Durante diez años, los griegos sitiaron en vano la poderosa Troya, hasta que la ciudad fue tomada y destruida gracias a un enorme caballo de madera repleto de guerreros, ingeniado por Odiseo.
Tras diez años de sangriento conflicto, la ciudad de Troya cayó en manos de sus sitiadores griegos, los aqueos, merced a la estratagema de Odiseo: un gigantesco caballo de madera repleto de guerreros.
A finales del siglo XIX, el alemán Heinrich Scliemann desenterró en la colina de Hissarlik, en la costa noroccidental de Anatolia, los vestigios de una antigua ciudad que rápidamente identificó con Troya o Ilión, el escenario de la guerra que relató Homero en su Ilíada.
Como luego certificarían sus sucesores sobre el terreno, lo que en realidad escondía Hissarlik no era una, sino hasta nueve Troyas, una sobre otra. Los arqueólogos encontraron en Troya VI (1700-1250 a.C.) la más firme candidata a ser la ciudad homérica.
Su estratégica posición a la entrada del Bósforo, en la órbita del Imperio hitita, le procuraba un control total sobre el tráfico marítimo, lo que a ojos de los griegos micénicos -la potencia rival y vecina- era tan buen motivo para ir a la guerra como la belleza de Helena, esposa del rey espartano Menelao, cuyo rapto por el troyano Paris fue, según el mito, la causa de la contienda.
Que los habitantes de Troya eran conscientes de una amenaza lo demuestra el hecho de que la ciudad estuviese protegida por una poderosa muralla y unos fosos especialmente diseñados para frenar los ataques de los carros de guerra, el arma de destrucción más característica de la época.
Esta amenaza debió de concretarse hacia 1250 a.C., ya que los estratos arqueológicos que se corresponden con esta fecha ofrecen signos evidentes de una ciudad en estado de emergencia, de un asalto armado y de destrucción por el fuego. Pero lo que no ha determinado la arqueología es la identidad de sus asaltantes ni si la destrucción de Troya se debió a un conflicto a la altura de su leyenda o a una sucesión de esporádicos asaltos.
En este punto, en que la arqueología calla, es donde volvemos la vista a los antiguos poemas que nos hablan de la estratagema genial de un caballo de madera y de la noche funesta en que la inexpugnable ciudad de Troya cayó, envuelta en llamas.
Paradójicamente, aunque el sombrío presagio de su final recorre todo el poema, la Ilíada no narra la destrucción de Troya, y, por su parte, la Odisea tan sólo nos cuenta el final de la guerra como una acción del pasado.
El hecho es que los dos poemas de Homero se limitaban a contar dos episodios del ciclo mítico de Troya -el de la cólera de Aquiles y el del azaroso regreso de Odiseo (o Ulises) a Ítaca-, mientras que el resto de episodios que completaban la leyenda circuló en composiciones que sólo se han conservado de forma fragmentaria, como la Iliupersis o Caída de Ilión, que narraba con detalle los últimos momentos de la ciudadela.
Por ello, los episodios clave de los últimos días de Troya nos han llegado a través de poemas compuestos siglos más tarde, como la Eneida de Virgilio o las Posthoméricas de Quinto de Esmirna, que daba comienzo justo en el punto en que Homero ponía fin a la Ilíada: los funerales de Héctor, hijo de Príamo y heredero del trono de Ilión.
Tras la muerte de Héctor, la ciudad quedaba abocada a la ruina. Pero los troyanos aún recibieron refuerzos, como las amazonas de la reina Pentesilea, quienes nada pudieron hacer ante el empuje de Aquiles, rey de los mirmidones.
Con todo, la tradición nos ha hecho llegar un famoso episodio derivado de este encuentro: cuando Aquiles y la reina quedaron frente a frente, comenzó un duelo entre los dos que se saldó con la muerte de Pentesilea a manos del héroe griego, quien se enamoró de ella en el mismo instante en que la atravesaba con su lanza. Pero a los troyanos todavía les quedaba el auxilio de las tropas etíopes.
Bajo el mando de Memnón, los etíopes constituían el último obstáculo que se interponía entre Aquiles y las puertas de Ilión. Tras esquivar mutuamente sus lanzas, se atacaron con sus espadas hasta que Aquiles encontró una abertura entre las láminas metálicas de su rival y logró arrancarle la vida. Parecía que la victoria estaba de parte de Aquiles, pero mientras éste combatía, el príncipe troyano Paris, raptor de Helena y causante de la guerra, disparó una flecha que, guiada por el dios Apolo, fue a impactar en el talón del señor de los mirmidones.
Tras diez años de duro combate, había caído el mejor de los aqueos y las murallas de Troya aún coronaban intactas el paso de los Dardanelos.
Fue el astuto Odiseo quien dio un vuelco a los acontecimientos, al urdir la estratagema militar más célebre de la historia: los griegos construirían un gran caballo de madera en cuyo interior se escondería un puñado de guerreros; una vez dentro de las murallas abrirían las puertas de Troya al resto del ejército, que se mantendría oculto en la vecina isla de Ténedos.
Esa noche, Ilión fue tomada a sangre y fuego, y los troyanos sufrieron un funesto destino: el viejo rey Príamo vistió su armadura y fue masacrado junto al resto de los defensores.
