En 186 a.C., las autoridades de Roma lanzaron una brutal persecución contra los adeptos del dios Baco, acusándolos de cometer actos inmorales y de brujería durante sus ritos nocturnos
A principios del siglo II a.C. vivía en Roma un joven llamado Ebucio, perteneciente a la clase de los caballeros. Su padre fue un combatiente de caballería que posiblemente murió durante las guerras contra el cartaginés Aníbal, por lo que quedó bajo la tutela de su madre. Ésta contrajo segundas nupcias con Tito Sempronio Rútilo, otro caballero, y ambos administraron a su antojo los bienes que correspondían al joven por herencia. Cuando Ebucio se acercó a la mayoría de edad, el conflicto familiar por una tutela irresponsable parecía inevitable. Fue entonces cuando la madre, para cumplir la promesa que había hecho a Baco cuando su hijo había estado enfermo, pensó en iniciarlo en el culto a esta divinidad, una práctica religiosa muy popular en esos años.
Entró entonces en escena una liberta llamada Híspala Fecenia. Su nombre podría indicar que era de origen hispano, más concretamente de Hispalis (Sevilla), y sin duda era una cortesana de cierta reputación que había seguido ejerciendo su oficio incluso después de adquirir la libertad a la muerte de su dueño. Ebucio e Híspala se hicieron amantes, y su relación fue tan lejos que ella lo nombró su único heredero. Pero cuando el joven le dijo que se ausentaría durante unas noches para iniciarse en el culto a Baco por deseo expreso de su madre, Híspala se desesperó. Para convencerlo de que desistiera le reveló que, siendo esclava, había sido iniciada en el culto por su dueña y sabía que entrañaba toda suerte de bajezas morales. Le aseguró que la única intención de sus padres era buscar su ruina y quedarse con sus bienes. Cuando, persuadido por su amante, el joven volvió a casa y comunicó a sus padres que no participaría en las bacanales, éstos lo echaron. Ebucio se refugió en casa de su tía paterna, una respetable anciana llamada Ebucia, que le aconsejó denunciar el caso al cónsul Espurio Postumio Albino.
El caso llegó entonces a instancias oficiales. Postumio era un patricio y seguramente pensó que este asunto era una oportunidad para recuperar el honor familiar, ya que su padre había muerto en una humillante derrota de las legiones romanas frente a los galos. Secundado por su suegra Sulpicia, matrona de intachable reputación, Postumio investigó el caso. Tras una primera reunión con Ebucia, citó a Híspala. La escena de la confesión, según la relata el historiador Tito Livio, fue dramática: Híspala se debatió entre la obediencia debida a la máxima autoridad de Roma y su compromiso de guardar secreto sobre el culto, ya que lo contrario comportaba el castigo divino. Al final, el cónsul le prometió protección e Híspala decidió confesarlo todo.
La liberta contó que antiguamente el culto de Baco estuvo reservado a las mujeres, que se reunían tres días al año. Pero Pacula Annia, una sacerdotisa de Campania, introdujo varias reformas bajo inspiración divina: habría sido la primera en iniciar a hombres, a sus propios hijos, y habría multiplicado las ceremonias, que habrían pasado a cinco por mes y se celebraban por la noche. «Desde que los ritos eran promiscuos y se mezclaban hombres y mujeres –resume Tito Livio–, no había delito ni inmoralidad que no se hubiera perpetrado allí; eran más numerosas las prácticas vergonzosas entre hombres que entre hombres y mujeres. Los reacios a someterse al ultraje eran inmolados como víctimas. Los hombres, como posesos, hacían vaticinios entre frenéticas contorsiones corporales; las matronas, ataviadas como bacantes, con el cabello suelto, corrían hasta el Tíber con antorchas encendidas y las sacaban del agua con las llamas intactas porque contenían azufre vivo y cal. Era una multitud muy numerosa, y entre ellos algunos hombres y mujeres de la nobleza». Se captaba sólo a los menores de veinte años, los «más permeables al engaño y la corrupción».
