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[+/-] | LOS TESOROS DEL FORO ROMANO |
Los vestigios que perviven en el Foro romano siguen impresionando al viajero, sobre todo si los contempla en su conjunto desde colinas cercanas como la del Palatino. Con solo un poco de imaginación, las basílicas vuelven a erguirse, los templos se llenan de ofrendas, el Senado resuena de voces y los soldados desfilan por la empedrada Vía Sacra.
La visita al Foro romano se inicia en la Vía de los Foros Imperiales, una avenida cuya construcción entre 1924 y 1932 sacó a la luz ruinas sepultadas. A pocos metros de la entrada al recinto se yerguen a la derecha los restos de la basílica Emilia (179 a. C.), un edificio que tenía función comercial y cuyos soportales albergaban tiendas y tabernae argentiariae, los bancos de la época.
Junto a la basílica, detrás de una sobria fachada, se halla la antigua Curia en la que se reunía el Senado de Roma. Construida el año 44 a. C. en tiempos de Julio César, su interior de acústica excelente se preservó gracias a que en el siglo VII fue transformada en iglesia.
Frente a la Curia se encuentra –aunque cerrada al público– la Lapis Niger, la tumba atribuida a Rómulo, que tiene la inscripción latina más antigua que se conoce (IV a. C.). Y muy cerca, el arco del emperador Septimio Severo (s. III).
Desde aquí se entrevén las losas de mármol que cubrían la plaza del Foro, punto de reunión del Imperio, alrededor de la cual se aglutinaban los templos y monumentos más importantes.
En época de esplendor, si un romano alzaba la mirada en este lugar gozaba de una escenografía extraordinaria: detrás, el templo de la Concordia y el dedicado al emperador Vespasiano; a la derecha, el de Saturno, sede del aerario (tesorería); al fondo, el de César, creado para venerar al divinizado emperador; y, a cada lado, dos magníficas basílicas. Cuesta imaginar que esos monumentos reposaran bajo tierra olvidados hasta que en el XVIII se iniciaran las excavaciones en la zona.
En el centro de la plaza se alzaba la Rostra, una tribuna de oradores desde la que se impartían los discursos. Fue construida con vistas al llamado umbilicus (ombligo) de Roma, un monumento circular originalmente de mármol, del que hoy solo se preservan sus muros de ladrillo. Para los romanos era un lugar amado y temido a la vez, ya que allí los hombres se unían a los dioses, pero también situaba el Mundus, una de las puertas al infierno.
Cerca estaba el Miliarium Aureum, una columna cubierta con láminas de bronce dorado, que indicaba la convergencia de todos los caminos del Imperio y medía las distancias con la ciudad; de ella viene la expresión «todos los caminos conducen a Roma».
La Basílica Julia, uno de los mayores edificios del Foro (109 m de largo y 40 de ancho), dominaba el flanco derecho de la plaza. Julio César la inició el año 55 a. C. para ser la sede de los tribunales; en sus escalones han quedado grabados juegos con los que se entretenían los testigos de los procesos.
En dirección a la empedrada Vía Sacra, que unía el Capitolio con el Coliseo, se ve una esplanada donde destacan las columnas del templo de Cástor y Pólux (V a. C.) –los Dioscuros mitológicos– y entre pilares, solitaria, la Columna de Focas, incorporada al Foro el año 608 y coronada, entonces, por una estatua de oro de este emperador bizantino.
El antiquísimo templo de Vesta cerraba la plaza por el este. En él se guardaba el fuego sagrado, símbolo de esta diosa romana. Lo protegían en la casa anexa sus sacerdotisas, las vestales. Éstas eran elegidas entre las familias patricias cuando tenían diez años y debían mantenerse vírgenes una treintena de años, so pena de ser enterradas vivas.
Siguiendo el trazado de la Vía Sacra se llega al arco erigido en honor de Tito, responsable de la destrucción del templo de Jesuralén del año 70; su desfile triunfal con el botín obtenido está grabado con relieves en la bóveda central.
Cerca de la salida del recinto, con la silueta del grandioso Coliseo (siglo I) emergiendo al fondo, se llega al lugar que concentra vestigios de los últimos edificios construidos, la mayoría del siglo IV. Allí destacan el templo circular de Rómulo, del que se conserva la puerta original de bronce; el de Antonino y Faustina, el mejor conservado; y la Basílica de Majencio, de cuyas dimensiones da fe la altura de sus tres bóvedas. Un solemne final a este paseo por el Foro romano, que durante siglos simbolizó el alma de Roma y el esplendor de su Imperio.
National Geographic
La visita al Foro romano se inicia en la Vía de los Foros Imperiales, una avenida cuya construcción entre 1924 y 1932 sacó a la luz ruinas sepultadas. A pocos metros de la entrada al recinto se yerguen a la derecha los restos de la basílica Emilia (179 a. C.), un edificio que tenía función comercial y cuyos soportales albergaban tiendas y tabernae argentiariae, los bancos de la época.
Junto a la basílica, detrás de una sobria fachada, se halla la antigua Curia en la que se reunía el Senado de Roma. Construida el año 44 a. C. en tiempos de Julio César, su interior de acústica excelente se preservó gracias a que en el siglo VII fue transformada en iglesia.
Frente a la Curia se encuentra –aunque cerrada al público– la Lapis Niger, la tumba atribuida a Rómulo, que tiene la inscripción latina más antigua que se conoce (IV a. C.). Y muy cerca, el arco del emperador Septimio Severo (s. III).
Desde aquí se entrevén las losas de mármol que cubrían la plaza del Foro, punto de reunión del Imperio, alrededor de la cual se aglutinaban los templos y monumentos más importantes.
En época de esplendor, si un romano alzaba la mirada en este lugar gozaba de una escenografía extraordinaria: detrás, el templo de la Concordia y el dedicado al emperador Vespasiano; a la derecha, el de Saturno, sede del aerario (tesorería); al fondo, el de César, creado para venerar al divinizado emperador; y, a cada lado, dos magníficas basílicas. Cuesta imaginar que esos monumentos reposaran bajo tierra olvidados hasta que en el XVIII se iniciaran las excavaciones en la zona.
En el centro de la plaza se alzaba la Rostra, una tribuna de oradores desde la que se impartían los discursos. Fue construida con vistas al llamado umbilicus (ombligo) de Roma, un monumento circular originalmente de mármol, del que hoy solo se preservan sus muros de ladrillo. Para los romanos era un lugar amado y temido a la vez, ya que allí los hombres se unían a los dioses, pero también situaba el Mundus, una de las puertas al infierno.
Cerca estaba el Miliarium Aureum, una columna cubierta con láminas de bronce dorado, que indicaba la convergencia de todos los caminos del Imperio y medía las distancias con la ciudad; de ella viene la expresión «todos los caminos conducen a Roma».
La Basílica Julia, uno de los mayores edificios del Foro (109 m de largo y 40 de ancho), dominaba el flanco derecho de la plaza. Julio César la inició el año 55 a. C. para ser la sede de los tribunales; en sus escalones han quedado grabados juegos con los que se entretenían los testigos de los procesos.
En dirección a la empedrada Vía Sacra, que unía el Capitolio con el Coliseo, se ve una esplanada donde destacan las columnas del templo de Cástor y Pólux (V a. C.) –los Dioscuros mitológicos– y entre pilares, solitaria, la Columna de Focas, incorporada al Foro el año 608 y coronada, entonces, por una estatua de oro de este emperador bizantino.
El antiquísimo templo de Vesta cerraba la plaza por el este. En él se guardaba el fuego sagrado, símbolo de esta diosa romana. Lo protegían en la casa anexa sus sacerdotisas, las vestales. Éstas eran elegidas entre las familias patricias cuando tenían diez años y debían mantenerse vírgenes una treintena de años, so pena de ser enterradas vivas.
Siguiendo el trazado de la Vía Sacra se llega al arco erigido en honor de Tito, responsable de la destrucción del templo de Jesuralén del año 70; su desfile triunfal con el botín obtenido está grabado con relieves en la bóveda central.
Cerca de la salida del recinto, con la silueta del grandioso Coliseo (siglo I) emergiendo al fondo, se llega al lugar que concentra vestigios de los últimos edificios construidos, la mayoría del siglo IV. Allí destacan el templo circular de Rómulo, del que se conserva la puerta original de bronce; el de Antonino y Faustina, el mejor conservado; y la Basílica de Majencio, de cuyas dimensiones da fe la altura de sus tres bóvedas. Un solemne final a este paseo por el Foro romano, que durante siglos simbolizó el alma de Roma y el esplendor de su Imperio.
[+/-] | MELÓN RELLENO DE FRUTOS |
Postre de la antigua Grecia
- 1 melón
- 2 melocotones
- 2 peras
- 1 manojo de uvas
- 2 copas de vino Moscatel
- 1/2 taza de almendras peladas y picadas
- 1/2 taza de uvas doradas
- 1/2 taza de miel
- Cortar el melón por la mitad y retirar con cuidado la carne y cortarla en trozos pequeños.
- Mezclar el melón con el resto de la fruta previamente cortada, las almendras y las uvas y llenar las cáscaras de melón con esta mezcla.
- En un fuego lento, calentar el vino con la miel mezclando bien. Verter esta mezcla sobre la fruta.
- Antes de servir, la fruta se debe poner en la nevera durante una hora.
[+/-] | DELFOS |
Ciudades, soberanos y simples particulares acudían al templo de Apolo, esperando que el oráculo del dios les aconsejara a la hora de tomar decisiones de importancia
«Layo, suplicas una próspera descendencia. Te daré el hijo que deseas, pero está decretado que dejes la vida a sus manos». Así profetizó el oráculo de Delfos al padre de Edipo; el oráculo también advirtió a Edipo de que mataría a su padre y se casaría con su propia madre. Fueron vanos los intentos de padre e hijo por evitar que tales predicciones se cumplieran: Edipo mató a un hombre y se casó con su viuda, sin saber que se trataba de sus progenitores; al conocer lo que había hecho, se sacó los ojos. Pero no todos los oráculos de Delfos fueron tan tremendos. Aparte de los ejemplos míticos o legendarios, de las más de quinientas preguntas y respuestas délficas conservadas sólo se consideran históricas unas cincuenta y cinco, y la mayoría responden a cuestiones políticas, bélicas o religiosas por las que se interesaron las ciudades.
En Delfos, lugar que los griegos consideraban el ombligo de la tierra, existía un templo del dios Apolo ya en el siglo VIII a.C., y desde entonces se estableció una red de peregrinaje que unía toda Grecia con ese lugar. Lo habitual era que las ciudades o polis enviasen delegaciones sagradas (theoría) que debían transmitir al oráculo preguntas sobre los asuntos públicos. Junto a los comisionados oficiales viajaban consultantes privados, cuyas preguntas debían de diferir, lógicamente, de las que formulaba la ciudad: seguramente se referían a la conveniencia de un matrimonio, a los hijos, a los riesgos de negocios y viajes...
