Acorralada por Octavio en Alejandría, Cleopatra decidió suicidarse, como su amante Marco Antonio, antes de que su vencedor la llevara a Roma para exhibirla como un trofeo de guerra
Cuando el 12 de agosto del año 30 a.C. los soldados de Octavio irrumpieron en las estancias de la última reina de Egipto, Cleopatra VII, se encontraron un espectáculo sobrecogedor: la soberana yacía exánime sobre su lecho real, con una de sus doncellas moribunda a sus pies y la otra, a punto de derrumbarse, retocándole la diadema. Los intentos de los soldados para reanimar a la soberana fueron vanos: las tres mujeres acababan de suicidarse. Los soldados vieron en el brazo de Cleopatra dos ligeras punzadas, lo que hizo pensar que había muerto a causa de la mordedura de un áspid. Otros creían que había ingerido algún veneno. Como quiera que fuese, el suicidio resultó una victoria póstuma de Cleopatra: Octavio no podría llevársela viva a Roma y exhibirla de un modo humillante en la procesión triunfal con la que pensaba celebrar su conquista de Egipto. Marco Antonio, el amante de la reina, se había librado del mismo destino suicidándose también él unos días antes.
El destino de Cleopatra y Marco Antonio había quedado sellado un año atrás, en septiembre del año 31 a.C., cuando su flota fue derrotada en la batalla de Actium por el ingenio de Marco Agripa, general y mano derecha de Octavio. Cleopatra regresó a Alejandría, su capital, y poco después Marco Antonio se reunió con ella. El ambiente cortesano que había surgido en torno a la ostentosa pareja decayó rápidamente por el miedo a su inminente caída en desgracia. Quedaban atrás los días de chanzas y francachelas, entre la alegre compañía de bebedores y aduladores en la sensual Alejandría, cuando se llamaban a sí mismos los «inimitables» (amimetobioi). Sus tropas y partidarios desertaron en masa, y solo quedó junto a Antonio un círculo de amigos fieles dispuestos a compartir su destino y que cambiaron su nombre por el más apropiado de «compañeros en la muerte» (synapothanoumenoi). En efecto, a medida que Octavio se aproximaba a Alejandría, Marco Antonio y Cleopatra comenzaron a pensar seriamente en quitarse la vida antes de que los capturaran.
Pese a este ambiente descorazonador, por un momento Cleopatra pensó que podría llegar a algún tipo de acuerdo con Octavio. Éste exigiría, sin duda, la muerte de Antonio, el único rival que amenazaba su supremacía en Roma, pero quizá pudiera hacer un ejercicio de magnanimidad y perdonar a la reina Cleopatra y a sus hijos. Sin embargo, resultaba insalvable el obstáculo de Cesarión, el hijo que la reina había tenido con Julio César, demasiado peligroso como rival de Octavio en el futuro. De modo que el nuevo hombre fuerte de Roma se limitó a responder de forma ambigua a las embajadas que le envió la reina egipcia, al tiempo que su ejército avanzaba sobre Alejandría.
En el verano de 30 a.C., la capital egipcia estaba totalmente cercada por las tropas romanas. Cleopatra, rodeada de sus más íntimos y fieles servidores, se atrincheró en el edificio más inexpugnable de su complejo palacial, seguramente el mausoleo de los reyes lágidas; allí guardó también todos sus tesoros: gemas, joyas, obras de arte, cofres de oro, vestimentas reales, especias...
Entretanto, Antonio decidió presentar batalla. Junto a sus fieles se batió bravamente a las puertas de la ciudad para rechazar la incursión de la caballería de Octavio y mantener aún un poco más el asedio y la ilusión de resistencia. Pero Antonio hubo de ver cómo su flota se rendía, o más bien se pasaba al bando de Octavio, lo que hizo que la caballería desertara de inmediato. Agobiado por la situación e impresionado por un súbito rumor que se difundió acerca del suicidio de su amada reina, Antonio resolvió quitarse la vida con su espada, acompañado por un esclavo de confianza.
Cuando Octavio entró al fin en una Alejandría rendida y silenciosa, su principal preocupación se centró en Cleopatra, que se había atrincherado en el mausoleo, con las macizas puertas cerradas a cal y canto y con una provisión de madera para prender fuego al edificio y sus tesoros después de suicidarse. Eso era precisamente lo que más temía el nuevo amo de Alejandría. Octavio envió a un hombre de confianza, Gayo Proculeyo, para intentar persuadir a la reina de que desistiera de su encierro, pero fue en vano; el legado no podía conceder lo único que deseaba Cleopatra: salvar a sus hijos y sobre todo a Cesarión.
