En 1921 se descubrió el Tofet, un santuario dedicado a los grandes dioses de Cartago en el que se cree que se hacían sacrificios de niños
Uno de los episodios más célebres de la literatura occidental es el de la llegada del príncipe troyano Eneas a Cartago, donde es acogido por la bella reina Elisa, también conocida como Dido. Entre largas conversaciones, banquetes y partidas de caza ambos protagonizan una historia de amor que se verá truncada por la huida intempestiva del troyano para cumplir su destino de fundar una nueva ciudad en Italia, a lo que sigue el suicidio de la reina cartaginesa. Sin embargo, el idilio entre Dido y Eneas no es la única leyenda en torno al origen de Cartago. Una antigua tradición, recogida entre otros por el cronista romano Justino, relata asimismo las circunstancias en que la propia Dido había fundado la ciudad y cómo se inmoló para asegurar su pervivencia. Todo comenzó en Tiro, la gran ciudad-estado fenicia en la costa del actual Líbano.
El rey de la ciudad, Mattan, tenía dos hijos: un varón, Pigmalión, y una mujer, Dido. Tras la muerte del padre, los hermanos se disputaron la sucesión al trono. Dido, quizá por intereses políticos y hereditarios, contrajo matrimonio con su tío paterno, Acerbas, sacerdote de Melkart, quien reunía en su entorno un enorme poder político y militar. Pero Pigmalión, por miedo a perder su posición, asesinó brutalmente a Acerbas. Durante un tiempo Dido disimuló su horror, pero sólo para preparar mejor su huida de la ciudad, llevándose consigo los inmensos tesoros de su esposo, que su hermano codiciaba. Finalmente, la princesa y un nutrido grupo de fieles se embarcaron hacia Occidente. En su primera escala, en Chipre, la comitiva se acrecentó con nuevos colonos fenicios. Asimismo, con el beneplácito de los sacerdotes del templo de Astarté, Dido se llevó a unas ochenta mujeres jóvenes para casarlas con sus seguidores y fundar una nueva colonia –aunque, según la versión de Justino, las doncellas fueron secuestradas–. Tras escuchar un oráculo que anunciaba la fundación de una nueva ciudad, Dido y sus seguidores partieron de Chipre y prosiguieron la ruta hasta alcanzar la costa del actual Túnez. Las tretas de Dido
Hasta el siglo XIX, lo que se sabía de la antigua Cartago era más fruto de la lectura de los autores clásicos y del mito que de la realidad arqueológica. Tras la tercera guerra púnica (149-146 a.C.), las tropas romanas bajo el mando de Escipión Emiliano habían arrasado la ciudad hasta sus cimientos, así que los estudiosos de la Antigüedad no confiaban en que el subsuelo de la metrópolis norteafricana pudiese ofrecer importantes hallazgos. Pese a ello, una serie de arqueólogos aficionados indagaron en las ruinas cartaginesas y hallaron restos de vías, de estructuras domésticas y obras de ingeniería, correspondientes a la colonia romana fundada sobre la capital púnica en el siglo I a.C., así como inscripciones, esculturas y mosaicos de la misma época. En cambio, de la urbe fenicio-púnica tan sólo se localizaron unas necrópolis que excavó un religioso, el padre Louis-Alfred Delattre.
En 1921, el panorama de la investigación de la Cartago prerromana se transformó repentinamente, cuando un saqueador de tumbas árabe ofreció a un funcionario francés, Paul Gielly, una rara estela grabada con símbolos de la diosa púnica Tanit. Gielly se apresuró a comunicárselo a un compatriota, François Icard, jefe de la policía de Túnez y a la vez coleccionista y buen conocedor del mercado negro de antigüedades, quien quiso saber de dónde procedía tan interesante pieza. Burlado en primera instancia por el árabe, que le indicó un lugar erróneo donde excavar, Icard lo puso bajo vigilancia y una noche lo sorprendió in fraganti extrayendo diversas estelas votivas de un pozo que había cavado en unos terrenos situados a pocos metros del antiguo puerto, entre las actuales rue Hannibal y rue des Suffètes, en el lugar que hoy se visita. Así, por un azar del destino, se descubrió el santuario de Tanit o Tofet.