El hecho de acompañar a las embajadas permitía a estos consultantes particulares disfrutar de cierta seguridad, ya que la delegación al completo estaba bajo protección divina y era inviolable. Ello resultaba muy conveniente cuando se tenía que realizar un viaje siempre difícil y peligroso, a veces muy largo, expuesto a ataques y al pillaje. Las delegaciones se mandaban coincidiendo con los momentos propicios para la adivinación, que en su origen se limitaban al séptimo día del mes de bysios (a mediados del invierno), en el aniversario del nacimiento de Apolo; posteriormente se ampliaron al día siete de cada mes. Además, las ciudades podían mandar delegaciones regularmente, con el beneplácito del santuario; los atenienses, por ejemplo, enviaban las llamadas pytháis a Delfos si se veía un rayo en determinado lugar. El santuario también estaba abierto a preguntas durante las celebraciones de festivales como los de Carila o de Septerion, cada ocho años.
Aunque al santuario acudía multitud de peregrinos en busca de alguna orientación sobre decisiones que debían tomar, la función esencial del oráculo no era predecir el futuro, sino proveer de sanción divina a las decisiones políticas de las ciudades: ratificaba leyes e incluso constituciones, aprobaba la fundación de nuevas ciudades y de colonias, aconsejaba empresas bélicas o las censuraba. Aunque Delfos no intervenía directamente en la política de las ciudades, sus oráculos podían ser usados como arma política en caso necesario.
Cuando los peregrinos llegaban al pie del monte Parnaso, donde estaban la ciudad de Delfos y el recinto de Apolo, los recibía el próxenos, el embajador que cada polis tenía en el santuario y que atendía por igual a embajadores y a ciudadanos particulares. Hay que suponer que los días en que el recinto estaba abierto a consultas debía de concentrarse allí mucha gente, y que las colas para entrar eran constantes. Pero no todos tenían que esperar: ciudades como Atenas o Esparta disfrutaban del privilegio de la promanteia, la prioridad de consulta, de la que se beneficiaban tanto sus emisarios como los ciudadanos privados que los acompañaban.
Lo primero que encontraban los viajeros, a un kilómetro y medio del recinto, era la zona conocida como Marmaria por los mármoles de los edificios allí construidos, entre ellos el templo circular de Atenea Pronaia. Luego los peregrinos pasaban por la fuente Castalia, que brotaba entre las dos piedras Fedríades («brillantes»), y se purificaban con sus aguas. Acto seguido entraban en procesión por la vía Sacra, ya en el interior del santuario propiamente dicho. Esta calzada ascendía por una pronunciada pendiente y estaba flanqueada por los tesoros de las más prominentes ciudades: Sición, Sifnos, Cnido, Tebas, Atenas, Corinto, Massalia. Los tesoros eran pequeños templos o capillas en los que se conservaban los exvotos y donaciones que los ciudadanos de una polis entregaban al santuario. Después la vía llegaba al templo de Apolo, más arriba del cual se encontraban la palestra, el gimnasio, el estadio y el teatro. Este edificio, con capacidad para unos 5.000 espectadores, acogía los certámenes artísticos de los juegos píticos, que se celebraban en honor de Apolo e incluían competiciones atléticas y celebraciones religiosas.
Frente al templo estaba el altar para los sacrificios. Las consultas al oráculo se «pagaban» en forma de sacrificio o de pastel: el propio templo vendía los animales que debían sacrificarse y las tartas sagradas (pélanos). Aunque no se conocen las tarifas, es de suponer que el precio mínimo por la ofrenda sería asequible para un ciudadano medio. Sin embargo, los más pudientes solían ofrecer, además de un sacrificio, presentes como estatuas, trípodes y otros exvotos. Lógicamente, las tasas en forma de sacrificios o tartas que había que comprar para acceder al oráculo debían de ser mucho más elevadas para las consultas cívicas que para las privadas.
Poco sabemos de la organización en el interior del templo. Allí se encontraban la sacerdotisa pitia, por cuya boca hablaba Apolo, y el cuerpo de sacerdotes que la atendía y que se repartía las diferentes tareas. Aunque no se conocen con certeza las atribuciones de cada grupo, se cree que los hieréis se encargarían de los sacrificios; los prophetai se ocuparían de ayudar a la pitia e interpretar sus palabras, y los hósioi se cuidarían del culto.
El peregrino entraba en el templo a través del chresmographeion, donde se guardaba el archivo del santuario con la lista de consultantes, sus preguntas y respuestas, así como la lista de vencedores en los juegos píticos; probablemente allí formulaba su pregunta. Según la tradición, en la parte más recóndita del templo de Apolo había un lugar subterráneo, el ádyton, al que la pitia descendía, con una corona y un bastón de laurel, cuando le llegaba el momento de entrar en éxtasis y comunicarse con la divinidad. Se cuenta que ahí masticaba laurel, bebía agua de la fuente Casotis y se sentaba en un gran trípode situado sobre una grieta natural del suelo de la que salían vapores. Al inhalarlos, la sacerdotisa entraba en un frenesí o delirio gracias al cual pronunciaba las palabras, quizás incomprensibles, que los sacerdotes del templo escuchaban y escribían, y que luego se entregaban al consultante. Pero el ritual de la consulta tal como se ha descrito aquí presenta un problema: es tardío y se trata más bien de una elaboración esotérica de la realidad.Los relatos de diferentes historiadores griegos ofrecen una imagen muy distinta de cómo se desarrollaba.
Plutarco, que además de historiador y biógrafo fue sacerdote de Apolo en Delfos, no sólo ignora el procedimiento descrito, sino que su narración es incompatible con el mismo. Este autor, que vivió a caballo de los siglos I y II d.C., explica que el ádyton estaba abierto a los consultantes y no era una habitación secreta; y no dice nada sobre el frenesí o trance de la pitia, ni sobre lo incoherente de sus palabras. Sólo en una ocasión refiere que la sacerdotisa se retira a un lugar subterráneo, pero ello sucede en un momento en el que se siente indispuesta y no logra profetizar, cosa que la lleva a la locura. Por su parte, el historiador Heródoto, que vivió en el siglo V a.C., relata la entrada del dirigente espartano Licurgo en el recinto de la sacerdotisa y afirma que ella le habla directamente, sin esperar siquiera a su pregunta y, de hecho, le dicta la constitución espartana. También Jenofonte parece tener una relación directa con la pitia cuando, a finales del siglo V a.C., le pregunta a qué dioses debe encomendarse para tener éxito en el viaje que luego narrará en su Anábasis, el épico itinerario de un ejército de mercenarios griegos a través del Imperio persa.
Es más, algunos ejemplos de consultas históricas que conservamos presuponen no sólo que la pitia estaba presente ante los consultantes, sino que se dirigía directamente a ellos, como cuando los atenienses le solicitaron que escogiera los nombres de las diez tribus de su ciudad, o cuando los tesalios le pidieron que eligiera a un rey. Al parecer, en ambos casos se ofreció a la sacerdotisa una urna con distintos nombres para que ella eligiese. En definitiva, lo que ocurría dentro del templo y la manera en que actuaba la profetisa constituye un misterio. En cuanto al origen de su inspiración, se ha intentado explicar por el uso de sustancias psicoactivas que podían estar presentes en el agua o el laurel, o por algún vapor que actuara sobre su conducta (parece que está confirmada la existencia de etileno en el subsuelo de Delfos). Incluso hay quien afirma que pudo recurrir al hipnotismo o algún tipo de sugestión.
Después de la consulta, el peregrino regresaba al chresmographeion, donde los prophetai le entregaban por escrito un informe oficial y la respuesta del oráculo interpretada y formulada solemnemente, a menudo en verso. Tras esto emprendía el viaje de regreso a casa, tan peligroso como el itinerario de ida. De hecho, la gran cantidad de problemas y obstáculos a los que se enfrentaron los peregrinos entre el estallido de la guerra del Peloponeso (431 a.C.) y el advenimiento de Alejandro Magno contribuyó a la pérdida de importancia del oráculo y al desuso de las rutas de peregrinaje. Durante la guerra, por ejemplo, los atenienses se acostumbraron a visitar el oráculo de Dodona porque Delfos había caído en manos espartanas. El prestigio de Delfos comenzó su declive tras la muerte de Alejandro, en 323 a.C., aunque continuó siendo un centro de atracción durante la época helenística y el período romano. Por fin, en 391 d.C., el emperador romano Teodosio decretó el cierre de todos los oráculos y la prohibición de la adivinación de cualquier tipo. El cristianismo había silenciado la voz de los antiguos dioses.
National Geographic
«Layo, suplicas una próspera descendencia. Te daré el hijo que deseas, pero está decretado que dejes la vida a sus manos». Así profetizó el oráculo de Delfos al padre de Edipo; el oráculo también advirtió a Edipo de que mataría a su padre y se casaría con su propia madre. Fueron vanos los intentos de padre e hijo por evitar que tales predicciones se cumplieran: Edipo mató a un hombre y se casó con su viuda, sin saber que se trataba de sus progenitores; al conocer lo que había hecho, se sacó los ojos. Pero no todos los oráculos de Delfos fueron tan tremendos. Aparte de los ejemplos míticos o legendarios, de las más de quinientas preguntas y respuestas délficas conservadas sólo se consideran históricas unas cincuenta y cinco, y la mayoría responden a cuestiones políticas, bélicas o religiosas por las que se interesaron las ciudades.
En Delfos, lugar que los griegos consideraban el ombligo de la tierra, existía un templo del dios Apolo ya en el siglo VIII a.C., y desde entonces se estableció una red de peregrinaje que unía toda Grecia con ese lugar. Lo habitual era que las ciudades o polis enviasen delegaciones sagradas (theoría) que debían transmitir al oráculo preguntas sobre los asuntos públicos. Junto a los comisionados oficiales viajaban consultantes privados, cuyas preguntas debían de diferir, lógicamente, de las que formulaba la ciudad: seguramente se referían a la conveniencia de un matrimonio, a los hijos, a los riesgos de negocios y viajes...
El hecho de acompañar a las embajadas permitía a estos consultantes particulares disfrutar de cierta seguridad, ya que la delegación al completo estaba bajo protección divina y era inviolable. Ello resultaba muy conveniente cuando se tenía que realizar un viaje siempre difícil y peligroso, a veces muy largo, expuesto a ataques y al pillaje. Las delegaciones se mandaban coincidiendo con los momentos propicios para la adivinación, que en su origen se limitaban al séptimo día del mes de bysios (a mediados del invierno), en el aniversario del nacimiento de Apolo; posteriormente se ampliaron al día siete de cada mes. Además, las ciudades podían mandar delegaciones regularmente, con el beneplácito del santuario; los atenienses, por ejemplo, enviaban las llamadas pytháis a Delfos si se veía un rayo en determinado lugar. El santuario también estaba abierto a preguntas durante las celebraciones de festivales como los de Carila o de Septerion, cada ocho años.
Aunque al santuario acudía multitud de peregrinos en busca de alguna orientación sobre decisiones que debían tomar, la función esencial del oráculo no era predecir el futuro, sino proveer de sanción divina a las decisiones políticas de las ciudades: ratificaba leyes e incluso constituciones, aprobaba la fundación de nuevas ciudades y de colonias, aconsejaba empresas bélicas o las censuraba. Aunque Delfos no intervenía directamente en la política de las ciudades, sus oráculos podían ser usados como arma política en caso necesario.
Cuando los peregrinos llegaban al pie del monte Parnaso, donde estaban la ciudad de Delfos y el recinto de Apolo, los recibía el próxenos, el embajador que cada polis tenía en el santuario y que atendía por igual a embajadores y a ciudadanos particulares. Hay que suponer que los días en que el recinto estaba abierto a consultas debía de concentrarse allí mucha gente, y que las colas para entrar eran constantes. Pero no todos tenían que esperar: ciudades como Atenas o Esparta disfrutaban del privilegio de la promanteia, la prioridad de consulta, de la que se beneficiaban tanto sus emisarios como los ciudadanos privados que los acompañaban.
