La leyenda piadosa sostuvo que alcanzó el poder gracias al símbolo de Cristo. Lo cierto es que Constantino se alió con la Iglesia para refundar el Imperio romano, al que dio una nueva capital.
Distintos procesos oficiales iban anunciando estos cambios; en el 311 se publicó el Edicto de Tolerancia –la indulgencia para los cristianos– y dos años más tarde el llamado Edicto de Milán, en el que se permitía la libertad de culto además de devolver los bienes incautados a la Iglesia.
Tras la pugna contra Maximino y Licinio, Constantino quedó sólo en el poder en 324. La cristianización del Imperio fue cuestión de poco tiempo: entre mayo y junio del 325 en el palacio de Nicea se celebró uno de los concilios más trascendentales de la historia del cristianismo. De la información conservada –fragmentaria y contradictoria– se deduce que, convocados por el emperador, asistieron cerca de 300 prelados (la mayoría de la parte oriental) con el objetivo primordial de debatir para la paz y la unidad de la Iglesia. Sin embargo, dentro del concilio se ventilaban cuestiones más profundas: luchas de intereses, crisis, discusiones teológicas, y por encima de todo la lucha por el poder. Se inauguraba uno de los conflictos cuyas repercusiones se debaten todavía en la actualidad: la tensión entre Iglesia y Estado.
Otro de los objetivos de Constantino fue el engrandecimiento de la ciudad de Bizancio, rebautizada en el 330 como Constantinopla.La ciudad, cabeza y corazón del Imperio de Oriente, permitía un control estratégico, tanto sobre las fronteras del Danubio o Persia como con el comercio procedente de Asia Menor o las provincias orientales, sirviendo además de baluarte frente a las invasiones.
Sumida en una gran crisis durante el siglo III, Roma se enfrentaba a guerras civiles y sublevaciones militares. Para optimizar el dominio del imperio, Diocleciano (284-305) lo dividió en cuatro zonas bajo el mando de los tetrarcas. El hijo de uno de ellos, Constancio Cloro, fue llamado Constantino. Tras la muerte del padre se marchó de sus dominios, Galia y Britania, para enfrentarse con Majencio en Roma. Según la leyenda, Constantino logró vencer en la batalla del Puente Milvio gracias a la aparición del símbolo de Cristo que le anunciaba desde lo alto: In hoc signo vinces, es decir, “¡Con este símbolo vencerás!”. Leyenda verdadera o falsa, una cosa es segura: el cristianismo había penetrado definitivamente en el Imperio.
Distintos procesos oficiales iban anunciando estos cambios; en el 311 se publicó el Edicto de Tolerancia –la indulgencia para los cristianos– y dos años más tarde el llamado Edicto de Milán, en el que se permitía la libertad de culto además de devolver los bienes incautados a la Iglesia.
Tras la pugna contra Maximino y Licinio, Constantino quedó sólo en el poder en 324. La cristianización del Imperio fue cuestión de poco tiempo: entre mayo y junio del 325 en el palacio de Nicea se celebró uno de los concilios más trascendentales de la historia del cristianismo. De la información conservada –fragmentaria y contradictoria– se deduce que, convocados por el emperador, asistieron cerca de 300 prelados (la mayoría de la parte oriental) con el objetivo primordial de debatir para la paz y la unidad de la Iglesia. Sin embargo, dentro del concilio se ventilaban cuestiones más profundas: luchas de intereses, crisis, discusiones teológicas, y por encima de todo la lucha por el poder. Se inauguraba uno de los conflictos cuyas repercusiones se debaten todavía en la actualidad: la tensión entre Iglesia y Estado.
Otro de los objetivos de Constantino fue el engrandecimiento de la ciudad de Bizancio, rebautizada en el 330 como Constantinopla.La ciudad, cabeza y corazón del Imperio de Oriente, permitía un control estratégico, tanto sobre las fronteras del Danubio o Persia como con el comercio procedente de Asia Menor o las provincias orientales, sirviendo además de baluarte frente a las invasiones.
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