Un día después se celebró una nueva entrevista. Mientras uno de los enviados hablaba con Cleopatra a través de una reja, Proculeyo escaló el edificio con dos sirvientes y accedió a la sala donde se hallaba la reina. Cuando una de sus mujeres la avisó –«¡Desdichada Cleopatra, te van a capturar viva!»–, la reina se clavó una daga en el pecho, pero la herida no fue mortal y Proculeyo logró desarmarla rápidamente. A continuación, Cleopatra fue trasladada al palacio de Alejandría, donde quedó bajo la custodia de un eunuco de confianza de Octavio y sometida a una estrecha vigilancia. Parece que la reina enfermó de pena y dejó de comer, en un intento por precipitar su muerte; Octavio sólo pudo convencerla de que se alimentara con la amenaza de dar muerte a sus hijos.
Unos días más tarde, Cleopatra solicitó una entrevista con Octavio. Las fuentes difieren mucho sobre lo que ocurrió en esa ocasión. Según Plutarco, Octavio vio a una demacrada Cleopatra que le imploró por su vida y la de sus hijos, mientras intentaba librarse de toda culpa. Dión Casio, en cambio, retrata a una reina digna y de luto, aún de irresistible belleza, que trató de seducir a Octavio como había hecho antes con Julio César y Marco Antonio.
Como quiera que fuese, el resultado sería el mismo. Cleopatra sabía que el designio de Octavio era llevarla a ella y a sus hijos a Roma para mayor gloria y triunfo del futuro Augusto; luego la meterían en una mazmorra, donde se volvería loca o se suicidaría, como les había ocurrido a otros monarcas helenísticos. Era una perspectiva insoportable para la orgullosa soberana lágida, que prefirió darse muerte ella misma.
Dos días mas tarde, tras haber rendido visita por vez postrera a los restos de su amado Marco Antonio, la última reina griega de Egipto volvió a sus aposentos, se dio un baño y cenó. Al mismo tiempo entregó un mensaje sellado para Octavio –en el que acaso consignaba su última voluntad de ser enterrada junto a Antonio– y se quedó con sus dos criadas de confianza. Hay autores que recogen las últimas y patéticas palabras de Cleopatra dedicadas a su amado Antonio o la escena misteriosa de su suicidio. Pero lo que ocurrió en la cámara privada de la reina es más que historia y forma parte del mito de Cleopatra. En cuanto a Octavio, la muerte de la reina lo privó de un triunfo más sonado –tan sólo pudo hacer desfilar su efigie por Roma–, pero le dio no sólo el dominio total sobre el Egipto helenístico, convertido en provincia romana, sino también el impulso definitivo para convertirse en Augusto, esto es, en el primer emperador de Roma.
National Geographic
Cuando el 12 de agosto del año 30 a.C. los soldados de Octavio irrumpieron en las estancias de la última reina de Egipto, Cleopatra VII, se encontraron un espectáculo sobrecogedor: la soberana yacía exánime sobre su lecho real, con una de sus doncellas moribunda a sus pies y la otra, a punto de derrumbarse, retocándole la diadema. Los intentos de los soldados para reanimar a la soberana fueron vanos: las tres mujeres acababan de suicidarse. Los soldados vieron en el brazo de Cleopatra dos ligeras punzadas, lo que hizo pensar que había muerto a causa de la mordedura de un áspid. Otros creían que había ingerido algún veneno. Como quiera que fuese, el suicidio resultó una victoria póstuma de Cleopatra: Octavio no podría llevársela viva a Roma y exhibirla de un modo humillante en la procesión triunfal con la que pensaba celebrar su conquista de Egipto. Marco Antonio, el amante de la reina, se había librado del mismo destino suicidándose también él unos días antes.
El destino de Cleopatra y Marco Antonio había quedado sellado un año atrás, en septiembre del año 31 a.C., cuando su flota fue derrotada en la batalla de Actium por el ingenio de Marco Agripa, general y mano derecha de Octavio. Cleopatra regresó a Alejandría, su capital, y poco después Marco Antonio se reunió con ella. El ambiente cortesano que había surgido en torno a la ostentosa pareja decayó rápidamente por el miedo a su inminente caída en desgracia. Quedaban atrás los días de chanzas y francachelas, entre la alegre compañía de bebedores y aduladores en la sensual Alejandría, cuando se llamaban a sí mismos los «inimitables» (amimetobioi). Sus tropas y partidarios desertaron en masa, y solo quedó junto a Antonio un círculo de amigos fieles dispuestos a compartir su destino y que cambiaron su nombre por el más apropiado de «compañeros en la muerte» (synapothanoumenoi). En efecto, a medida que Octavio se aproximaba a Alejandría, Marco Antonio y Cleopatra comenzaron a pensar seriamente en quitarse la vida antes de que los capturaran.
