El comandante comenzó la campaña contra Espartaco imponiendo el arcaico castigo del decimatio a las legiones que habían huido. Este brutal castigo consistía en la elección por sorteo de 1 de cada 10 hombres para ser asesinados a golpes y palos por sus propios compañeros.
El primer triunvirato en la historia de Roma –que en realidad no tenía forma política, sino que era una alianza secreta– funcionó con el encanto de Julio César, la auctoritas de Cneo Pompeyo y el dinero de Marco Licinio Craso, uno de los más crueles y codiciosos romanos de su tiempo. Precisamente el afán de Craso por alcanzar un nombre militar y político más allá de la anchura de sus arcas condujo al veterano romano a embarcarse en una demencial incursión contra los partos que terminó en desastre. Con más de 60 años, Craso dirigió con desgana y exceso de confianza la campaña, lo que le costó acabar con su cabeza arrojada a los pies del rey parto mientras trataba sin éxito de negociar una tregua. El historiador Dión Casio relata que, conocedores de su codicia, los partos le introdujeron oro líquido por la garganta para terminar con su vida.
La familia de Craso, que se remontaba a uno de los linajes más antiguos de la República romana, sufrió de lleno la represión de Cayo Mario y de Cina en su confrontación con Cornelio Sila. Para escapar de la muerte, el joven Marco Licinio Craso buscó refugio en Hispania en el 85 a. C, donde, aprovechando las clientelas que su padre había extendido durante su gobierno en la Hispania Ulterior, reclutó un pequeño ejército poniéndose a las órdenes de Sila cuando éste volvió a Italia. Sin llegar a la fama del Alejandro Magno romano –Pompeyo– , Craso se destacó en la Primera Guerra Civil, especialmente en la conocida Batalla de la Puerta Colina, pero no fue en el aspecto militar donde adquirió mayor notoriedad, sino con las proscripciones que siguieron al establecimiento de la dictadura de Sila.
Como hizo Cayo Mario años atrás, el nuevo régimen aplicó una sangrienta represión que incluía una amplia lista de proscritos clavada en el Foro. Quien aparecía en esta lista debía perder todos sus derechos como romano y morir, siendo perfectamente legal que fuera a través de un método violento. Las cabezas de cientos de proscritos (40 senadores, 1.600 ecuestres y 4.000 ciudadanos sufrieron esta condena) terminaron decorando las paredes del Foro y sus bienes pasaron a ser propiedad de Sila y del Tesoro, que, sin embargo, se mostró muy generoso en el reparto con sus seguidores.
Craso fue el más hábil y codicioso de entre los especuladores del periodo, pese a lo cual llevaba una vida considerada frugal en una época de excesos. «Cuando Sila se apoderó de la ciudad y puso a la venta las propiedades de los que iban pereciendo a sus manos, ya que las consideraba y denominaba botín y quería que la mayoría de los notables compartieran este sacrilegio, Craso no se abstuvo de coger ni de comprar», escribe el historiador romano Plutarco. De los 300 talentos con los que empezó la guerra, Craso pasó a 7.100 en poco tiempo, lo que le convirtió en el hombre más rico de Roma, solo igualado por su rival Pompeyo y solo superado a nivel histórico por lo acumulado tres décadas después por el Emperador César Augusto.
Además de la venta de las mansiones requisadas, Craso llevó la especulación a un nivel superior de ilegalidad. Se dedicaba a comprar los edificios situados en lugares con tendencia a incendiarse y sus proximidades, pues los propietarios se los cedían a bajo precio a causa de las presiones. En paralelo, creó un equipo de bomberos, que intervenía solo en caso de ser conveniente a los intereses de Craso en esas zonas, y otro de constructores para apuntalar los edificios y desescombrar las parcelas en cuanto el fuego hubiera pasado. No hacía edificios nuevos, pues aseguraba que «los aficionados a la construcción se arruinan ellos mismos sin necesidad de enemigos».