Postumio decidió intervenir de inmediato. Expuso primero el caso ante el Senado, agitando los fantasmas de la juventud ultrajada y de las matronas desinhibidas y emancipadas, y los senadores, «presa del pánico», aprobaron un senadoconsulto (decreto) sobre la materia. El propio Postumio anunció las medidas ante la asamblea de los ciudadanos romanos. Denunció la «impía conjura» de los adeptos a esos «cultos extranjeros», «hombres enteramente afeminados, corrompidos y corruptores, embrutecidos por las vigilias, el vino, el ruido y los gritos nocturnos». Se cifró en unos siete mil el número de implicados en Roma. La persecución, por ello, fue implacable y se convirtió en una caza de brujas, la primera conocida en la historia de Europa.
Se ofrecieron recompensas a quienes delataran a los adeptos; Ebucio e Híspala recibieron cada uno cien mil ases de bronce. Los sospechosos fueron citados y, si no acudían, eran considerados en rebeldía. Todos los que hubieran profanado sus cuerpos eran reos de pena capital. Las mujeres eran entregadas a sus familias para que las eliminaran discretamente, dentro de casa, en el seno familiar.
Resulta muy complejo determinar hasta qué punto eran ciertas las informaciones que transmite Tito Livio sobre las prácticas de magia, crímenes rituales, sexo mixto y sodomía en estas ceremonias báquicas. La información sobre los ritos mistéricos, por su propia naturaleza, es escasa, y las declaraciones atribuidas a Híspala podrían haber sido un montaje para justificar la persecución.
Hay motivos para sospechar que la persecución contra las bacanales fue una reacción de los sectores dominantes contra las alteraciones producidas en Roma en los últimos treinta años como consecuencia de las guerras contra Aníbal. En efecto, un factor que abrió la puerta a los cultos extranjeros fue el terror provocado por las sucesivas derrotas ante Cartago. Masas de población rural que huían de los cartagineses se habían refugiado en Roma y la plebe se había tornado una masa heterogénea que bullía; no es casual que el culto a Baco prendiera en territorio plebeyo, el Aventino, en el bosque de Estímula, situado a los pies de la colina.
También debe tenerse en cuenta otra cuestión: el papel de la mujer en la sociedad romana. En los años de guerra, las mujeres, mientras sus maridos combatían o al quedar viudas, aprendieron a actuar con independencia, a administrar sus bienes y a ejercer la autoridad sobre los hijos, como hizo la madre de Ebucio. Se atrevieron incluso a reclamar sus derechos: en 195 a.C. se manifestaron para conseguir que se derogara la ley Opia, que restringía la indumentaria, las joyas y los carruajes que las mujeres romanas podían mostrar en público; lograron su objetivo, pese a la oposición de Catón el Viejo y de los tradicionalistas.
El escándalo de las bacanales del año 186 a.C. se explica, de este modo, como un intento de restablecer de nuevo el viejo orden romano. Las influencias extranjeras, especialmente griegas, se vieron proscritas. La represión golpeó con fuerza sobre todo la mitad sur de Italia, tierras donde el culto báquico había arraigado con fuerza y que habían desempeñado un rol ambiguo o procartaginés durante los años críticos de la guerra. Los ritos del pueblo quedaron bajo la estrecha vigilancia de las autoridades. El horror ante las supuestas prácticas homosexuales en las bacanales manifestaba la voluntad de reafirmar los tradicionales valores de virilidad y espíritu marcial de los romanos. Y las mujeres quedaron de nuevo totalmente sometidas a la autoridad patriarcal del pater familias, al que se invitaba incluso a ejecutar en secreto a las hijas culpables.
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Procesión báquica, con ménades danzantes y músicos, Alma-Tadema, 1889. |
Entró entonces en escena una liberta llamada Híspala Fecenia. Su nombre podría indicar que era de origen hispano, más concretamente de Hispalis (Sevilla), y sin duda era una cortesana de cierta reputación que había seguido ejerciendo su oficio incluso después de adquirir la libertad a la muerte de su dueño. Ebucio e Híspala se hicieron amantes, y su relación fue tan lejos que ella lo nombró su único heredero. Pero cuando el joven le dijo que se ausentaría durante unas noches para iniciarse en el culto a Baco por deseo expreso de su madre, Híspala se desesperó. Para convencerlo de que desistiera le reveló que, siendo esclava, había sido iniciada en el culto por su dueña y sabía que entrañaba toda suerte de bajezas morales. Le aseguró que la única intención de sus padres era buscar su ruina y quedarse con sus bienes. Cuando, persuadido por su amante, el joven volvió a casa y comunicó a sus padres que no participaría en las bacanales, éstos lo echaron. Ebucio se refugió en casa de su tía paterna, una respetable anciana llamada Ebucia, que le aconsejó denunciar el caso al cónsul Espurio Postumio Albino.