Pese a este ambiente descorazonador, por un momento Cleopatra pensó que podría llegar a algún tipo de acuerdo con Octavio. Éste exigiría, sin duda, la muerte de Antonio, el único rival que amenazaba su supremacía en Roma, pero quizá pudiera hacer un ejercicio de magnanimidad y perdonar a la reina Cleopatra y a sus hijos. Sin embargo, resultaba insalvable el obstáculo de Cesarión, el hijo que la reina había tenido con Julio César, demasiado peligroso como rival de Octavio en el futuro. De modo que el nuevo hombre fuerte de Roma se limitó a responder de forma ambigua a las embajadas que le envió la reina egipcia, al tiempo que su ejército avanzaba sobre Alejandría.
En el verano de 30 a.C., la capital egipcia estaba totalmente cercada por las tropas romanas. Cleopatra, rodeada de sus más íntimos y fieles servidores, se atrincheró en el edificio más inexpugnable de su complejo palacial, seguramente el mausoleo de los reyes lágidas; allí guardó también todos sus tesoros: gemas, joyas, obras de arte, cofres de oro, vestimentas reales, especias...
Entretanto, Antonio decidió presentar batalla. Junto a sus fieles se batió bravamente a las puertas de la ciudad para rechazar la incursión de la caballería de Octavio y mantener aún un poco más el asedio y la ilusión de resistencia. Pero Antonio hubo de ver cómo su flota se rendía, o más bien se pasaba al bando de Octavio, lo que hizo que la caballería desertara de inmediato. Agobiado por la situación e impresionado por un súbito rumor que se difundió acerca del suicidio de su amada reina, Antonio resolvió quitarse la vida con su espada, acompañado por un esclavo de confianza.
Cuando Octavio entró al fin en una Alejandría rendida y silenciosa, su principal preocupación se centró en Cleopatra, que se había atrincherado en el mausoleo, con las macizas puertas cerradas a cal y canto y con una provisión de madera para prender fuego al edificio y sus tesoros después de suicidarse. Eso era precisamente lo que más temía el nuevo amo de Alejandría. Octavio envió a un hombre de confianza, Gayo Proculeyo, para intentar persuadir a la reina de que desistiera de su encierro, pero fue en vano; el legado no podía conceder lo único que deseaba Cleopatra: salvar a sus hijos y sobre todo a Cesarión.
Un día después se celebró una nueva entrevista. Mientras uno de los enviados hablaba con Cleopatra a través de una reja, Proculeyo escaló el edificio con dos sirvientes y accedió a la sala donde se hallaba la reina. Cuando una de sus mujeres la avisó –«¡Desdichada Cleopatra, te van a capturar viva!»–, la reina se clavó una daga en el pecho, pero la herida no fue mortal y Proculeyo logró desarmarla rápidamente. A continuación, Cleopatra fue trasladada al palacio de Alejandría, donde quedó bajo la custodia de un eunuco de confianza de Octavio y sometida a una estrecha vigilancia. Parece que la reina enfermó de pena y dejó de comer, en un intento por precipitar su muerte; Octavio sólo pudo convencerla de que se alimentara con la amenaza de dar muerte a sus hijos.
Unos días más tarde, Cleopatra solicitó una entrevista con Octavio. Las fuentes difieren mucho sobre lo que ocurrió en esa ocasión. Según Plutarco, Octavio vio a una demacrada Cleopatra que le imploró por su vida y la de sus hijos, mientras intentaba librarse de toda culpa. Dión Casio, en cambio, retrata a una reina digna y de luto, aún de irresistible belleza, que trató de seducir a Octavio como había hecho antes con Julio César y Marco Antonio.
Como quiera que fuese, el resultado sería el mismo. Cleopatra sabía que el designio de Octavio era llevarla a ella y a sus hijos a Roma para mayor gloria y triunfo del futuro Augusto; luego la meterían en una mazmorra, donde se volvería loca o se suicidaría, como les había ocurrido a otros monarcas helenísticos. Era una perspectiva insoportable para la orgullosa soberana lágida, que prefirió darse muerte ella misma.
Dos días mas tarde, tras haber rendido visita por vez postrera a los restos de su amado Marco Antonio, la última reina griega de Egipto volvió a sus aposentos, se dio un baño y cenó. Al mismo tiempo entregó un mensaje sellado para Octavio –en el que acaso consignaba su última voluntad de ser enterrada junto a Antonio– y se quedó con sus dos criadas de confianza. Hay autores que recogen las últimas y patéticas palabras de Cleopatra dedicadas a su amado Antonio o la escena misteriosa de su suicidio. Pero lo que ocurrió en la cámara privada de la reina es más que historia y forma parte del mito de Cleopatra. En cuanto a Octavio, la muerte de la reina lo privó de un triunfo más sonado –tan sólo pudo hacer desfilar su efigie por Roma–, pero le dio no sólo el dominio total sobre el Egipto helenístico, convertido en provincia romana, sino también el impulso definitivo para convertirse en Augusto, esto es, en el primer emperador de Roma.
National Geographic
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