Los métodos para adquirir muchas de esas propiedades eran tan variados como oscuros. En el año 73 a.C, frecuentó la casa de una virgen vestal llamada Licinia, quizá familiar suyo, que fue acusada formalmente de romper su voto de castidad, lo cual era castigado con el enterramiento en vida de la culpable. Tan convencidos estaban todos del entusiasmo de Craso por hacerse con propiedades, que le bastó decir que su única intención en las visitas a Licinia era comprarle una casa para que la acusación fuera desestimada. El romano siguió rondando a la vestal hasta que finalmente le vendió su casa.
La mayor experiencia militar de Craso en los años posteriores a la guerra civil tuvo lugar con la rebelión de los esclavos del año 73 a.C. Un grupo de ochenta gladiadores, encabezados por un esclavo tracio llamado Espartaco, escapó de una escuela de gladiadores en Capua y se refugió a las faldas del Vesubio, desde donde levantó a miles de esclavos en favor de su causa. Espartaco se reveló como un astuto militar que transformó la maraña de hombres y mujeres de distintas tribus en un ejército unido capaz de destrozar a dos ejércitos consulares y, con el tiempo, cualificado incluso para crear talleres propios para equipar a sus fuerzas.
Como Adrian Goldsworthy relata en su libro «Grandes generales del Ejército romano» (Ariel, 2005), poco se sabe realmente de los orígenes de Espartaco y de cómo adquirió sus conocimientos tácticos. Varias fuentes señalan que había luchado contra los romanos antes o incluso con ellos en alguna de sus tropas auxiliares. Lo único nítido es que conocía muy bien a los soldados romanos. Por esta razón, el Senado encargó a Marco Licinio Craso que se hiciera cargo de la campaña.
Ejerciendo como pretor, Craso comenzó las operaciones desempolvando el arcaico castigo del decimatio a las legiones que habían huido cuando se hallaban al mando de sus predecesores. Este brutal castigo consistía en la elección por sorteo de 1 de cada 10 hombres para ser asesinados a golpes y palos por sus propios compañeros. Además, al 90% de las tropas restantes las cambió la ración de trigo por cebada y las obligó a levantar sus tiendas fuera de los muros de los campamentos del ejército. Estas medidas, que hacían más daño que beneficio a la moral de la tropa, respondían a la gravedad de que un grupo de esclavos se hubiera sublevado en el corazón de la península itálica.
Al frente de ocho legiones, el pretor sufrió algunos reveses iniciales, pero no tardó en ganar terreno al ejército de esclavos. Craso derrotó a un grupo que se había escindido entonces del principal ejército de Espartaco, y levantó una inmensa línea de fortificaciones de unos 65 kilómetros con el objetivo de encerrar a los esclavos en la punta más extrema de Italia. Viéndose acorralados, Espartaco y su ejército entraron en contacto en el mar Tirreno con los piratas de Cilicia, quienes prometieron darle una flota para transportar las tropas rebeldes a Sicilia con el fin de hacer de la isla un bastión rebelde inexpugnable. Sin embargo, los romanos se percataron de la intención de Espartaco, por lo que sobornaron a los piratas para que traicionaran al esclavo tracio.
En una ocurrencia desesperada, el caudillo rebelde recurrió a una táctica utilizada contra los romanos por el cartaginés Aníbal, otro de los emblemáticos villanos de la historia de Roma. Durante una noche tormentosa, reunió a todas las cabezas de ganado que pudo, colocó antorchas en sus cuernos y las arrojó hacia la zona más vulnerable de las fortificaciones. Los romanos se concentraron en el punto a donde se dirigían las antorchas, pero pronto descubrieron, para su sorpresa, que no eran hombres, sino reses. Los rebeldes aprovecharon la distracción para cruzar la valla por otro sector sin ser molestados.