El caso llegó entonces a instancias oficiales. Postumio era un patricio y seguramente pensó que este asunto era una oportunidad para recuperar el honor familiar, ya que su padre había muerto en una humillante derrota de las legiones romanas frente a los galos. Secundado por su suegra Sulpicia, matrona de intachable reputación, Postumio investigó el caso. Tras una primera reunión con Ebucia, citó a Híspala. La escena de la confesión, según la relata el historiador Tito Livio, fue dramática: Híspala se debatió entre la obediencia debida a la máxima autoridad de Roma y su compromiso de guardar secreto sobre el culto, ya que lo contrario comportaba el castigo divino. Al final, el cónsul le prometió protección e Híspala decidió confesarlo todo.
Este relieve del siglo II d.C., hallado en Roma, evoca una ceremonia de iniciación en el culto. |
Postumio decidió intervenir de inmediato. Expuso primero el caso ante el Senado, agitando los fantasmas de la juventud ultrajada y de las matronas desinhibidas y emancipadas, y los senadores, «presa del pánico», aprobaron un senadoconsulto (decreto) sobre la materia. El propio Postumio anunció las medidas ante la asamblea de los ciudadanos romanos. Denunció la «impía conjura» de los adeptos a esos «cultos extranjeros», «hombres enteramente afeminados, corrompidos y corruptores, embrutecidos por las vigilias, el vino, el ruido y los gritos nocturnos». Se cifró en unos siete mil el número de implicados en Roma. La persecución, por ello, fue implacable y se convirtió en una caza de brujas, la primera conocida en la historia de Europa.
Se ofrecieron recompensas a quienes delataran a los adeptos; Ebucio e Híspala recibieron cada uno cien mil ases de bronce. Los sospechosos fueron citados y, si no acudían, eran considerados en rebeldía. Todos los que hubieran profanado sus cuerpos eran reos de pena capital. Las mujeres eran entregadas a sus familias para que las eliminaran discretamente, dentro de casa, en el seno familiar.
Resulta muy complejo determinar hasta qué punto eran ciertas las informaciones que transmite Tito Livio sobre las prácticas de magia, crímenes rituales, sexo mixto y sodomía en estas ceremonias báquicas. La información sobre los ritos mistéricos, por su propia naturaleza, es escasa, y las declaraciones atribuidas a Híspala podrían haber sido un montaje para justificar la persecución.
Templo de Baco en Baalbek (Líbano), erigido en el siglo II |
También debe tenerse en cuenta otra cuestión: el papel de la mujer en la sociedad romana. En los años de guerra, las mujeres, mientras sus maridos combatían o al quedar viudas, aprendieron a actuar con independencia, a administrar sus bienes y a ejercer la autoridad sobre los hijos, como hizo la madre de Ebucio. Se atrevieron incluso a reclamar sus derechos: en 195 a.C. se manifestaron para conseguir que se derogara la ley Opia, que restringía la indumentaria, las joyas y los carruajes que las mujeres romanas podían mostrar en público; lograron su objetivo, pese a la oposición de Catón el Viejo y de los tradicionalistas.
El escándalo de las bacanales del año 186 a.C. se explica, de este modo, como un intento de restablecer de nuevo el viejo orden romano. Las influencias extranjeras, especialmente griegas, se vieron proscritas. La represión golpeó con fuerza sobre todo la mitad sur de Italia, tierras donde el culto báquico había arraigado con fuerza y que habían desempeñado un rol ambiguo o procartaginés durante los años críticos de la guerra. Los ritos del pueblo quedaron bajo la estrecha vigilancia de las autoridades. El horror ante las supuestas prácticas homosexuales en las bacanales manifestaba la voluntad de reafirmar los tradicionales valores de virilidad y espíritu marcial de los romanos. Y las mujeres quedaron de nuevo totalmente sometidas a la autoridad patriarcal del pater familias, al que se invitaba incluso a ejecutar en secreto a las hijas culpables.
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