Lo primero que encontraban los viajeros, a un kilómetro y medio del recinto, era la zona conocida como Marmaria por los mármoles de los edificios allí construidos, entre ellos el templo circular de Atenea Pronaia. Luego los peregrinos pasaban por la fuente Castalia, que brotaba entre las dos piedras Fedríades («brillantes»), y se purificaban con sus aguas. Acto seguido entraban en procesión por la vía Sacra, ya en el interior del santuario propiamente dicho. Esta calzada ascendía por una pronunciada pendiente y estaba flanqueada por los tesoros de las más prominentes ciudades: Sición, Sifnos, Cnido, Tebas, Atenas, Corinto, Massalia. Los tesoros eran pequeños templos o capillas en los que se conservaban los exvotos y donaciones que los ciudadanos de una polis entregaban al santuario. Después la vía llegaba al templo de Apolo, más arriba del cual se encontraban la palestra, el gimnasio, el estadio y el teatro. Este edificio, con capacidad para unos 5.000 espectadores, acogía los certámenes artísticos de los juegos píticos, que se celebraban en honor de Apolo e incluían competiciones atléticas y celebraciones religiosas.
Frente al templo estaba el altar para los sacrificios. Las consultas al oráculo se «pagaban» en forma de sacrificio o de pastel: el propio templo vendía los animales que debían sacrificarse y las tartas sagradas (pélanos). Aunque no se conocen las tarifas, es de suponer que el precio mínimo por la ofrenda sería asequible para un ciudadano medio. Sin embargo, los más pudientes solían ofrecer, además de un sacrificio, presentes como estatuas, trípodes y otros exvotos. Lógicamente, las tasas en forma de sacrificios o tartas que había que comprar para acceder al oráculo debían de ser mucho más elevadas para las consultas cívicas que para las privadas.
Poco sabemos de la organización en el interior del templo. Allí se encontraban la sacerdotisa pitia, por cuya boca hablaba Apolo, y el cuerpo de sacerdotes que la atendía y que se repartía las diferentes tareas. Aunque no se conocen con certeza las atribuciones de cada grupo, se cree que los hieréis se encargarían de los sacrificios; los prophetai se ocuparían de ayudar a la pitia e interpretar sus palabras, y los hósioi se cuidarían del culto.
El peregrino entraba en el templo a través del chresmographeion, donde se guardaba el archivo del santuario con la lista de consultantes, sus preguntas y respuestas, así como la lista de vencedores en los juegos píticos; probablemente allí formulaba su pregunta. Según la tradición, en la parte más recóndita del templo de Apolo había un lugar subterráneo, el ádyton, al que la pitia descendía, con una corona y un bastón de laurel, cuando le llegaba el momento de entrar en éxtasis y comunicarse con la divinidad. Se cuenta que ahí masticaba laurel, bebía agua de la fuente Casotis y se sentaba en un gran trípode situado sobre una grieta natural del suelo de la que salían vapores. Al inhalarlos, la sacerdotisa entraba en un frenesí o delirio gracias al cual pronunciaba las palabras, quizás incomprensibles, que los sacerdotes del templo escuchaban y escribían, y que luego se entregaban al consultante. Pero el ritual de la consulta tal como se ha descrito aquí presenta un problema: es tardío y se trata más bien de una elaboración esotérica de la realidad.Los relatos de diferentes historiadores griegos ofrecen una imagen muy distinta de cómo se desarrollaba.
Plutarco, que además de historiador y biógrafo fue sacerdote de Apolo en Delfos, no sólo ignora el procedimiento descrito, sino que su narración es incompatible con el mismo. Este autor, que vivió a caballo de los siglos I y II d.C., explica que el ádyton estaba abierto a los consultantes y no era una habitación secreta; y no dice nada sobre el frenesí o trance de la pitia, ni sobre lo incoherente de sus palabras. Sólo en una ocasión refiere que la sacerdotisa se retira a un lugar subterráneo, pero ello sucede en un momento en el que se siente indispuesta y no logra profetizar, cosa que la lleva a la locura. Por su parte, el historiador Heródoto, que vivió en el siglo V a.C., relata la entrada del dirigente espartano Licurgo en el recinto de la sacerdotisa y afirma que ella le habla directamente, sin esperar siquiera a su pregunta y, de hecho, le dicta la constitución espartana. También Jenofonte parece tener una relación directa con la pitia cuando, a finales del siglo V a.C., le pregunta a qué dioses debe encomendarse para tener éxito en el viaje que luego narrará en su Anábasis, el épico itinerario de un ejército de mercenarios griegos a través del Imperio persa.
Es más, algunos ejemplos de consultas históricas que conservamos presuponen no sólo que la pitia estaba presente ante los consultantes, sino que se dirigía directamente a ellos, como cuando los atenienses le solicitaron que escogiera los nombres de las diez tribus de su ciudad, o cuando los tesalios le pidieron que eligiera a un rey. Al parecer, en ambos casos se ofreció a la sacerdotisa una urna con distintos nombres para que ella eligiese. En definitiva, lo que ocurría dentro del templo y la manera en que actuaba la profetisa constituye un misterio. En cuanto al origen de su inspiración, se ha intentado explicar por el uso de sustancias psicoactivas que podían estar presentes en el agua o el laurel, o por algún vapor que actuara sobre su conducta (parece que está confirmada la existencia de etileno en el subsuelo de Delfos). Incluso hay quien afirma que pudo recurrir al hipnotismo o algún tipo de sugestión.
Después de la consulta, el peregrino regresaba al chresmographeion, donde los prophetai le entregaban por escrito un informe oficial y la respuesta del oráculo interpretada y formulada solemnemente, a menudo en verso. Tras esto emprendía el viaje de regreso a casa, tan peligroso como el itinerario de ida. De hecho, la gran cantidad de problemas y obstáculos a los que se enfrentaron los peregrinos entre el estallido de la guerra del Peloponeso (431 a.C.) y el advenimiento de Alejandro Magno contribuyó a la pérdida de importancia del oráculo y al desuso de las rutas de peregrinaje. Durante la guerra, por ejemplo, los atenienses se acostumbraron a visitar el oráculo de Dodona porque Delfos había caído en manos espartanas. El prestigio de Delfos comenzó su declive tras la muerte de Alejandro, en 323 a.C., aunque continuó siendo un centro de atracción durante la época helenística y el período romano. Por fin, en 391 d.C., el emperador romano Teodosio decretó el cierre de todos los oráculos y la prohibición de la adivinación de cualquier tipo. El cristianismo había silenciado la voz de los antiguos dioses.
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[+/-] | BACANALES, EL ESCÁNDALO QUE SACUDIÓ LA REPÚBLICA |
En 186 a.C., las autoridades de Roma lanzaron una brutal persecución contra los adeptos del dios Baco, acusándolos de cometer actos inmorales y de brujería durante sus ritos nocturnos
A principios del siglo II a.C. vivía en Roma un joven llamado Ebucio, perteneciente a la clase de los caballeros. Su padre fue un combatiente de caballería que posiblemente murió durante las guerras contra el cartaginés Aníbal, por lo que quedó bajo la tutela de su madre. Ésta contrajo segundas nupcias con Tito Sempronio Rútilo, otro caballero, y ambos administraron a su antojo los bienes que correspondían al joven por herencia. Cuando Ebucio se acercó a la mayoría de edad, el conflicto familiar por una tutela irresponsable parecía inevitable. Fue entonces cuando la madre, para cumplir la promesa que había hecho a Baco cuando su hijo había estado enfermo, pensó en iniciarlo en el culto a esta divinidad, una práctica religiosa muy popular en esos años.
Entró entonces en escena una liberta llamada Híspala Fecenia. Su nombre podría indicar que era de origen hispano, más concretamente de Hispalis (Sevilla), y sin duda era una cortesana de cierta reputación que había seguido ejerciendo su oficio incluso después de adquirir la libertad a la muerte de su dueño. Ebucio e Híspala se hicieron amantes, y su relación fue tan lejos que ella lo nombró su único heredero. Pero cuando el joven le dijo que se ausentaría durante unas noches para iniciarse en el culto a Baco por deseo expreso de su madre, Híspala se desesperó. Para convencerlo de que desistiera le reveló que, siendo esclava, había sido iniciada en el culto por su dueña y sabía que entrañaba toda suerte de bajezas morales. Le aseguró que la única intención de sus padres era buscar su ruina y quedarse con sus bienes. Cuando, persuadido por su amante, el joven volvió a casa y comunicó a sus padres que no participaría en las bacanales, éstos lo echaron. Ebucio se refugió en casa de su tía paterna, una respetable anciana llamada Ebucia, que le aconsejó denunciar el caso al cónsul Espurio Postumio Albino.
El caso llegó entonces a instancias oficiales. Postumio era un patricio y seguramente pensó que este asunto era una oportunidad para recuperar el honor familiar, ya que su padre había muerto en una humillante derrota de las legiones romanas frente a los galos. Secundado por su suegra Sulpicia, matrona de intachable reputación, Postumio investigó el caso. Tras una primera reunión con Ebucia, citó a Híspala. La escena de la confesión, según la relata el historiador Tito Livio, fue dramática: Híspala se debatió entre la obediencia debida a la máxima autoridad de Roma y su compromiso de guardar secreto sobre el culto, ya que lo contrario comportaba el castigo divino. Al final, el cónsul le prometió protección e Híspala decidió confesarlo todo.
La liberta contó que antiguamente el culto de Baco estuvo reservado a las mujeres, que se reunían tres días al año. Pero Pacula Annia, una sacerdotisa de Campania, introdujo varias reformas bajo inspiración divina: habría sido la primera en iniciar a hombres, a sus propios hijos, y habría multiplicado las ceremonias, que habrían pasado a cinco por mes y se celebraban por la noche. «Desde que los ritos eran promiscuos y se mezclaban hombres y mujeres –resume Tito Livio–, no había delito ni inmoralidad que no se hubiera perpetrado allí; eran más numerosas las prácticas vergonzosas entre hombres que entre hombres y mujeres. Los reacios a someterse al ultraje eran inmolados como víctimas. Los hombres, como posesos, hacían vaticinios entre frenéticas contorsiones corporales; las matronas, ataviadas como bacantes, con el cabello suelto, corrían hasta el Tíber con antorchas encendidas y las sacaban del agua con las llamas intactas porque contenían azufre vivo y cal. Era una multitud muy numerosa, y entre ellos algunos hombres y mujeres de la nobleza». Se captaba sólo a los menores de veinte años, los «más permeables al engaño y la corrupción».
Postumio decidió intervenir de inmediato. Expuso primero el caso ante el Senado, agitando los fantasmas de la juventud ultrajada y de las matronas desinhibidas y emancipadas, y los senadores, «presa del pánico», aprobaron un senadoconsulto (decreto) sobre la materia. El propio Postumio anunció las medidas ante la asamblea de los ciudadanos romanos. Denunció la «impía conjura» de los adeptos a esos «cultos extranjeros», «hombres enteramente afeminados, corrompidos y corruptores, embrutecidos por las vigilias, el vino, el ruido y los gritos nocturnos». Se cifró en unos siete mil el número de implicados en Roma. La persecución, por ello, fue implacable y se convirtió en una caza de brujas, la primera conocida en la historia de Europa.