Pese a su astuta acción, Espartaco se vio obligado a enfrentarse finalmente a las legiones de Craso en terreno abierto. En el comienzo de la acción, en el año 71 a.C, el antiguo gladiador cortó el cuello a su propio caballo, supuestamente capturado a uno de los comandantes romanos antes derrotados, para demostrar que no estaba dispuesto a huir y pelearía con sus hombres hasta el final. Y así fue. Plutarco afirma que el guerrero tracio fue reducido por una decena de hombres cuando trataba de alcanzar la posición de Craso, después de dar muerte a dos centuriones que le salieron a su paso. La mayoría de los rebeldes pereció en la batalla y de los que se rindieron, 6.000 prisioneros adultos, todos fueron crucificados a intervalos a lo largo de la Vía Apia, desde Roma hasta Capua, como advertencia a otros esclavos dispuestos a atacar a sus amos.
Craso solo pudo celebrar una ovación por su papel en la rebelión –dado que el Senado quiso restar importancia a la campaña, para evitar convertir en un mártir a Espartaco, y le negó el triunfo–, mientras Pompeyo incluyó la campaña contra los esclavos en las celebraciones de su segundo triunfo, concedido sobre todo por sus méritos en Hispania. De esta forma, Pompeyo se adueñó injustamente de la mayor parte de la gloria de la victoria de Craso en la rebelión, al derrotar a un par de miles de esclavos cuando ya encontraban huyendo. La herida abierta entre ambos protagonizó el escenario político de los siguientes años.
Pompeyo tenía la auctoritas (el prestigio), pero Craso no era solo dinero. Dado que Pompeyo se pasó los primeros años de su carrera en el extranjero, la gente de Roma conocía y estimaba mucho más a Craso, que participaba activamente en la vida social de la capital y sabía ganarse el favor popular para lograr sus objetivos electorales. Cuando en el año 71 a.C. fue elegido cónsul, tras su éxito en la represión de la revuelta de Espartaco, «consagró a Hércules el diez por ciento de sus bienes –explica Plutarco–, ofreció un banquete al pueblo y de sus propios fondos procuró a cada romano una provisión de grano para tres meses». Y más allá del servicio público convencional, Craso se ganó las simpatías a través de una estrategia de préstamos a prometedores senadores, como fue el caso de Julio César, al que prestó 830 talentos en los inicios de su carrera política a cambio de su apoyo en el futuro.
Su escasa popularidad y lo ingobernable del Senado legado por Sila, empujó a Pompeyo a firmar una alianza secreta con su antiguo rival Craso y su joven protegido, Cayo Julio César, que hizo las veces de contrapeso en la alianza. Para estrechar estos lazos, Pompeyo contrajo matrimonio con la hija de Julio César y, a pesar de la diferencia de edad, fueron extremadamente felices hasta la prematura muerte de ella. La alianza fue muy lucrativa para sus promotores y es conocida hoy entre los historiadores como Primer Triunvirato, pese a que no fue más que un pacto privado sin forma política, como sí lo fue el Segundo Triunvirato (formado por Marco Antonio, Octavio y Lépido). Salvando los escollos de un sistema excesivamente enmarañado, Pompeyo consiguió con el pacto llevar a término su reorganización de Oriente y proporcionar tierras a sus veteranos; Craso obtuvo una renegociación de los contratos de los recaudadores de impuestos; y César, por su parte, pudo avanzar en su reforma agraria y obtener un mando sobre la Galia, donde inició una ambiciosa campaña militar.
Craso y Pompeyo se toleraron durante más de un lustro, pese a la hostilidad latente que había entre ambos, pero fue la emergente figura de un victorioso Julio César lo que rompió definitivamente el equilibrio entre los tres. Hacia el año 55 a.C., Craso decidió comenzar una campaña militar en Siria para recordar a la República que él también era un brillante comandante como sus dos socios políticos. Su elección fue conquistar Partia, un gran reino que se extendía más allá de Armenia, lo cual le valió numerosas críticas al conducir a Roma a una guerra innecesaria solo sujeta a sus intereses particulares. Y ciertamente, no era el mejor enemigo para ganar fama rápida, como iba a descubrir con su vida.