Icard y Gielly adquirieron la parcela y comenzaron sus sondeos arqueológicos en 1922. En 1924 los sustituiría al frente del yacimiento una controvertida figura de la arqueología de entreguerras, Byron Khun, conde de Prorok, dandi y aventurero estadounidense de origen polaco. En 1925, Prorok propició la intervención en el Tofet de un comité franco-americano compuesto por orientalistas, profesores universitarios, historiadores, epigrafistas y expertos en cerámica de ambas nacionalidades que aplicarían las metodologías más modernas conocidas por la ciencia arqueológica del momento. Los trabajos de esos años mostraron que se trataba de un santuario al aire libre, repleto de cientos de altares y cipos (bloques de piedra cuadrados) esculpidos en forma de capillas, de betilos (piedras que señalan la presencia de un dios) y de estelas. Estas últimas estaban inscritas con dedicatorias a Tanit y Baal-Amón, dioses respectivamente de la fertilidad y del cielo y patrones de Cartago. Las estelas señalaron los enterramientos en urnas cinerarias que durante al menos seiscientos años, desde mediados del siglo VIII a.C. hasta la tercera guerra púnica, se habían ido realizando en tres grandes estratos de la necrópolis, los denominados Tanit I, II y III.
Las inscripciones, las imágenes de las lápidas, el conjunto funerario; todo indicaba el incalculable valor del yacimiento para la comprensión de las creencias religiosas cartaginesas. Pero lo que los excavadores no se esperaban era que el análisis de los restos óseos y de los dientes contenidos dentro de las urnas revelase que correspondían a individuos de pocos meses de edad, incluso a recién nacidos, así como a carneros, corderos y aves. Ello parecía confirmar las denuncias de los autores grecorromanos sobre la práctica, por parte de los cartagineses, de sangrientos sacrificios de niños a sus crueles divinidades. Gustave Flaubert había desarrollado el tema en su novela Salammbô (1862), que imaginaba la inmolación de infantes en las llamas ante la estatua del dios Moloch, en medio de un ceremonial orgiástico y primitivo. Por ello, el conde de Prorok no dudó en referirse al holocausto de los primogénitos a la «Venus Vampiro de Cartago» o al «insaciable dios Moloch-Baal», afirmaciones que recogió la prensa norteamericana. Hay que tener en cuenta que la palabra hebrea mlk escrita en las estelas, referida a un rito de ofrenda, entonces se traducía como el nombre de un dios: Moloch.
Hoy en día todavía se debate si el Tofet de Cartago constituye sencillamente un cementerio infantil o si bien fue un recinto religioso en el que se consagraban los recién nacidos –o, en su defecto, un animal– a Baal-Amón y a Tanit, su consorte divina, como símbolo de agradecimiento por una súplica atendida. Con todo, el hecho de que el tipo de epígrafes grabados en las estelas sea votivo en lugar de funerario y de que en muchas de las urnas coexistiesen los despojos de ovejas y cabras junto a los humanos, incinerados al mismo tiempo –algo que no se hallaría en un cementerio convencional–, hace plausible la tesis del sacrificio y sugiere que los autores romanos no andaban del todo errados.
National Geographic
Uno de los episodios más célebres de la literatura occidental es el de la llegada del príncipe troyano Eneas a Cartago, donde es acogido por la bella reina Elisa, también conocida como Dido. Entre largas conversaciones, banquetes y partidas de caza ambos protagonizan una historia de amor que se verá truncada por la huida intempestiva del troyano para cumplir su destino de fundar una nueva ciudad en Italia, a lo que sigue el suicidio de la reina cartaginesa. Sin embargo, el idilio entre Dido y Eneas no es la única leyenda en torno al origen de Cartago. Una antigua tradición, recogida entre otros por el cronista romano Justino, relata asimismo las circunstancias en que la propia Dido había fundado la ciudad y cómo se inmoló para asegurar su pervivencia. Todo comenzó en Tiro, la gran ciudad-estado fenicia en la costa del actual Líbano.