Se ofrecieron recompensas a quienes delataran a los adeptos; Ebucio e Híspala recibieron cada uno cien mil ases de bronce. Los sospechosos fueron citados y, si no acudían, eran considerados en rebeldía. Todos los que hubieran profanado sus cuerpos eran reos de pena capital. Las mujeres eran entregadas a sus familias para que las eliminaran discretamente, dentro de casa, en el seno familiar.
Resulta muy complejo determinar hasta qué punto eran ciertas las informaciones que transmite Tito Livio sobre las prácticas de magia, crímenes rituales, sexo mixto y sodomía en estas ceremonias báquicas. La información sobre los ritos mistéricos, por su propia naturaleza, es escasa, y las declaraciones atribuidas a Híspala podrían haber sido un montaje para justificar la persecución.
Hay motivos para sospechar que la persecución contra las bacanales fue una reacción de los sectores dominantes contra las alteraciones producidas en Roma en los últimos treinta años como consecuencia de las guerras contra Aníbal. En efecto, un factor que abrió la puerta a los cultos extranjeros fue el terror provocado por las sucesivas derrotas ante Cartago. Masas de población rural que huían de los cartagineses se habían refugiado en Roma y la plebe se había tornado una masa heterogénea que bullía; no es casual que el culto a Baco prendiera en territorio plebeyo, el Aventino, en el bosque de Estímula, situado a los pies de la colina.
También debe tenerse en cuenta otra cuestión: el papel de la mujer en la sociedad romana. En los años de guerra, las mujeres, mientras sus maridos combatían o al quedar viudas, aprendieron a actuar con independencia, a administrar sus bienes y a ejercer la autoridad sobre los hijos, como hizo la madre de Ebucio. Se atrevieron incluso a reclamar sus derechos: en 195 a.C. se manifestaron para conseguir que se derogara la ley Opia, que restringía la indumentaria, las joyas y los carruajes que las mujeres romanas podían mostrar en público; lograron su objetivo, pese a la oposición de Catón el Viejo y de los tradicionalistas.
El escándalo de las bacanales del año 186 a.C. se explica, de este modo, como un intento de restablecer de nuevo el viejo orden romano. Las influencias extranjeras, especialmente griegas, se vieron proscritas. La represión golpeó con fuerza sobre todo la mitad sur de Italia, tierras donde el culto báquico había arraigado con fuerza y que habían desempeñado un rol ambiguo o procartaginés durante los años críticos de la guerra. Los ritos del pueblo quedaron bajo la estrecha vigilancia de las autoridades. El horror ante las supuestas prácticas homosexuales en las bacanales manifestaba la voluntad de reafirmar los tradicionales valores de virilidad y espíritu marcial de los romanos. Y las mujeres quedaron de nuevo totalmente sometidas a la autoridad patriarcal del pater familias, al que se invitaba incluso a ejecutar en secreto a las hijas culpables.
National Geographic
Procesión báquica, con ménades danzantes y músicos, Alma-Tadema, 1889. |
Entró entonces en escena una liberta llamada Híspala Fecenia. Su nombre podría indicar que era de origen hispano, más concretamente de Hispalis (Sevilla), y sin duda era una cortesana de cierta reputación que había seguido ejerciendo su oficio incluso después de adquirir la libertad a la muerte de su dueño. Ebucio e Híspala se hicieron amantes, y su relación fue tan lejos que ella lo nombró su único heredero. Pero cuando el joven le dijo que se ausentaría durante unas noches para iniciarse en el culto a Baco por deseo expreso de su madre, Híspala se desesperó. Para convencerlo de que desistiera le reveló que, siendo esclava, había sido iniciada en el culto por su dueña y sabía que entrañaba toda suerte de bajezas morales. Le aseguró que la única intención de sus padres era buscar su ruina y quedarse con sus bienes. Cuando, persuadido por su amante, el joven volvió a casa y comunicó a sus padres que no participaría en las bacanales, éstos lo echaron. Ebucio se refugió en casa de su tía paterna, una respetable anciana llamada Ebucia, que le aconsejó denunciar el caso al cónsul Espurio Postumio Albino.
El caso llegó entonces a instancias oficiales. Postumio era un patricio y seguramente pensó que este asunto era una oportunidad para recuperar el honor familiar, ya que su padre había muerto en una humillante derrota de las legiones romanas frente a los galos. Secundado por su suegra Sulpicia, matrona de intachable reputación, Postumio investigó el caso. Tras una primera reunión con Ebucia, citó a Híspala. La escena de la confesión, según la relata el historiador Tito Livio, fue dramática: Híspala se debatió entre la obediencia debida a la máxima autoridad de Roma y su compromiso de guardar secreto sobre el culto, ya que lo contrario comportaba el castigo divino. Al final, el cónsul le prometió protección e Híspala decidió confesarlo todo.
Este relieve del siglo II d.C., hallado en Roma, evoca una ceremonia de iniciación en el culto. |
Postumio decidió intervenir de inmediato. Expuso primero el caso ante el Senado, agitando los fantasmas de la juventud ultrajada y de las matronas desinhibidas y emancipadas, y los senadores, «presa del pánico», aprobaron un senadoconsulto (decreto) sobre la materia. El propio Postumio anunció las medidas ante la asamblea de los ciudadanos romanos. Denunció la «impía conjura» de los adeptos a esos «cultos extranjeros», «hombres enteramente afeminados, corrompidos y corruptores, embrutecidos por las vigilias, el vino, el ruido y los gritos nocturnos». Se cifró en unos siete mil el número de implicados en Roma. La persecución, por ello, fue implacable y se convirtió en una caza de brujas, la primera conocida en la historia de Europa.
Se ofrecieron recompensas a quienes delataran a los adeptos; Ebucio e Híspala recibieron cada uno cien mil ases de bronce. Los sospechosos fueron citados y, si no acudían, eran considerados en rebeldía. Todos los que hubieran profanado sus cuerpos eran reos de pena capital. Las mujeres eran entregadas a sus familias para que las eliminaran discretamente, dentro de casa, en el seno familiar.
Resulta muy complejo determinar hasta qué punto eran ciertas las informaciones que transmite Tito Livio sobre las prácticas de magia, crímenes rituales, sexo mixto y sodomía en estas ceremonias báquicas. La información sobre los ritos mistéricos, por su propia naturaleza, es escasa, y las declaraciones atribuidas a Híspala podrían haber sido un montaje para justificar la persecución.
Templo de Baco en Baalbek (Líbano), erigido en el siglo II |
También debe tenerse en cuenta otra cuestión: el papel de la mujer en la sociedad romana. En los años de guerra, las mujeres, mientras sus maridos combatían o al quedar viudas, aprendieron a actuar con independencia, a administrar sus bienes y a ejercer la autoridad sobre los hijos, como hizo la madre de Ebucio. Se atrevieron incluso a reclamar sus derechos: en 195 a.C. se manifestaron para conseguir que se derogara la ley Opia, que restringía la indumentaria, las joyas y los carruajes que las mujeres romanas podían mostrar en público; lograron su objetivo, pese a la oposición de Catón el Viejo y de los tradicionalistas.
El escándalo de las bacanales del año 186 a.C. se explica, de este modo, como un intento de restablecer de nuevo el viejo orden romano. Las influencias extranjeras, especialmente griegas, se vieron proscritas. La represión golpeó con fuerza sobre todo la mitad sur de Italia, tierras donde el culto báquico había arraigado con fuerza y que habían desempeñado un rol ambiguo o procartaginés durante los años críticos de la guerra. Los ritos del pueblo quedaron bajo la estrecha vigilancia de las autoridades. El horror ante las supuestas prácticas homosexuales en las bacanales manifestaba la voluntad de reafirmar los tradicionales valores de virilidad y espíritu marcial de los romanos. Y las mujeres quedaron de nuevo totalmente sometidas a la autoridad patriarcal del pater familias, al que se invitaba incluso a ejecutar en secreto a las hijas culpables.
[+/-] | CLEOPATRA, EL FINAL DE LA REINA DE EGIPTO |
Acorralada por Octavio en Alejandría, Cleopatra decidió suicidarse, como su amante Marco Antonio, antes de que su vencedor la llevara a Roma para exhibirla como un trofeo de guerra
Cuando el 12 de agosto del año 30 a.C. los soldados de Octavio irrumpieron en las estancias de la última reina de Egipto, Cleopatra VII, se encontraron un espectáculo sobrecogedor: la soberana yacía exánime sobre su lecho real, con una de sus doncellas moribunda a sus pies y la otra, a punto de derrumbarse, retocándole la diadema. Los intentos de los soldados para reanimar a la soberana fueron vanos: las tres mujeres acababan de suicidarse. Los soldados vieron en el brazo de Cleopatra dos ligeras punzadas, lo que hizo pensar que había muerto a causa de la mordedura de un áspid. Otros creían que había ingerido algún veneno. Como quiera que fuese, el suicidio resultó una victoria póstuma de Cleopatra: Octavio no podría llevársela viva a Roma y exhibirla de un modo humillante en la procesión triunfal con la que pensaba celebrar su conquista de Egipto. Marco Antonio, el amante de la reina, se había librado del mismo destino suicidándose también él unos días antes.
El destino de Cleopatra y Marco Antonio había quedado sellado un año atrás, en septiembre del año 31 a.C., cuando su flota fue derrotada en la batalla de Actium por el ingenio de Marco Agripa, general y mano derecha de Octavio. Cleopatra regresó a Alejandría, su capital, y poco después Marco Antonio se reunió con ella. El ambiente cortesano que había surgido en torno a la ostentosa pareja decayó rápidamente por el miedo a su inminente caída en desgracia. Quedaban atrás los días de chanzas y francachelas, entre la alegre compañía de bebedores y aduladores en la sensual Alejandría, cuando se llamaban a sí mismos los «inimitables» (amimetobioi). Sus tropas y partidarios desertaron en masa, y solo quedó junto a Antonio un círculo de amigos fieles dispuestos a compartir su destino y que cambiaron su nombre por el más apropiado de «compañeros en la muerte» (synapothanoumenoi). En efecto, a medida que Octavio se aproximaba a Alejandría, Marco Antonio y Cleopatra comenzaron a pensar seriamente en quitarse la vida antes de que los capturaran.
Pese a este ambiente descorazonador, por un momento Cleopatra pensó que podría llegar a algún tipo de acuerdo con Octavio. Éste exigiría, sin duda, la muerte de Antonio, el único rival que amenazaba su supremacía en Roma, pero quizá pudiera hacer un ejercicio de magnanimidad y perdonar a la reina Cleopatra y a sus hijos. Sin embargo, resultaba insalvable el obstáculo de Cesarión, el hijo que la reina había tenido con Julio César, demasiado peligroso como rival de Octavio en el futuro. De modo que el nuevo hombre fuerte de Roma se limitó a responder de forma ambigua a las embajadas que le envió la reina egipcia, al tiempo que su ejército avanzaba sobre Alejandría.