A sus 60 años y tras 16 años sin tomar servicio activo, Craso partió a Siria, donde se entretuvo la mayor parte del año recaudando impuestos para financiar su expedición. En la primavera del 53 a.C. el comandante romano se dirigió al frente de siete legiones rebosantes de confianza a las entrañas de Partia. No obstante, los partos –que derrotarían años después también a Marco Antonio– conocían muy bien a su rival. A pesar de la caballería aliada y la infantería ligera, la gran carencia del ejército romano seguía siendo por entonces su lentitud y su vulnerabilidad en grandes llanuras. Las rápidas tropas partas, en cambio, se basaban en dos tipos de caballerías: los catafractos, caballería pesada armada de lanzas, y los veloces arqueros a caballo con sus poderosos arcos compuestos. Con todo, el primer enfrentamiento entre el ejército romano y los partos en Carras terminó en empate, aunque la superioridad de la caballería parta se tradujo en un mayor número de bajas entre los romanos. Cuando esa misma noche los hombres de Craso se lamían sus heridas, cundió de repente el pánico entre ellos y su ánimo se quebró sin que el anciano comandante tuviera fuerzas para reconducir la situación. Los romanos iniciaron una desordenada huida a pie perseguidos por la caballería parta.
Mientras trataba de negociar una tregua, Craso fue asesinado y su cabeza y manos enviadas al rey parto. Entre el mito y la realidad, Dión Casio sostiene que los partos le introdujeron oro líquido por la garganta para terminar con su vida, conocedores de su sed de riqueza. La carrera de uno de los romanos más codiciosos y crueles de su tiempo terminaba así con una humillante derrota. En Roma, su muerte abrió una brecha irreparable entre Julio César y Cneo Pompeyo, que derivó en una guerra civil donde se impuso el primero y más joven.
ABC
El primer triunvirato en la historia de Roma –que en realidad no tenía forma política, sino que era una alianza secreta– funcionó con el encanto de Julio César, la auctoritas de Cneo Pompeyo y el dinero de Marco Licinio Craso, uno de los más crueles y codiciosos romanos de su tiempo. Precisamente el afán de Craso por alcanzar un nombre militar y político más allá de la anchura de sus arcas condujo al veterano romano a embarcarse en una demencial incursión contra los partos que terminó en desastre. Con más de 60 años, Craso dirigió con desgana y exceso de confianza la campaña, lo que le costó acabar con su cabeza arrojada a los pies del rey parto mientras trataba sin éxito de negociar una tregua. El historiador Dión Casio relata que, conocedores de su codicia, los partos le introdujeron oro líquido por la garganta para terminar con su vida.
La familia de Craso, que se remontaba a uno de los linajes más antiguos de la República romana, sufrió de lleno la represión de Cayo Mario y de Cina en su confrontación con Cornelio Sila. Para escapar de la muerte, el joven Marco Licinio Craso buscó refugio en Hispania en el 85 a. C, donde, aprovechando las clientelas que su padre había extendido durante su gobierno en la Hispania Ulterior, reclutó un pequeño ejército poniéndose a las órdenes de Sila cuando éste volvió a Italia. Sin llegar a la fama del Alejandro Magno romano –Pompeyo– , Craso se destacó en la Primera Guerra Civil, especialmente en la conocida Batalla de la Puerta Colina, pero no fue en el aspecto militar donde adquirió mayor notoriedad, sino con las proscripciones que siguieron al establecimiento de la dictadura de Sila.
