En el año 480 a.C. toda Grecia parecía a punto de rendirse a los persas, que incluso habían conquistado Atenas. Pero los atenienses y sus aliados, agrupados en la isla de Salamina, provocaron una batalla naval que les dio una inesperada victoria.
"El impetuoso señor de la populosa Asia lanza contra toda la tierra un enorme rebaño de hombres [...]. En sus ojos brilla la sombría mirada del dragón sanguinario; tiene mil brazos y miles de marinos [...]. Nadie es reputado capaz de hacer frente a este inmenso torrente de hombres y con poderosos diques contener el invencible oleaje del mar. Irresistible es el ejército de los persas y su valiente pueblo". El ateniense Esquilo, en su tragedia Los persas, describía de este modo la invasión de Grecia por el ejército de Jerjes, el Gran Rey persa, en el año 480 a.C.
La imagen de un incontenible «torrente de hombres» no era exagerada. Tras cruzar el Helesponto (el estrecho de los Dardanelos) mediante un impresionante sistema de pontones tendidos sobre barcos, 300.000 infantes, según la cifra dada por el historiador Heródoto de Halicarnaso en sus Historias, se internaron por las regiones del norte de Grecia mientras una flota no menos colosal, formada por más de un millar de navíos, descendía por la costa.
La expedición tenía un objetivo claro: diez años después de la humillante derrota de Darío I frente a los atenienses en la batalla de Maratón, su hijo Jerjes estaba decidido a convertir aquellas remotas comarcas montañosas y aparentemente pobres en una nueva provincia del vasto imperio gobernado por la dinastía aqueménida.
Todo parecía favorecer el designio del monarca persa. De hecho, numerosos estados griegos optaron por colaborar o rendirse ante los invasores. Aquellos que intentaron frenar el avance persa hacia el sur –Atenas, Esparta y Corinto, entre otros– fracasaron en el desfiladero de las Termópilas, donde la heroica resistencia de los trescientos espartanos tan sólo demoró unos días la invasión, y en el cabo Artemisio, donde la flota persa y la griega chocaron en una serie de escaramuzas que terminaron con la retirada de los helenos.
Los persas encontraron, así, abierto el camino hacia Grecia central y pusieron la ciudad de Atenas en su punto de mira.
Ante la inminente amenaza, la mayoría de los atenienses fueron evacuados, a excepción de algunos que esperaban resistir el ataque y de los encargados de custodiar los templos de la Acrópolis, la colina sagrada. Pero nada pudieron hacer ante la irrupción de los persas, que saquearon totalmente la ciudad desierta, e incendiaron y destruyeron los templos de la Acrópolis, masacrando a sus defensores.
Era un momento desesperado para los atenienses y para los demás griegos que se habían alzado contra el Imperio del Gran Rey.
Con la región de Atenas –el Ática– ocupada por los invasores y buen número de ciudades griegas prudentemente alineadas con los asiáticos, la resistencia helena tenía una única esperanza de salvación: la flota que había sobrevivido casi intacta al desastre de Artemisio y había buscado refugio en un punto de la costa no lejos de Atenas; concretamente en Salamina, la isla donde se había trasladado la mayor parte de la población de Atenas antes de la llegada de los persas.
En su parte oriental, Salamina formaba un estrecho con la ribera del Ática y ofrecía un refugio natural donde los navíos podían prepararse para un choque decisivo.
Temístocles, el líder ateniense, convenció a sus aliados de que el estrecho de Salamina era el lugar idóneo para que sus 310 naves se enfrentasen a las 1.207 de la flota persa. Esquilo recordaría más tarde la batalla de Salamina como el instante decisivo en que los griegos conquistaron su libertad frente al despotismo de Jerjes, el Gran Rey.
"El impetuoso señor de la populosa Asia lanza contra toda la tierra un enorme rebaño de hombres [...]. En sus ojos brilla la sombría mirada del dragón sanguinario; tiene mil brazos y miles de marinos [...]. Nadie es reputado capaz de hacer frente a este inmenso torrente de hombres y con poderosos diques contener el invencible oleaje del mar. Irresistible es el ejército de los persas y su valiente pueblo". El ateniense Esquilo, en su tragedia Los persas, describía de este modo la invasión de Grecia por el ejército de Jerjes, el Gran Rey persa, en el año 480 a.C.
La imagen de un incontenible «torrente de hombres» no era exagerada. Tras cruzar el Helesponto (el estrecho de los Dardanelos) mediante un impresionante sistema de pontones tendidos sobre barcos, 300.000 infantes, según la cifra dada por el historiador Heródoto de Halicarnaso en sus Historias, se internaron por las regiones del norte de Grecia mientras una flota no menos colosal, formada por más de un millar de navíos, descendía por la costa.
La expedición tenía un objetivo claro: diez años después de la humillante derrota de Darío I frente a los atenienses en la batalla de Maratón, su hijo Jerjes estaba decidido a convertir aquellas remotas comarcas montañosas y aparentemente pobres en una nueva provincia del vasto imperio gobernado por la dinastía aqueménida.
Todo parecía favorecer el designio del monarca persa. De hecho, numerosos estados griegos optaron por colaborar o rendirse ante los invasores. Aquellos que intentaron frenar el avance persa hacia el sur –Atenas, Esparta y Corinto, entre otros– fracasaron en el desfiladero de las Termópilas, donde la heroica resistencia de los trescientos espartanos tan sólo demoró unos días la invasión, y en el cabo Artemisio, donde la flota persa y la griega chocaron en una serie de escaramuzas que terminaron con la retirada de los helenos.
Los persas encontraron, así, abierto el camino hacia Grecia central y pusieron la ciudad de Atenas en su punto de mira.
Ante la inminente amenaza, la mayoría de los atenienses fueron evacuados, a excepción de algunos que esperaban resistir el ataque y de los encargados de custodiar los templos de la Acrópolis, la colina sagrada. Pero nada pudieron hacer ante la irrupción de los persas, que saquearon totalmente la ciudad desierta, e incendiaron y destruyeron los templos de la Acrópolis, masacrando a sus defensores.
Era un momento desesperado para los atenienses y para los demás griegos que se habían alzado contra el Imperio del Gran Rey.
Con la región de Atenas –el Ática– ocupada por los invasores y buen número de ciudades griegas prudentemente alineadas con los asiáticos, la resistencia helena tenía una única esperanza de salvación: la flota que había sobrevivido casi intacta al desastre de Artemisio y había buscado refugio en un punto de la costa no lejos de Atenas; concretamente en Salamina, la isla donde se había trasladado la mayor parte de la población de Atenas antes de la llegada de los persas.
En su parte oriental, Salamina formaba un estrecho con la ribera del Ática y ofrecía un refugio natural donde los navíos podían prepararse para un choque decisivo.
Temístocles, el líder ateniense, convenció a sus aliados de que el estrecho de Salamina era el lugar idóneo para que sus 310 naves se enfrentasen a las 1.207 de la flota persa. Esquilo recordaría más tarde la batalla de Salamina como el instante decisivo en que los griegos conquistaron su libertad frente al despotismo de Jerjes, el Gran Rey.
Tomado de:Historia National Geographic
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