En el verano de 30 a.C., la capital egipcia estaba totalmente cercada por las tropas romanas. Cleopatra, rodeada de sus más íntimos y fieles servidores, se atrincheró en el edificio más inexpugnable de su complejo palacial, seguramente el mausoleo de los reyes lágidas; allí guardó también todos sus tesoros: gemas, joyas, obras de arte, cofres de oro, vestimentas reales, especias...
Entretanto, Antonio decidió presentar batalla. Junto a sus fieles se batió bravamente a las puertas de la ciudad para rechazar la incursión de la caballería de Octavio y mantener aún un poco más el asedio y la ilusión de resistencia. Pero Antonio hubo de ver cómo su flota se rendía, o más bien se pasaba al bando de Octavio, lo que hizo que la caballería desertara de inmediato. Agobiado por la situación e impresionado por un súbito rumor que se difundió acerca del suicidio de su amada reina, Antonio resolvió quitarse la vida con su espada, acompañado por un esclavo de confianza.
Cuando Octavio entró al fin en una Alejandría rendida y silenciosa, su principal preocupación se centró en Cleopatra, que se había atrincherado en el mausoleo, con las macizas puertas cerradas a cal y canto y con una provisión de madera para prender fuego al edificio y sus tesoros después de suicidarse. Eso era precisamente lo que más temía el nuevo amo de Alejandría. Octavio envió a un hombre de confianza, Gayo Proculeyo, para intentar persuadir a la reina de que desistiera de su encierro, pero fue en vano; el legado no podía conceder lo único que deseaba Cleopatra: salvar a sus hijos y sobre todo a Cesarión.
Un día después se celebró una nueva entrevista. Mientras uno de los enviados hablaba con Cleopatra a través de una reja, Proculeyo escaló el edificio con dos sirvientes y accedió a la sala donde se hallaba la reina. Cuando una de sus mujeres la avisó –«¡Desdichada Cleopatra, te van a capturar viva!»–, la reina se clavó una daga en el pecho, pero la herida no fue mortal y Proculeyo logró desarmarla rápidamente. A continuación, Cleopatra fue trasladada al palacio de Alejandría, donde quedó bajo la custodia de un eunuco de confianza de Octavio y sometida a una estrecha vigilancia. Parece que la reina enfermó de pena y dejó de comer, en un intento por precipitar su muerte; Octavio sólo pudo convencerla de que se alimentara con la amenaza de dar muerte a sus hijos.
Unos días más tarde, Cleopatra solicitó una entrevista con Octavio. Las fuentes difieren mucho sobre lo que ocurrió en esa ocasión. Según Plutarco, Octavio vio a una demacrada Cleopatra que le imploró por su vida y la de sus hijos, mientras intentaba librarse de toda culpa. Dión Casio, en cambio, retrata a una reina digna y de luto, aún de irresistible belleza, que trató de seducir a Octavio como había hecho antes con Julio César y Marco Antonio.
Como quiera que fuese, el resultado sería el mismo. Cleopatra sabía que el designio de Octavio era llevarla a ella y a sus hijos a Roma para mayor gloria y triunfo del futuro Augusto; luego la meterían en una mazmorra, donde se volvería loca o se suicidaría, como les había ocurrido a otros monarcas helenísticos. Era una perspectiva insoportable para la orgullosa soberana lágida, que prefirió darse muerte ella misma.
Dos días mas tarde, tras haber rendido visita por vez postrera a los restos de su amado Marco Antonio, la última reina griega de Egipto volvió a sus aposentos, se dio un baño y cenó. Al mismo tiempo entregó un mensaje sellado para Octavio –en el que acaso consignaba su última voluntad de ser enterrada junto a Antonio– y se quedó con sus dos criadas de confianza. Hay autores que recogen las últimas y patéticas palabras de Cleopatra dedicadas a su amado Antonio o la escena misteriosa de su suicidio. Pero lo que ocurrió en la cámara privada de la reina es más que historia y forma parte del mito de Cleopatra. En cuanto a Octavio, la muerte de la reina lo privó de un triunfo más sonado –tan sólo pudo hacer desfilar su efigie por Roma–, pero le dio no sólo el dominio total sobre el Egipto helenístico, convertido en provincia romana, sino también el impulso definitivo para convertirse en Augusto, esto es, en el primer emperador de Roma.
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Cuando el 12 de agosto del año 30 a.C. los soldados de Octavio irrumpieron en las estancias de la última reina de Egipto, Cleopatra VII, se encontraron un espectáculo sobrecogedor: la soberana yacía exánime sobre su lecho real, con una de sus doncellas moribunda a sus pies y la otra, a punto de derrumbarse, retocándole la diadema. Los intentos de los soldados para reanimar a la soberana fueron vanos: las tres mujeres acababan de suicidarse. Los soldados vieron en el brazo de Cleopatra dos ligeras punzadas, lo que hizo pensar que había muerto a causa de la mordedura de un áspid. Otros creían que había ingerido algún veneno. Como quiera que fuese, el suicidio resultó una victoria póstuma de Cleopatra: Octavio no podría llevársela viva a Roma y exhibirla de un modo humillante en la procesión triunfal con la que pensaba celebrar su conquista de Egipto. Marco Antonio, el amante de la reina, se había librado del mismo destino suicidándose también él unos días antes.
El destino de Cleopatra y Marco Antonio había quedado sellado un año atrás, en septiembre del año 31 a.C., cuando su flota fue derrotada en la batalla de Actium por el ingenio de Marco Agripa, general y mano derecha de Octavio. Cleopatra regresó a Alejandría, su capital, y poco después Marco Antonio se reunió con ella. El ambiente cortesano que había surgido en torno a la ostentosa pareja decayó rápidamente por el miedo a su inminente caída en desgracia. Quedaban atrás los días de chanzas y francachelas, entre la alegre compañía de bebedores y aduladores en la sensual Alejandría, cuando se llamaban a sí mismos los «inimitables» (amimetobioi). Sus tropas y partidarios desertaron en masa, y solo quedó junto a Antonio un círculo de amigos fieles dispuestos a compartir su destino y que cambiaron su nombre por el más apropiado de «compañeros en la muerte» (synapothanoumenoi). En efecto, a medida que Octavio se aproximaba a Alejandría, Marco Antonio y Cleopatra comenzaron a pensar seriamente en quitarse la vida antes de que los capturaran.
Pese a este ambiente descorazonador, por un momento Cleopatra pensó que podría llegar a algún tipo de acuerdo con Octavio. Éste exigiría, sin duda, la muerte de Antonio, el único rival que amenazaba su supremacía en Roma, pero quizá pudiera hacer un ejercicio de magnanimidad y perdonar a la reina Cleopatra y a sus hijos. Sin embargo, resultaba insalvable el obstáculo de Cesarión, el hijo que la reina había tenido con Julio César, demasiado peligroso como rival de Octavio en el futuro. De modo que el nuevo hombre fuerte de Roma se limitó a responder de forma ambigua a las embajadas que le envió la reina egipcia, al tiempo que su ejército avanzaba sobre Alejandría.
En el verano de 30 a.C., la capital egipcia estaba totalmente cercada por las tropas romanas. Cleopatra, rodeada de sus más íntimos y fieles servidores, se atrincheró en el edificio más inexpugnable de su complejo palacial, seguramente el mausoleo de los reyes lágidas; allí guardó también todos sus tesoros: gemas, joyas, obras de arte, cofres de oro, vestimentas reales, especias...
Entretanto, Antonio decidió presentar batalla. Junto a sus fieles se batió bravamente a las puertas de la ciudad para rechazar la incursión de la caballería de Octavio y mantener aún un poco más el asedio y la ilusión de resistencia. Pero Antonio hubo de ver cómo su flota se rendía, o más bien se pasaba al bando de Octavio, lo que hizo que la caballería desertara de inmediato. Agobiado por la situación e impresionado por un súbito rumor que se difundió acerca del suicidio de su amada reina, Antonio resolvió quitarse la vida con su espada, acompañado por un esclavo de confianza.
Cuando Octavio entró al fin en una Alejandría rendida y silenciosa, su principal preocupación se centró en Cleopatra, que se había atrincherado en el mausoleo, con las macizas puertas cerradas a cal y canto y con una provisión de madera para prender fuego al edificio y sus tesoros después de suicidarse. Eso era precisamente lo que más temía el nuevo amo de Alejandría. Octavio envió a un hombre de confianza, Gayo Proculeyo, para intentar persuadir a la reina de que desistiera de su encierro, pero fue en vano; el legado no podía conceder lo único que deseaba Cleopatra: salvar a sus hijos y sobre todo a Cesarión.
Un día después se celebró una nueva entrevista. Mientras uno de los enviados hablaba con Cleopatra a través de una reja, Proculeyo escaló el edificio con dos sirvientes y accedió a la sala donde se hallaba la reina. Cuando una de sus mujeres la avisó –«¡Desdichada Cleopatra, te van a capturar viva!»–, la reina se clavó una daga en el pecho, pero la herida no fue mortal y Proculeyo logró desarmarla rápidamente. A continuación, Cleopatra fue trasladada al palacio de Alejandría, donde quedó bajo la custodia de un eunuco de confianza de Octavio y sometida a una estrecha vigilancia. Parece que la reina enfermó de pena y dejó de comer, en un intento por precipitar su muerte; Octavio sólo pudo convencerla de que se alimentara con la amenaza de dar muerte a sus hijos.
Unos días más tarde, Cleopatra solicitó una entrevista con Octavio. Las fuentes difieren mucho sobre lo que ocurrió en esa ocasión. Según Plutarco, Octavio vio a una demacrada Cleopatra que le imploró por su vida y la de sus hijos, mientras intentaba librarse de toda culpa. Dión Casio, en cambio, retrata a una reina digna y de luto, aún de irresistible belleza, que trató de seducir a Octavio como había hecho antes con Julio César y Marco Antonio.
Como quiera que fuese, el resultado sería el mismo. Cleopatra sabía que el designio de Octavio era llevarla a ella y a sus hijos a Roma para mayor gloria y triunfo del futuro Augusto; luego la meterían en una mazmorra, donde se volvería loca o se suicidaría, como les había ocurrido a otros monarcas helenísticos. Era una perspectiva insoportable para la orgullosa soberana lágida, que prefirió darse muerte ella misma.
Dos días mas tarde, tras haber rendido visita por vez postrera a los restos de su amado Marco Antonio, la última reina griega de Egipto volvió a sus aposentos, se dio un baño y cenó. Al mismo tiempo entregó un mensaje sellado para Octavio –en el que acaso consignaba su última voluntad de ser enterrada junto a Antonio– y se quedó con sus dos criadas de confianza. Hay autores que recogen las últimas y patéticas palabras de Cleopatra dedicadas a su amado Antonio o la escena misteriosa de su suicidio. Pero lo que ocurrió en la cámara privada de la reina es más que historia y forma parte del mito de Cleopatra. En cuanto a Octavio, la muerte de la reina lo privó de un triunfo más sonado –tan sólo pudo hacer desfilar su efigie por Roma–, pero le dio no sólo el dominio total sobre el Egipto helenístico, convertido en provincia romana, sino también el impulso definitivo para convertirse en Augusto, esto es, en el primer emperador de Roma.
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[+/-] | LA MEDICINA EN LA GRECIA ANTIGUA |
Fue en Grecia donde, a partir de la actividad de Hipócrates, la medicina comenzó la búsqueda de una explicación racional de las enfermedades, atendiendo a sus síntomas para formular un diagnóstico y ofrecer el tratamiento más adecuado.