Como hizo Cayo Mario años atrás, el nuevo régimen aplicó una sangrienta represión que incluía una amplia lista de proscritos clavada en el Foro. Quien aparecía en esta lista debía perder todos sus derechos como romano y morir, siendo perfectamente legal que fuera a través de un método violento. Las cabezas de cientos de proscritos (40 senadores, 1.600 ecuestres y 4.000 ciudadanos sufrieron esta condena) terminaron decorando las paredes del Foro y sus bienes pasaron a ser propiedad de Sila y del Tesoro, que, sin embargo, se mostró muy generoso en el reparto con sus seguidores.
Craso fue el más hábil y codicioso de entre los especuladores del periodo, pese a lo cual llevaba una vida considerada frugal en una época de excesos. «Cuando Sila se apoderó de la ciudad y puso a la venta las propiedades de los que iban pereciendo a sus manos, ya que las consideraba y denominaba botín y quería que la mayoría de los notables compartieran este sacrilegio, Craso no se abstuvo de coger ni de comprar», escribe el historiador romano Plutarco. De los 300 talentos con los que empezó la guerra, Craso pasó a 7.100 en poco tiempo, lo que le convirtió en el hombre más rico de Roma, solo igualado por su rival Pompeyo y solo superado a nivel histórico por lo acumulado tres décadas después por el Emperador César Augusto.
Además de la venta de las mansiones requisadas, Craso llevó la especulación a un nivel superior de ilegalidad. Se dedicaba a comprar los edificios situados en lugares con tendencia a incendiarse y sus proximidades, pues los propietarios se los cedían a bajo precio a causa de las presiones. En paralelo, creó un equipo de bomberos, que intervenía solo en caso de ser conveniente a los intereses de Craso en esas zonas, y otro de constructores para apuntalar los edificios y desescombrar las parcelas en cuanto el fuego hubiera pasado. No hacía edificios nuevos, pues aseguraba que «los aficionados a la construcción se arruinan ellos mismos sin necesidad de enemigos».
Los métodos para adquirir muchas de esas propiedades eran tan variados como oscuros. En el año 73 a.C, frecuentó la casa de una virgen vestal llamada Licinia, quizá familiar suyo, que fue acusada formalmente de romper su voto de castidad, lo cual era castigado con el enterramiento en vida de la culpable. Tan convencidos estaban todos del entusiasmo de Craso por hacerse con propiedades, que le bastó decir que su única intención en las visitas a Licinia era comprarle una casa para que la acusación fuera desestimada. El romano siguió rondando a la vestal hasta que finalmente le vendió su casa.
La mayor experiencia militar de Craso en los años posteriores a la guerra civil tuvo lugar con la rebelión de los esclavos del año 73 a.C. Un grupo de ochenta gladiadores, encabezados por un esclavo tracio llamado Espartaco, escapó de una escuela de gladiadores en Capua y se refugió a las faldas del Vesubio, desde donde levantó a miles de esclavos en favor de su causa. Espartaco se reveló como un astuto militar que transformó la maraña de hombres y mujeres de distintas tribus en un ejército unido capaz de destrozar a dos ejércitos consulares y, con el tiempo, cualificado incluso para crear talleres propios para equipar a sus fuerzas.
Como Adrian Goldsworthy relata en su libro «Grandes generales del Ejército romano» (Ariel, 2005), poco se sabe realmente de los orígenes de Espartaco y de cómo adquirió sus conocimientos tácticos. Varias fuentes señalan que había luchado contra los romanos antes o incluso con ellos en alguna de sus tropas auxiliares. Lo único nítido es que conocía muy bien a los soldados romanos. Por esta razón, el Senado encargó a Marco Licinio Craso que se hiciera cargo de la campaña.
