En la antigua Roma, trabajar en las minas, con sus inhumanas condiciones, era el peor castigo que podía sufrir un condenado.
Mosaico del siglo III d.C. Museo del Bardo, Túnez. |
Una de las motivaciones de los romanos para conquistar la península Ibérica fue apropiarse de sus recursos minerales. Cuenta el historiador Diodoro Sículo que «cuando los romanos se adueñaron de Iberia, atestaron las minas y obtenían inmensas riquezas por su afán de lucro». El mismo autor describe las grandes explotaciones mineras que surgieron, no muy distintas a las empresas capitalistas modernas: «Abriendo bocas en muchos puntos y excavando la tierra en profundidad, rastrean los filones ricos en plata y oro. Y bajo tierra no sólo extienden las excavaciones a lo largo, sino también en profundidad, estadios y estadios [cada estadio equivale a 185 metros]; y trabajando en galerías trazadas al sesgo y formando recodos en forma muy variada, desde las entrañas de la tierra hacen aflorar a la superficie la mena, que les proporciona la ganancia».
Los arqueólogos han identificado un gran número de estas minas romanas en la Península, por ejemplo en Riotinto (Huelva) y en Coto Fortuna, en la localidad murciana de Mazarrón. En estas minas trabajaban cientos e incluso miles de obreros. Una parte importante de la mano de obra estaba formada por esclavos, como atestigua el propio Diodoro al explicar que los romanos se dedican a comprar «gran cantidad de esclavos y los ponen en manos de los capataces de los trabajos en la mina».
Estos esclavos podían ser comprados o prisioneros de guerra, pero también había otros que habían sido condenados a trabajos forzados en minas y canteras (damnati ad metalla, damnati in opus metalli), un castigo considerado en el derecho romano como el más riguroso tras la pena capital. En las minas de Riotinto y Coto Fortuna se han descubierto cadenas y argollas que posiblemente llevaban los mineros penados o los de condición servil para impedir su evasión. Sin embargo, junto a estos trabajadores forzados también había obreros libres, llamados mercenarios (mercenarii) porque trabajaban por una retribución monetaria (merces). Eran principalmente de origen hispano y, frente a lo que afirman las fuentes antiguas, posiblemente formaban la mayor parte de la plantilla de operarios.
El trabajo de los mineros se desarrollaba bajo tierra, en los tres tipos de estructuras subterráneas que se han identificado: galerías, cámaras y pozos. Las galerías eran corredores excavados en el interior de los filones y podían ser a su vez de dos tipos: los cuniculi, de pequeñas dimensiones, que servían para buscar las vetas rentables de mineral, y un segundo tipo de galerías de mayores dimensiones, en ocasiones entibadas (apuntaladas), por las que se transportaba el mineral hacia el exterior para procesarlo. La cámara era la cavidad que se excavaba para extraer los minerales y podía alcanzar grandes dimensiones. Los pozos desempeñaban varias funciones en las operaciones mineras, como facilitar la ventilación, comunicar los distintos niveles de la mina o izar el mineral de la zona de extracción al exterior.
El trabajo de los mineros en estas estructuras subterráneas se realizaba en condiciones muy duras. En pozos y galerías la ventilación era deficiente, y los operarios estaban expuestos a un exceso de humedad, al polvo en suspensión y al calor constante. La mala iluminación dañaba la vista y era difícil moverse por galerías estrechas y angostas. Además, había que accionar herramientas muy pesadas, como los tornos usados para extraer mineral; se han conservado restos de algunos de estos tornos, el mejor ejemplo de los cuales es el hallado en Aljustrel, en Portugal. Asimismo, como las minas romanas iban más allá del nivel freático, el de las aguas subterráneas, era necesario garantizar el desagüe de galerías y cámaras. Para ello se empleaban diversos tipos de bombas –se han encontrado restos en minas de Huelva, Córdoba, Jaén y Ciudad Real– o bien norias, de las que se conservan setenta ejemplares de las minas del suroeste peninsular, entre ellas Riotinto.
La iluminación de las minas se conseguía con el empleo de lucernas o lamparillas de aceite, que eran portadas por el operario y dispuestas durante las labores mineras en lucernarios, oquedades que se ubicaban por lo general en el lado izquierdo de la galería, a trechos regulares. Plinio el Viejo, el autor clásico que más información aporta sobre minería hispana, aclara que el tiempo que la lamparilla de aceite tardaba en agotarse equivalía a la jornada de trabajo de los mineros romanos. El mismo autor explica que las herramientas mineras de época romana eran principalmente de hierro: «Atacan [la mina] con cuñas de hierro y con esos mismos martillos», aunque se han documentado algunas de madera, entre ellas un rodo conservado actualmente en el Museo de Aljustrel, en Portugal. Los útiles eran muy variados–picos, mazas, piquetas, punterolas, cuñas, picos-martillos, tenazas, etc.– y se empleaban para tareas muy diversas: arranque, entibación, trituración... En las minas hispanas se han hallado muchos de estos instrumentos; el Museo Minero de Riotinto conserva una colección de 534 herramientas metálicas de todos estos tipos, la mayor de las cuales pesa cinco kilogramos. Plinio el Viejo asegura también que en las minas hispanas se empleaba una máquina de excavación, llamada fractaria machina. Constaba de una estructura de madera que sostenía un martillo de 150 libras (49 kilos) y era accionada por dos operarios de la misma manera que un ariete en un asedio. El mismo autor describe un método muy útil para quebrar rocas y minerales en el mundo antiguo, consistente en calentar las rocas y enfriarlas empleando vinagre: «En una y otra clase de minas surgen masas de pedernal que se rompen con fuego y vinagre».
Los mineros romanos disponían también de elementos de protección, que se encuentran muy bien documentados en las minas hispanas. Para proteger la cabeza de posibles golpes llevaban cascos elaborados con esparto trenzado, como los hallados en Aljustrel y Cartagena; en esta última localidad se ha documentado un modelo de casco del mismo material que protegía también la espalda, posiblemente para evitar el roce de los esportones, capachos de esparto. En la mina Coto Fortuna se encontró también un ejemplar de rodilleras de esparto, que se colocaban de la misma manera que las grebas legionarias y servían para proteger las rodillas durante las largas y arduas jornadas. El calzado minero romano era la esparteña o alpargata, de la que se conservan ejemplares descubiertos en las minas de Mazarrón y Aljustrel. Los obreros iban vestidos con una túnica de lana corta o sagum, que se sujetaba a la cintura mediante un cinturón de cuero o cuerda. En la mina de Arditurri, en Irún, se han descubierto seis fragmentos de tejido de lana de una de estas túnicas.
Fuera de la jornada de trabajo en los pozos y galerías, los mineros vivían en campamentos cercanos a las minas. Las casas eran modestas, aunque los poblados contaban con algunos servicios que hacían más llevadera la existencia de los obreros, como las termas, mencionadas en las Leyes de Vipasca (Aljustrel), de las que se han hallado restos en Riotinto. También disponían de edificios públicos, en los que se concentraban espacios de representación de la familia imperial, donde se colocaban las estatuas de sus miembros, bien conocidos en las minas onubenses de Riotinto y Tharsis.
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