El rey de la ciudad, Mattan, tenía dos hijos: un varón, Pigmalión, y una mujer, Dido. Tras la muerte del padre, los hermanos se disputaron la sucesión al trono. Dido, quizá por intereses políticos y hereditarios, contrajo matrimonio con su tío paterno, Acerbas, sacerdote de Melkart, quien reunía en su entorno un enorme poder político y militar. Pero Pigmalión, por miedo a perder su posición, asesinó brutalmente a Acerbas. Durante un tiempo Dido disimuló su horror, pero sólo para preparar mejor su huida de la ciudad, llevándose consigo los inmensos tesoros de su esposo, que su hermano codiciaba. Finalmente, la princesa y un nutrido grupo de fieles se embarcaron hacia Occidente. En su primera escala, en Chipre, la comitiva se acrecentó con nuevos colonos fenicios. Asimismo, con el beneplácito de los sacerdotes del templo de Astarté, Dido se llevó a unas ochenta mujeres jóvenes para casarlas con sus seguidores y fundar una nueva colonia –aunque, según la versión de Justino, las doncellas fueron secuestradas–. Tras escuchar un oráculo que anunciaba la fundación de una nueva ciudad, Dido y sus seguidores partieron de Chipre y prosiguieron la ruta hasta alcanzar la costa del actual Túnez. Las tretas de Dido
Hasta el siglo XIX, lo que se sabía de la antigua Cartago era más fruto de la lectura de los autores clásicos y del mito que de la realidad arqueológica. Tras la tercera guerra púnica (149-146 a.C.), las tropas romanas bajo el mando de Escipión Emiliano habían arrasado la ciudad hasta sus cimientos, así que los estudiosos de la Antigüedad no confiaban en que el subsuelo de la metrópolis norteafricana pudiese ofrecer importantes hallazgos. Pese a ello, una serie de arqueólogos aficionados indagaron en las ruinas cartaginesas y hallaron restos de vías, de estructuras domésticas y obras de ingeniería, correspondientes a la colonia romana fundada sobre la capital púnica en el siglo I a.C., así como inscripciones, esculturas y mosaicos de la misma época. En cambio, de la urbe fenicio-púnica tan sólo se localizaron unas necrópolis que excavó un religioso, el padre Louis-Alfred Delattre.
Icard y Gielly adquirieron la parcela y comenzaron sus sondeos arqueológicos en 1922. En 1924 los sustituiría al frente del yacimiento una controvertida figura de la arqueología de entreguerras, Byron Khun, conde de Prorok, dandi y aventurero estadounidense de origen polaco. En 1925, Prorok propició la intervención en el Tofet de un comité franco-americano compuesto por orientalistas, profesores universitarios, historiadores, epigrafistas y expertos en cerámica de ambas nacionalidades que aplicarían las metodologías más modernas conocidas por la ciencia arqueológica del momento. Los trabajos de esos años mostraron que se trataba de un santuario al aire libre, repleto de cientos de altares y cipos (bloques de piedra cuadrados) esculpidos en forma de capillas, de betilos (piedras que señalan la presencia de un dios) y de estelas. Estas últimas estaban inscritas con dedicatorias a Tanit y Baal-Amón, dioses respectivamente de la fertilidad y del cielo y patrones de Cartago. Las estelas señalaron los enterramientos en urnas cinerarias que durante al menos seiscientos años, desde mediados del siglo VIII a.C. hasta la tercera guerra púnica, se habían ido realizando en tres grandes estratos de la necrópolis, los denominados Tanit I, II y III.
Las inscripciones, las imágenes de las lápidas, el conjunto funerario; todo indicaba el incalculable valor del yacimiento para la comprensión de las creencias religiosas cartaginesas. Pero lo que los excavadores no se esperaban era que el análisis de los restos óseos y de los dientes contenidos dentro de las urnas revelase que correspondían a individuos de pocos meses de edad, incluso a recién nacidos, así como a carneros, corderos y aves. Ello parecía confirmar las denuncias de los autores grecorromanos sobre la práctica, por parte de los cartagineses, de sangrientos sacrificios de niños a sus crueles divinidades. Gustave Flaubert había desarrollado el tema en su novela Salammbô (1862), que imaginaba la inmolación de infantes en las llamas ante la estatua del dios Moloch, en medio de un ceremonial orgiástico y primitivo. Por ello, el conde de Prorok no dudó en referirse al holocausto de los primogénitos a la «Venus Vampiro de Cartago» o al «insaciable dios Moloch-Baal», afirmaciones que recogió la prensa norteamericana. Hay que tener en cuenta que la palabra hebrea mlk escrita en las estelas, referida a un rito de ofrenda, entonces se traducía como el nombre de un dios: Moloch.
Hoy en día todavía se debate si el Tofet de Cartago constituye sencillamente un cementerio infantil o si bien fue un recinto religioso en el que se consagraban los recién nacidos –o, en su defecto, un animal– a Baal-Amón y a Tanit, su consorte divina, como símbolo de agradecimiento por una súplica atendida. Con todo, el hecho de que el tipo de epígrafes grabados en las estelas sea votivo en lugar de funerario y de que en muchas de las urnas coexistiesen los despojos de ovejas y cabras junto a los humanos, incinerados al mismo tiempo –algo que no se hallaría en un cementerio convencional–, hace plausible la tesis del sacrificio y sugiere que los autores romanos no andaban del todo errados.
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