Ejerciendo como pretor, Craso comenzó las operaciones desempolvando el arcaico castigo del decimatio a las legiones que habían huido cuando se hallaban al mando de sus predecesores. Este brutal castigo consistía en la elección por sorteo de 1 de cada 10 hombres para ser asesinados a golpes y palos por sus propios compañeros. Además, al 90% de las tropas restantes las cambió la ración de trigo por cebada y las obligó a levantar sus tiendas fuera de los muros de los campamentos del ejército. Estas medidas, que hacían más daño que beneficio a la moral de la tropa, respondían a la gravedad de que un grupo de esclavos se hubiera sublevado en el corazón de la península itálica.
Al frente de ocho legiones, el pretor sufrió algunos reveses iniciales, pero no tardó en ganar terreno al ejército de esclavos. Craso derrotó a un grupo que se había escindido entonces del principal ejército de Espartaco, y levantó una inmensa línea de fortificaciones de unos 65 kilómetros con el objetivo de encerrar a los esclavos en la punta más extrema de Italia. Viéndose acorralados, Espartaco y su ejército entraron en contacto en el mar Tirreno con los piratas de Cilicia, quienes prometieron darle una flota para transportar las tropas rebeldes a Sicilia con el fin de hacer de la isla un bastión rebelde inexpugnable. Sin embargo, los romanos se percataron de la intención de Espartaco, por lo que sobornaron a los piratas para que traicionaran al esclavo tracio.
En una ocurrencia desesperada, el caudillo rebelde recurrió a una táctica utilizada contra los romanos por el cartaginés Aníbal, otro de los emblemáticos villanos de la historia de Roma. Durante una noche tormentosa, reunió a todas las cabezas de ganado que pudo, colocó antorchas en sus cuernos y las arrojó hacia la zona más vulnerable de las fortificaciones. Los romanos se concentraron en el punto a donde se dirigían las antorchas, pero pronto descubrieron, para su sorpresa, que no eran hombres, sino reses. Los rebeldes aprovecharon la distracción para cruzar la valla por otro sector sin ser molestados.
Pese a su astuta acción, Espartaco se vio obligado a enfrentarse finalmente a las legiones de Craso en terreno abierto. En el comienzo de la acción, en el año 71 a.C, el antiguo gladiador cortó el cuello a su propio caballo, supuestamente capturado a uno de los comandantes romanos antes derrotados, para demostrar que no estaba dispuesto a huir y pelearía con sus hombres hasta el final. Y así fue. Plutarco afirma que el guerrero tracio fue reducido por una decena de hombres cuando trataba de alcanzar la posición de Craso, después de dar muerte a dos centuriones que le salieron a su paso. La mayoría de los rebeldes pereció en la batalla y de los que se rindieron, 6.000 prisioneros adultos, todos fueron crucificados a intervalos a lo largo de la Vía Apia, desde Roma hasta Capua, como advertencia a otros esclavos dispuestos a atacar a sus amos.
Craso solo pudo celebrar una ovación por su papel en la rebelión –dado que el Senado quiso restar importancia a la campaña, para evitar convertir en un mártir a Espartaco, y le negó el triunfo–, mientras Pompeyo incluyó la campaña contra los esclavos en las celebraciones de su segundo triunfo, concedido sobre todo por sus méritos en Hispania. De esta forma, Pompeyo se adueñó injustamente de la mayor parte de la gloria de la victoria de Craso en la rebelión, al derrotar a un par de miles de esclavos cuando ya encontraban huyendo. La herida abierta entre ambos protagonizó el escenario político de los siguientes años.
Pompeyo tenía la auctoritas (el prestigio), pero Craso no era solo dinero. Dado que Pompeyo se pasó los primeros años de su carrera en el extranjero, la gente de Roma conocía y estimaba mucho más a Craso, que participaba activamente en la vida social de la capital y sabía ganarse el favor popular para lograr sus objetivos electorales. Cuando en el año 71 a.C. fue elegido cónsul, tras su éxito en la represión de la revuelta de Espartaco, «consagró a Hércules el diez por ciento de sus bienes –explica Plutarco–, ofreció un banquete al pueblo y de sus propios fondos procuró a cada romano una provisión de grano para tres meses». Y más allá del servicio público convencional, Craso se ganó las simpatías a través de una estrategia de préstamos a prometedores senadores, como fue el caso de Julio César, al que prestó 830 talentos en los inicios de su carrera política a cambio de su apoyo en el futuro.