Macaón y Podalirio, que atienden a los heridos griegos en la guerra de Troya, son los dos primeros médicos griegos cuyo nombre conocemos. La Ilíada los recuerda como «dos buenos médicos» en el ejército del rey Agamenón. Son hijos del famoso Asclepio (en latín Esculapio), más tarde venerado como dios de la medicina, y héroes muy apreciados tanto por su valor guerrero como por su servicial saber quirúrgico. El médico, llamado iatrós en griego, es, en efecto, según Homero, «un hombre que vale por muchos» (Ilíada, XI, 514), y está calificado socialmente como demioergós, «servidor público», al igual que el adivino, el maestro carpintero o el recitador de poemas. Se trata de un oficio acreditado y sabemos que médicos itinerantes circulaban por la Grecia arcaica. Ya en pleno siglo VI a.C. conocemos el nombre de un famoso médico viajero, Demócedes de Crotona, que, según cuenta Heródoto, acabó sus días en la corte del rey persa Darío I. Pero la figura que marca con su magisterio y sus escritos la etapa que llamamos «técnica» o «científica» de la medicina griega es la de Hipócrates, que vivió más o menos entre 440 y 360 a.C. En su isla natal de Cos fundó la escuela profesional que llevaría su nombre y donde compuso los primeros «tratados hipocráticos», que son el origen del Corpus hipocrático, una variada colección de casi sesenta textos médicos que formaron una biblioteca pionera especializada en la teoría y la práctica de la curación.
El Corpus recoge y examina, con una perspectiva metódica y racional, numerosos datos sobre enfermedades y aspectos varios del arte médico: anatomía, fisiología, ginecología, patología, epidemiología y cirugía. En ellos se pone énfasis en la observación minuciosa de los enfermos y sus dolencias, y se atiende mucho a la dieta y el régimen, lo que no es sorprendente en una ciencia en la que la farmacología es muy elemental y la cirugía interna desempeña un papel muy limitado. Es importante la atención a lo que llamaríamos medicina preventiva y, sobre todo, a la evolución del proceso enfermizo, a los síntomas que permitan conocer sus crisis, dar un pronóstico y orientar la mejoría.
Esa concepción de la physis o naturaleza como un conjunto de fenómenos que el estudio debe explicar mediante razones y experimentos es común a los primeros filósofos, los sofistas y los discípulos de Hipócrates. Por ello escriben esos textos en prosa clara y sencilla, contando sus experiencias e interpretando los hechos según una teoría crítica que los abarca y explica, sujeta a discusión científica. El médico intenta curar tomando conciencia de las causas de la enfermedad y expone el método efectivo para enfrentarse a ella. Aquí surge una medicina empírica y racional, sin ningún elemento mágico ni lastre religioso, en claro contraste con tradiciones médicas mucho más antiguas, como la china o la egipcia. Si es muy difícil valorar con criterio actual el nivel científico de esta medicina –que ignora los microbios, la circulación de la sangre o la química moderna–, no deja de ser ejemplar la orientación metódica y objetiva que caracteriza a esta téchne iatriké, el oficio de la curación.
Frente a esta terapéutica metódica y racional (la de escuelas médicas como la de la isla de Cos; la de la costa de Cnido, en Asia Menor, o la de Crotona, en la península Itálica) aparecen en Grecia otros lugares donde se practica una medicina religiosa en torno a los santuarios del divinizado Asclepio. Allí se promete a los enfermos un tipo distinto de curación, que actúa milagrosamente por la intervención del dios sanador.
Impulsados por su fe, los enfermos acudían a los santuarios y se sometían a ciertos cuidados y ritos purificatorios, que solían incluir baños y rezos, y especialmente la incubatio, es decir, el dormir de noche sobre el suelo del recinto sagrado, donde les llegaba, en sueños, la voz divina que los aconsejaba o sanaba.
Es asombrosa la fama del culto de Asclepio y de sus santuarios –en Cos, Epidauro, Atenas y otras ciudades– desarrollada a partir del siglo V a.C. y aumentada en época helenística. Asclepio, hijo de Apolo, era un dios benévolo y de aire compasivo. Las ruinas de algunos santuarios atestiguan su prestigio y su riqueza, como sucede con el de Epidauro, con su magnífico teatro. Por otra parte, las inscripciones conservadas en forma de breves exvotos de los enfermos agradecidos, como los llamados iámata de Epidauro, testimonian múltiples y pintorescas «curaciones» milagrosas del dios.
Parece que los sacerdotes de esos templos de Asclepio se llevaban muy bien con los médicos hipocráticos, y puede que algunos les enviaran a pacientes que creían incurables. En cambio, algunos hipocráticos –como el autor de La enfermedad sagrada, sobre la epilepsia– rechazan rotundamente por charlatanes e impostores a curanderos, magos y brujos que se ofrecían como portadores de remedios mágicos.
El aprendizaje de la técnica médica estaba ligado a un estrecho vínculo personal entre discípulos y maestros, tanto en las escuelas como en la vida profesional. De ahí el interés histórico de un documento como el denominado «juramento hipocrático», que precisa los deberes del médico para con su maestro y su familia, y, por otro lado, los del médico con los enfermos. El futuro médico jura solemnemente –por Asclepio y sus hijas Higiea y Panacea– «respetar a su maestro como a su padre, compartir con él sus bienes, atender a su familia y enseñar a sus hijos la medicina, si quieren aprenderla, así como a otros discípulos, y a nadie más». Por otro lado, se compromete a ejercer el oficio guardando las normas: no dar veneno ni remedios abortivos –ni aunque lo soliciten los pacientes–, no revelar secretos de los enfermos, abstenerse de relaciones sexuales en las casas que se visiten, no hacer operaciones quirúrgicas si no son especialistas...
Los hipocráticos cuidan mucho la relación de los médicos con los enfermos; consideran que la buena disposición anímica del paciente ayuda a su pronta curación. Les importa mucho el prestigio propio, esa buena fama que el juramento menciona como premio de los cumplidores, frente al castigo de infamia de los otros. Recordemos que quienes practicaban la medicina no tenían un título oficial, sino que debían ganarse la estima de sus clientes –los médicos son los únicos extraños que penetran en los hogares ajenos–, y la confianza era fundamental a la hora de fijar sus honorarios. Algún texto aconseja no comprometerse tratando a enfermos desahuciados, de muerte segura. El médico trata a personas libres y a los esclavos por igual. Sólo en un pasaje Platón advierte que el médico debe explicar bien las causas de sus males a los libres, lo que no es preciso con los esclavos: a éstos basta darles las órdenes y las medicinas, sin explicación.
Hipócrates no dejó su firma en ninguna de las obras del Corpus, aunque muchas llevan el sello de la escuela de Cos. El único texto del que conocemos a su autor es el titulado Sobre la naturaleza del hombre, que escribió Pólibo, yerno de Hipócrates. Este tratado es famoso por una teoría que se suele atribuir a toda la escuela hipocrática: la de los cuatro humores. Se trata de cuatro líquidos presentes en el cuerpo: sangre, bilis, bilis negra y flema, cuyo exceso o falta determina la salud. Unos pocos textos del Corpus se escribieron en la isla vecina de Cnido, donde existió una escuela médica rival. Acaso, como es frecuente en escuelas científicas, se trabajaba en equipo y los asociados no se preocupaban por dejar su firma en los respectivos textos.
Algo después, la tradición médica cobró una nueva perspectiva en Alejandría. Allí, en el Museo, destacaron Herófilo de Calcedonia y Erasístrato de Ceos, que progresaron en los conocimientos de la anatomía y el sistema nervioso, influidos por estudios del filósofo Aristóteles (inventor de la anatomía comparada) y por sus propios análisis, ya que en Alejandría se practicaron disecciones de cuerpos humanos. En Grecia no se hacían, por respeto a prejuicios religiosos. Los griegos diseccionaban sólo animales, especialmente cerdos y monos, pero allí diseccionaron cuerpos vivos de condenados a muerte, para observar mejor el funcionamiento de la sangre y los órganos internos.
En Alejandría y en Roma hubo diversas corrientes médicas, con distintas bases filosóficas: metódicos, empíricos, neumáticos, eclécticos. Pero todas quedaron superadas por la amplia obra y fama de Galeno de Pérgamo, que vivió en el siglo II d.C. Galeno escribió muchísimos libros, tuvo una carrera de inmenso éxito y fue médico de varios emperadores romanos, de Marco Aurelio a Septimio Severo. Sus obras fueron copiadas y comentadas durante siglos por griegos, romanos, árabes y cristianos, y el nombre de Galeno ha quedado como sinónimo del médico por antonomasia.
Los grandes avances de la ciencia médica a partir del siglo XVI, especialmente en los dos últimos siglos, merced al desarrollo de la química y de la farmacia, hacen que la antigua medicina helénica nos parezca muy alejada de la actual. Y, sin embargo, esa concepción racional de la medicina representa una hazaña de indudable valor en la historia de las ciencias, y en el tratamiento y cuidado del ser humano.
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Macaón y Podalirio, que atienden a los heridos griegos en la guerra de Troya, son los dos primeros médicos griegos cuyo nombre conocemos. La Ilíada los recuerda como «dos buenos médicos» en el ejército del rey Agamenón. Son hijos del famoso Asclepio (en latín Esculapio), más tarde venerado como dios de la medicina, y héroes muy apreciados tanto por su valor guerrero como por su servicial saber quirúrgico. El médico, llamado iatrós en griego, es, en efecto, según Homero, «un hombre que vale por muchos» (Ilíada, XI, 514), y está calificado socialmente como demioergós, «servidor público», al igual que el adivino, el maestro carpintero o el recitador de poemas. Se trata de un oficio acreditado y sabemos que médicos itinerantes circulaban por la Grecia arcaica. Ya en pleno siglo VI a.C. conocemos el nombre de un famoso médico viajero, Demócedes de Crotona, que, según cuenta Heródoto, acabó sus días en la corte del rey persa Darío I. Pero la figura que marca con su magisterio y sus escritos la etapa que llamamos «técnica» o «científica» de la medicina griega es la de Hipócrates, que vivió más o menos entre 440 y 360 a.C. En su isla natal de Cos fundó la escuela profesional que llevaría su nombre y donde compuso los primeros «tratados hipocráticos», que son el origen del Corpus hipocrático, una variada colección de casi sesenta textos médicos que formaron una biblioteca pionera especializada en la teoría y la práctica de la curación.
El Corpus recoge y examina, con una perspectiva metódica y racional, numerosos datos sobre enfermedades y aspectos varios del arte médico: anatomía, fisiología, ginecología, patología, epidemiología y cirugía. En ellos se pone énfasis en la observación minuciosa de los enfermos y sus dolencias, y se atiende mucho a la dieta y el régimen, lo que no es sorprendente en una ciencia en la que la farmacología es muy elemental y la cirugía interna desempeña un papel muy limitado. Es importante la atención a lo que llamaríamos medicina preventiva y, sobre todo, a la evolución del proceso enfermizo, a los síntomas que permitan conocer sus crisis, dar un pronóstico y orientar la mejoría.
