarde, se alojó en la villa de un amigo. La acumulación de ceniza y piedra pómez aconsejó, a la mañana siguiente, huir del lugar. Todos se dirigieron a la playa, pero el viento impidió que zarparan en botes. Plinio se tendió sobre una sábana, bebió agua fría y entonces falleció. Según el testimonio de su sobrino, murió asfixiado, lo que sugiere que fue víctima de la última onda piroclástica que se abatió sobre la zona. Sin embargo, el que sus acompañantes sobrevivieran ha hecho pensar que pereció de un ataque al corazón.
Historia National Geographic
1 Comentarios:
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