Su escasa popularidad y lo ingobernable del Senado legado por Sila, empujó a Pompeyo a firmar una alianza secreta con su antiguo rival Craso y su joven protegido, Cayo Julio César, que hizo las veces de contrapeso en la alianza. Para estrechar estos lazos, Pompeyo contrajo matrimonio con la hija de Julio César y, a pesar de la diferencia de edad, fueron extremadamente felices hasta la prematura muerte de ella. La alianza fue muy lucrativa para sus promotores y es conocida hoy entre los historiadores como Primer Triunvirato, pese a que no fue más que un pacto privado sin forma política, como sí lo fue el Segundo Triunvirato (formado por Marco Antonio, Octavio y Lépido). Salvando los escollos de un sistema excesivamente enmarañado, Pompeyo consiguió con el pacto llevar a término su reorganización de Oriente y proporcionar tierras a sus veteranos; Craso obtuvo una renegociación de los contratos de los recaudadores de impuestos; y César, por su parte, pudo avanzar en su reforma agraria y obtener un mando sobre la Galia, donde inició una ambiciosa campaña militar.
Craso y Pompeyo se toleraron durante más de un lustro, pese a la hostilidad latente que había entre ambos, pero fue la emergente figura de un victorioso Julio César lo que rompió definitivamente el equilibrio entre los tres. Hacia el año 55 a.C., Craso decidió comenzar una campaña militar en Siria para recordar a la República que él también era un brillante comandante como sus dos socios políticos. Su elección fue conquistar Partia, un gran reino que se extendía más allá de Armenia, lo cual le valió numerosas críticas al conducir a Roma a una guerra innecesaria solo sujeta a sus intereses particulares. Y ciertamente, no era el mejor enemigo para ganar fama rápida, como iba a descubrir con su vida.
A sus 60 años y tras 16 años sin tomar servicio activo, Craso partió a Siria, donde se entretuvo la mayor parte del año recaudando impuestos para financiar su expedición. En la primavera del 53 a.C. el comandante romano se dirigió al frente de siete legiones rebosantes de confianza a las entrañas de Partia. No obstante, los partos –que derrotarían años después también a Marco Antonio– conocían muy bien a su rival. A pesar de la caballería aliada y la infantería ligera, la gran carencia del ejército romano seguía siendo por entonces su lentitud y su vulnerabilidad en grandes llanuras. Las rápidas tropas partas, en cambio, se basaban en dos tipos de caballerías: los catafractos, caballería pesada armada de lanzas, y los veloces arqueros a caballo con sus poderosos arcos compuestos. Con todo, el primer enfrentamiento entre el ejército romano y los partos en Carras terminó en empate, aunque la superioridad de la caballería parta se tradujo en un mayor número de bajas entre los romanos. Cuando esa misma noche los hombres de Craso se lamían sus heridas, cundió de repente el pánico entre ellos y su ánimo se quebró sin que el anciano comandante tuviera fuerzas para reconducir la situación. Los romanos iniciaron una desordenada huida a pie perseguidos por la caballería parta.
Mientras trataba de negociar una tregua, Craso fue asesinado y su cabeza y manos enviadas al rey parto. Entre el mito y la realidad, Dión Casio sostiene que los partos le introdujeron oro líquido por la garganta para terminar con su vida, conocedores de su sed de riqueza. La carrera de uno de los romanos más codiciosos y crueles de su tiempo terminaba así con una humillante derrota. En Roma, su muerte abrió una brecha irreparable entre Julio César y Cneo Pompeyo, que derivó en una guerra civil donde se impuso el primero y más joven.
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