Esa concepción de la physis o naturaleza como un conjunto de fenómenos que el estudio debe explicar mediante razones y experimentos es común a los primeros filósofos, los sofistas y los discípulos de Hipócrates. Por ello escriben esos textos en prosa clara y sencilla, contando sus experiencias e interpretando los hechos según una teoría crítica que los abarca y explica, sujeta a discusión científica. El médico intenta curar tomando conciencia de las causas de la enfermedad y expone el método efectivo para enfrentarse a ella. Aquí surge una medicina empírica y racional, sin ningún elemento mágico ni lastre religioso, en claro contraste con tradiciones médicas mucho más antiguas, como la china o la egipcia. Si es muy difícil valorar con criterio actual el nivel científico de esta medicina –que ignora los microbios, la circulación de la sangre o la química moderna–, no deja de ser ejemplar la orientación metódica y objetiva que caracteriza a esta téchne iatriké, el oficio de la curación.
Frente a esta terapéutica metódica y racional (la de escuelas médicas como la de la isla de Cos; la de la costa de Cnido, en Asia Menor, o la de Crotona, en la península Itálica) aparecen en Grecia otros lugares donde se practica una medicina religiosa en torno a los santuarios del divinizado Asclepio. Allí se promete a los enfermos un tipo distinto de curación, que actúa milagrosamente por la intervención del dios sanador.
Impulsados por su fe, los enfermos acudían a los santuarios y se sometían a ciertos cuidados y ritos purificatorios, que solían incluir baños y rezos, y especialmente la incubatio, es decir, el dormir de noche sobre el suelo del recinto sagrado, donde les llegaba, en sueños, la voz divina que los aconsejaba o sanaba.
Es asombrosa la fama del culto de Asclepio y de sus santuarios –en Cos, Epidauro, Atenas y otras ciudades– desarrollada a partir del siglo V a.C. y aumentada en época helenística. Asclepio, hijo de Apolo, era un dios benévolo y de aire compasivo. Las ruinas de algunos santuarios atestiguan su prestigio y su riqueza, como sucede con el de Epidauro, con su magnífico teatro. Por otra parte, las inscripciones conservadas en forma de breves exvotos de los enfermos agradecidos, como los llamados iámata de Epidauro, testimonian múltiples y pintorescas «curaciones» milagrosas del dios.
Parece que los sacerdotes de esos templos de Asclepio se llevaban muy bien con los médicos hipocráticos, y puede que algunos les enviaran a pacientes que creían incurables. En cambio, algunos hipocráticos –como el autor de La enfermedad sagrada, sobre la epilepsia– rechazan rotundamente por charlatanes e impostores a curanderos, magos y brujos que se ofrecían como portadores de remedios mágicos.
El aprendizaje de la técnica médica estaba ligado a un estrecho vínculo personal entre discípulos y maestros, tanto en las escuelas como en la vida profesional. De ahí el interés histórico de un documento como el denominado «juramento hipocrático», que precisa los deberes del médico para con su maestro y su familia, y, por otro lado, los del médico con los enfermos. El futuro médico jura solemnemente –por Asclepio y sus hijas Higiea y Panacea– «respetar a su maestro como a su padre, compartir con él sus bienes, atender a su familia y enseñar a sus hijos la medicina, si quieren aprenderla, así como a otros discípulos, y a nadie más». Por otro lado, se compromete a ejercer el oficio guardando las normas: no dar veneno ni remedios abortivos –ni aunque lo soliciten los pacientes–, no revelar secretos de los enfermos, abstenerse de relaciones sexuales en las casas que se visiten, no hacer operaciones quirúrgicas si no son especialistas...
Los hipocráticos cuidan mucho la relación de los médicos con los enfermos; consideran que la buena disposición anímica del paciente ayuda a su pronta curación. Les importa mucho el prestigio propio, esa buena fama que el juramento menciona como premio de los cumplidores, frente al castigo de infamia de los otros. Recordemos que quienes practicaban la medicina no tenían un título oficial, sino que debían ganarse la estima de sus clientes –los médicos son los únicos extraños que penetran en los hogares ajenos–, y la confianza era fundamental a la hora de fijar sus honorarios. Algún texto aconseja no comprometerse tratando a enfermos desahuciados, de muerte segura. El médico trata a personas libres y a los esclavos por igual. Sólo en un pasaje Platón advierte que el médico debe explicar bien las causas de sus males a los libres, lo que no es preciso con los esclavos: a éstos basta darles las órdenes y las medicinas, sin explicación.
Hipócrates no dejó su firma en ninguna de las obras del Corpus, aunque muchas llevan el sello de la escuela de Cos. El único texto del que conocemos a su autor es el titulado Sobre la naturaleza del hombre, que escribió Pólibo, yerno de Hipócrates. Este tratado es famoso por una teoría que se suele atribuir a toda la escuela hipocrática: la de los cuatro humores. Se trata de cuatro líquidos presentes en el cuerpo: sangre, bilis, bilis negra y flema, cuyo exceso o falta determina la salud. Unos pocos textos del Corpus se escribieron en la isla vecina de Cnido, donde existió una escuela médica rival. Acaso, como es frecuente en escuelas científicas, se trabajaba en equipo y los asociados no se preocupaban por dejar su firma en los respectivos textos.
Algo después, la tradición médica cobró una nueva perspectiva en Alejandría. Allí, en el Museo, destacaron Herófilo de Calcedonia y Erasístrato de Ceos, que progresaron en los conocimientos de la anatomía y el sistema nervioso, influidos por estudios del filósofo Aristóteles (inventor de la anatomía comparada) y por sus propios análisis, ya que en Alejandría se practicaron disecciones de cuerpos humanos. En Grecia no se hacían, por respeto a prejuicios religiosos. Los griegos diseccionaban sólo animales, especialmente cerdos y monos, pero allí diseccionaron cuerpos vivos de condenados a muerte, para observar mejor el funcionamiento de la sangre y los órganos internos.
En Alejandría y en Roma hubo diversas corrientes médicas, con distintas bases filosóficas: metódicos, empíricos, neumáticos, eclécticos. Pero todas quedaron superadas por la amplia obra y fama de Galeno de Pérgamo, que vivió en el siglo II d.C. Galeno escribió muchísimos libros, tuvo una carrera de inmenso éxito y fue médico de varios emperadores romanos, de Marco Aurelio a Septimio Severo. Sus obras fueron copiadas y comentadas durante siglos por griegos, romanos, árabes y cristianos, y el nombre de Galeno ha quedado como sinónimo del médico por antonomasia.
Los grandes avances de la ciencia médica a partir del siglo XVI, especialmente en los dos últimos siglos, merced al desarrollo de la química y de la farmacia, hacen que la antigua medicina helénica nos parezca muy alejada de la actual. Y, sin embargo, esa concepción racional de la medicina representa una hazaña de indudable valor en la historia de las ciencias, y en el tratamiento y cuidado del ser humano.
[+/-] | CARAMELO DE SEMILLAS DE SÉSAMO TOSTADAS Y MIEL |
Ingredientes:
Receta de la antigua Grecia
Recetas, manjares y costumbres a la mesa en la antigüedad, Grupo Bona Dea.
- 1 taza de miel
- 1 taza de semillas de sésamo tostadas
- 1/2 cucharadita de sal
- Aceite
- Hervir a fuego moderado la miel, las semillas de sésamo y la sal, revolviendo con frecuencia.
- Dejar hervir durante 15 minutos más, hasta que la mezcla espese.
- Verter la mezcla en un molde de silicona previamente untado en aceite y dejar que la mezcla se enfríe durante unos 35 minutos.
- Desmoldar la mezcla y cortar en trocitos con un cuchillo previamente untado en aceite. Servir.
Receta de la antigua Grecia
Recetas, manjares y costumbres a la mesa en la antigüedad, Grupo Bona Dea.
[+/-] | DULCIA DOMESTICA |
Ingredientes:
Recetas, manjares y costumbres a la mesa en la antigüedad, Grupo Bona Dea.
- 200 g de dátiles frescos o secos
- 50 g de nueces molidas a tozos grandes
- un poco de sal
- vino con miel
- Una pizca de pimienta molida
- Eliminar los huesos de los dátiles y en el hueco que quede, rellenar con las nueces.
- Espolvorear un poco de sal y cubrir con el vino con miel.
- Cocinar a fuego lento hasta que las pieles de los dátiles se deprendan con facilidad (aproximadamente 5-10minutos).
Recetas, manjares y costumbres a la mesa en la antigüedad, Grupo Bona Dea.
[+/-] | FRITURAS DE SÉSAMO CON MIEL |
Receta de la antigua Grecia transmitida por el médico romano Galiano (129-99 a.C.)
- 120 gr de harina
- 225 ml de agua
- 2 cucharas de miel
- Aceite para freír
- 1 cucharada (15 gramos) semillas de sésamo tostadas
- Mezclar la harina, el agua y una cucharada de miel y hacer una masa.
- Calentar 2 cucharadas de aceite en una sartén y verter ¼ de la mezcla.
- Cuando espese darle la vuelta 2 -3 veces para freír en ambas caras.
- Preparar más buñuelos de igual manera.
[+/-] | EL COLISEO DE ROMA |
Luchas entre bestias salvajes, condenados devorados por las fieras, combates entre gladiadores... Tales fueron los espectáculos que acogió desde su inauguración el Coliseo de Roma, el mayor anfiteatro del mundo romano
En el año 80 d.C., la inauguración del Coliseo por el emperador Tito dio lugar a las fiestas más grandiosas de la historia de Roma. Años después, el poeta Marcial recordaba que gentes de todos los confines del Imperio, desde britanos, tracios y sármatas hasta árabes, egipcios y etíopes habían acudido a la capital del Imperio para contemplar las fieras más exóticas y a los más famosos gladiadores, envueltos en exhuberantes cacerías y emocionantes combates. A lo largo de los cien días que duraron los festejos se derramó la sangre de 9.000 animales salvajes, abatidos por cazadores profesionales (venatores), y se representaron truculentos combates terrestres en los que perdieron la vida cientos de personas, así como una naumaquia, una batalla naval entre corintios y corfiotas, la única ocasión en que el gran anfiteatro Flavio se llenó de agua.
Aquel programa de juegos del año 80 fue recordado por los historiadores precisamente por su originalidad y magnificencia. Pero el pueblo se mostraba igualmente entusiasmado con espectáculos más comunes, como los combates gladiatorios (munera gladiatoria) y las cacerías (venationes) que sufragaban cada año los magistrados durante sus campañas electorales, o que ofrecía la familia imperial en las principales fiestas del Estado. Los combates duraban habitualmente entre tres y seis días, y se anunciaban por medio de pintadas en las fachadas de casas, edificios públicos y tumbas. La víspera de los combates, los espectadores hacían cola a las puertas del anfiteatro para recoger las entradas gratuitas. Durante la noche, las fieras salvajes eran llevadas en jaulas hasta los subterráneos del anfiteatro desde los vivaria, los parques en los que estaban confinadas, situados al nordeste de Roma, cerca de los campamentos de la guardia pretoriana. Mientras tanto, los gladiadores celebraban en público una cena libera, en la que el pueblo podía ver de cerca a los héroes que más admiraba.
El día de los juegos, desde primera hora de la mañana, las gradas del Coliseo se llenaban con 50.000 espectadores que llegaban, según Tertuliano, «fuera de sí, ya agitados, ya ciegos, ya excitados por sus apuestas». El programa empezaba con un espectáculo matutino protagonizado por animales salvajes. A menudo comenzaba con una exhibición de animales exóticos, que muchas veces eran totalmente desconocidos para el público. En el año 58 a.C., Emilio Escauro llevó a Roma desde Egipto hipopótamos y cocodrilos, y Pompeyo trajo rinocerontes que fueron descritos como «jabalíes con cuernos». Poco después, Julio César mostró la primera jirafa en la arena. Algunos animales estaban amaestrados y podían representar complejas coreografías e incluso ejecutar acrobacias como andar sobre la cuerda floja. Durante la inauguración del Coliseo, un elefante se postró en posición suplicante ante el emperador «sin que su domador se lo enseñara», afirmó Marcial.
Los combates entre fieras se disponían en series consecutivas (missiones) y se combinaban de tal manera que la lucha fuera lo más dramática y atrayente posible. Se podía lanzar a la arena simultáneamente a un elefante y un toro, un rinoceronte y un oso, un tigre y un león, o grupos de animales de una misma especie, a veces atados entre sí. Los lanzamientos mixtos de muchas fieras (missiones passivae) concluían por lo general con una batida de caza protagonizada por una multitud de venatores, que iban provistos de un venablo y vestían una túnica corta y correas de cuero en torno a sus piernas. El emperador Probo, por ejemplo, mandó a la arena al mismo tiempo cien leones, cien leopardos africanos y otros cien sirios, y trescientos osos, en un «espectáculo más grande que agradable», según anota Dión Casio.
La reacción de los animales no siempre era la esperada. Asustados por la algarabía de las gradas, enfermos o debilitados por una prolongada cautividad, podían negarse a salir de sus jaulas. En tales casos, los domadores los pinchaban, los azuzaban con antorchas o maniquíes en llamas o recurrían a medios más patéticos, como narra Séneca: «Los sirvientes del anfiteatro han encontrado un nuevo método para irritar a las bestias poco antes de enviarlas arriba desde los subterráneos de la arena. Para ponerlas feroces, se muestran ante ellas en el último momento atormentando a sus crías. Y he aquí que la naturaleza feroz de las fieras se triplica y el amor hacia sus cachorros las hace del todo indomables y las empuja como enloquecidas contra las lanzas de los cazadores».
Con el paso del tiempo, y debido a la extinción de algunas especies de carnívoros en el norte de África por las terribles masacres del anfiteatro, se pusieron de moda las exhibiciones de agilidad de los cazadores, que se lucían haciendo piruetas y acrobacias ante las bestias, saltando con pértiga sobre ellas o tirándose desde un caballo a galope sobre el lomo de un toro bravo.
Los animales también se usaban en el espectáculo de mediodía, conocido como damnatio ad bestias y que servía de intermedio entre las venationes y los combates de gladiadores. Consistía en hacer salir a la arena a condenados a muerte, desnudos y desarmados, para que fueran devorados por las fieras. Con el fin de hacer la agonía más atractiva, a veces se disfrazaba al reo con los atributos de héroes míticos cuya vida había tenido un trágico fin, como Orfeo e Ícaro. En otras ocasiones, el entreacto se ocupaba con la actuación de cómicos que parodiaban las luchas de gladiadores.
Los combates entre gladiadores se anunciaban con un toque de trompeta y comenzaban con un desfile por la arena, encabezado por el organizador de los juegos. Tras comprobar el estado de las armas, comenzaban las luchas y el público gritaba entusiasmado desde las gradas: «¡Lo ha tocado!», o «¡Mátalo!» o «¡Perdónalo!» cuando la lucha terminaba. Con mucha frecuencia, los vencidos que habían combatido con valentía y honor recibían el perdón del público. De hecho, Augusto prohibió los combates en los que se daba muerte a todos los vencidos por considerarlos una costumbre bárbara.
Los muertos eran retirados por la puerta Libitinaria y llevados al destrictorium, «un laboratorio infernal, repleto de hierbas de todo tipo, hojas cubiertas por signos incomprensibles y desechos humanos arrancados a los cadáveres antes de darles sepultura. Aquí narices y dedos, allá uñas con restos de carne arrancadas a los crucificados; más allá sangre también recogida de hombres muertos y pedazos de cráneos humanos arrancados a los dientes de las bestias feroces», describe Apuleyo. Los animales muertos se despedazaban y se vendían. La plebe, según Tertuliano, consumía la carne de leones y leopardos, y pedía las tripas de los osos, «donde se encuentra todavía mal digerida la carne humana». Ante nada retrocedían los romanos en su pasión por los espectáculos de gladiadores y nada los disuadió de acudir al Coliseo durante largo tiempo, ni siquiera el triunfo del cristianismo; el último espectáculo registrado en el gran anfiteatro fue una venatio, en el año 523.
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En el año 80 d.C., la inauguración del Coliseo por el emperador Tito dio lugar a las fiestas más grandiosas de la historia de Roma. Años después, el poeta Marcial recordaba que gentes de todos los confines del Imperio, desde britanos, tracios y sármatas hasta árabes, egipcios y etíopes habían acudido a la capital del Imperio para contemplar las fieras más exóticas y a los más famosos gladiadores, envueltos en exhuberantes cacerías y emocionantes combates. A lo largo de los cien días que duraron los festejos se derramó la sangre de 9.000 animales salvajes, abatidos por cazadores profesionales (venatores), y se representaron truculentos combates terrestres en los que perdieron la vida cientos de personas, así como una naumaquia, una batalla naval entre corintios y corfiotas, la única ocasión en que el gran anfiteatro Flavio se llenó de agua.
Aquel programa de juegos del año 80 fue recordado por los historiadores precisamente por su originalidad y magnificencia. Pero el pueblo se mostraba igualmente entusiasmado con espectáculos más comunes, como los combates gladiatorios (munera gladiatoria) y las cacerías (venationes) que sufragaban cada año los magistrados durante sus campañas electorales, o que ofrecía la familia imperial en las principales fiestas del Estado. Los combates duraban habitualmente entre tres y seis días, y se anunciaban por medio de pintadas en las fachadas de casas, edificios públicos y tumbas. La víspera de los combates, los espectadores hacían cola a las puertas del anfiteatro para recoger las entradas gratuitas. Durante la noche, las fieras salvajes eran llevadas en jaulas hasta los subterráneos del anfiteatro desde los vivaria, los parques en los que estaban confinadas, situados al nordeste de Roma, cerca de los campamentos de la guardia pretoriana. Mientras tanto, los gladiadores celebraban en público una cena libera, en la que el pueblo podía ver de cerca a los héroes que más admiraba.
El día de los juegos, desde primera hora de la mañana, las gradas del Coliseo se llenaban con 50.000 espectadores que llegaban, según Tertuliano, «fuera de sí, ya agitados, ya ciegos, ya excitados por sus apuestas». El programa empezaba con un espectáculo matutino protagonizado por animales salvajes. A menudo comenzaba con una exhibición de animales exóticos, que muchas veces eran totalmente desconocidos para el público. En el año 58 a.C., Emilio Escauro llevó a Roma desde Egipto hipopótamos y cocodrilos, y Pompeyo trajo rinocerontes que fueron descritos como «jabalíes con cuernos». Poco después, Julio César mostró la primera jirafa en la arena. Algunos animales estaban amaestrados y podían representar complejas coreografías e incluso ejecutar acrobacias como andar sobre la cuerda floja. Durante la inauguración del Coliseo, un elefante se postró en posición suplicante ante el emperador «sin que su domador se lo enseñara», afirmó Marcial.
Los combates entre fieras se disponían en series consecutivas (missiones) y se combinaban de tal manera que la lucha fuera lo más dramática y atrayente posible. Se podía lanzar a la arena simultáneamente a un elefante y un toro, un rinoceronte y un oso, un tigre y un león, o grupos de animales de una misma especie, a veces atados entre sí. Los lanzamientos mixtos de muchas fieras (missiones passivae) concluían por lo general con una batida de caza protagonizada por una multitud de venatores, que iban provistos de un venablo y vestían una túnica corta y correas de cuero en torno a sus piernas. El emperador Probo, por ejemplo, mandó a la arena al mismo tiempo cien leones, cien leopardos africanos y otros cien sirios, y trescientos osos, en un «espectáculo más grande que agradable», según anota Dión Casio.
La reacción de los animales no siempre era la esperada. Asustados por la algarabía de las gradas, enfermos o debilitados por una prolongada cautividad, podían negarse a salir de sus jaulas. En tales casos, los domadores los pinchaban, los azuzaban con antorchas o maniquíes en llamas o recurrían a medios más patéticos, como narra Séneca: «Los sirvientes del anfiteatro han encontrado un nuevo método para irritar a las bestias poco antes de enviarlas arriba desde los subterráneos de la arena. Para ponerlas feroces, se muestran ante ellas en el último momento atormentando a sus crías. Y he aquí que la naturaleza feroz de las fieras se triplica y el amor hacia sus cachorros las hace del todo indomables y las empuja como enloquecidas contra las lanzas de los cazadores».
Con el paso del tiempo, y debido a la extinción de algunas especies de carnívoros en el norte de África por las terribles masacres del anfiteatro, se pusieron de moda las exhibiciones de agilidad de los cazadores, que se lucían haciendo piruetas y acrobacias ante las bestias, saltando con pértiga sobre ellas o tirándose desde un caballo a galope sobre el lomo de un toro bravo.
Los animales también se usaban en el espectáculo de mediodía, conocido como damnatio ad bestias y que servía de intermedio entre las venationes y los combates de gladiadores. Consistía en hacer salir a la arena a condenados a muerte, desnudos y desarmados, para que fueran devorados por las fieras. Con el fin de hacer la agonía más atractiva, a veces se disfrazaba al reo con los atributos de héroes míticos cuya vida había tenido un trágico fin, como Orfeo e Ícaro. En otras ocasiones, el entreacto se ocupaba con la actuación de cómicos que parodiaban las luchas de gladiadores.
Los combates entre gladiadores se anunciaban con un toque de trompeta y comenzaban con un desfile por la arena, encabezado por el organizador de los juegos. Tras comprobar el estado de las armas, comenzaban las luchas y el público gritaba entusiasmado desde las gradas: «¡Lo ha tocado!», o «¡Mátalo!» o «¡Perdónalo!» cuando la lucha terminaba. Con mucha frecuencia, los vencidos que habían combatido con valentía y honor recibían el perdón del público. De hecho, Augusto prohibió los combates en los que se daba muerte a todos los vencidos por considerarlos una costumbre bárbara.
Los muertos eran retirados por la puerta Libitinaria y llevados al destrictorium, «un laboratorio infernal, repleto de hierbas de todo tipo, hojas cubiertas por signos incomprensibles y desechos humanos arrancados a los cadáveres antes de darles sepultura. Aquí narices y dedos, allá uñas con restos de carne arrancadas a los crucificados; más allá sangre también recogida de hombres muertos y pedazos de cráneos humanos arrancados a los dientes de las bestias feroces», describe Apuleyo. Los animales muertos se despedazaban y se vendían. La plebe, según Tertuliano, consumía la carne de leones y leopardos, y pedía las tripas de los osos, «donde se encuentra todavía mal digerida la carne humana». Ante nada retrocedían los romanos en su pasión por los espectáculos de gladiadores y nada los disuadió de acudir al Coliseo durante largo tiempo, ni siquiera el triunfo del cristianismo; el último espectáculo registrado en el gran anfiteatro fue una venatio, en el año 523.
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