Tras diez años de sangriento conflicto, la ciudad de Troya cayó en manos de sus sitiadores griegos, los aqueos, merced a la estratagema de Odiseo: un gigantesco caballo de madera repleto de guerreros.
A finales del siglo XIX, el alemán Heinrich Scliemann desenterró en la colina de Hissarlik, en la costa noroccidental de Anatolia, los vestigios de una antigua ciudad que rápidamente identificó con Troya o Ilión, el escenario de la guerra que relató Homero en su Ilíada.
Como luego certificarían sus sucesores sobre el terreno, lo que en realidad escondía Hissarlik no era una, sino hasta nueve Troyas, una sobre otra. Los arqueólogos encontraron en Troya VI (1700-1250 a.C.) la más firme candidata a ser la ciudad homérica.
Su estratégica posición a la entrada del Bósforo, en la órbita del Imperio hitita, le procuraba un control total sobre el tráfico marítimo, lo que a ojos de los griegos micénicos -la potencia rival y vecina- era tan buen motivo para ir a la guerra como la belleza de Helena, esposa del rey espartano Menelao, cuyo rapto por el troyano Paris fue, según el mito, la causa de la contienda.
Que los habitantes de Troya eran conscientes de una amenaza lo demuestra el hecho de que la ciudad estuviese protegida por una poderosa muralla y unos fosos especialmente diseñados para frenar los ataques de los carros de guerra, el arma de destrucción más característica de la época.
Esta amenaza debió de concretarse hacia 1250 a.C., ya que los estratos arqueológicos que se corresponden con esta fecha ofrecen signos evidentes de una ciudad en estado de emergencia, de un asalto armado y de destrucción por el fuego. Pero lo que no ha determinado la arqueología es la identidad de sus asaltantes ni si la destrucción de Troya se debió a un conflicto a la altura de su leyenda o a una sucesión de esporádicos asaltos.
En este punto, en que la arqueología calla, es donde volvemos la vista a los antiguos poemas que nos hablan de la estratagema genial de un caballo de madera y de la noche funesta en que la inexpugnable ciudad de Troya cayó, envuelta en llamas.
Paradójicamente, aunque el sombrío presagio de su final recorre todo el poema, la Ilíada no narra la destrucción de Troya, y, por su parte, la Odisea tan sólo nos cuenta el final de la guerra como una acción del pasado.
El hecho es que los dos poemas de Homero se limitaban a contar dos episodios del ciclo mítico de Troya -el de la cólera de Aquiles y el del azaroso regreso de Odiseo (o Ulises) a Ítaca-, mientras que el resto de episodios que completaban la leyenda circuló en composiciones que sólo se han conservado de forma fragmentaria, como la Iliupersis o Caída de Ilión, que narraba con detalle los últimos momentos de la ciudadela.
Por ello, los episodios clave de los últimos días de Troya nos han llegado a través de poemas compuestos siglos más tarde, como la Eneida de Virgilio o las Posthoméricas de Quinto de Esmirna, que daba comienzo justo en el punto en que Homero ponía fin a la Ilíada: los funerales de Héctor, hijo de Príamo y heredero del trono de Ilión.
Tras la muerte de Héctor, la ciudad quedaba abocada a la ruina. Pero los troyanos aún recibieron refuerzos, como las amazonas de la reina Pentesilea, quienes nada pudieron hacer ante el empuje de Aquiles, rey de los mirmidones.
Con todo, la tradición nos ha hecho llegar un famoso episodio derivado de este encuentro: cuando Aquiles y la reina quedaron frente a frente, comenzó un duelo entre los dos que se saldó con la muerte de Pentesilea a manos del héroe griego, quien se enamoró de ella en el mismo instante en que la atravesaba con su lanza. Pero a los troyanos todavía les quedaba el auxilio de las tropas etíopes.
Bajo el mando de Memnón, los etíopes constituían el último obstáculo que se interponía entre Aquiles y las puertas de Ilión. Tras esquivar mutuamente sus lanzas, se atacaron con sus espadas hasta que Aquiles encontró una abertura entre las láminas metálicas de su rival y logró arrancarle la vida. Parecía que la victoria estaba de parte de Aquiles, pero mientras éste combatía, el príncipe troyano Paris, raptor de Helena y causante de la guerra, disparó una flecha que, guiada por el dios Apolo, fue a impactar en el talón del señor de los mirmidones.
Tras diez años de duro combate, había caído el mejor de los aqueos y las murallas de Troya aún coronaban intactas el paso de los Dardanelos.
Fue el astuto Odiseo quien dio un vuelco a los acontecimientos, al urdir la estratagema militar más célebre de la historia: los griegos construirían un gran caballo de madera en cuyo interior se escondería un puñado de guerreros; una vez dentro de las murallas abrirían las puertas de Troya al resto del ejército, que se mantendría oculto en la vecina isla de Ténedos.
Esa noche, Ilión fue tomada a sangre y fuego, y los troyanos sufrieron un funesto destino: el viejo rey Príamo vistió su armadura y fue masacrado junto al resto de los defensores.
Tomado de:Historia National Geographic
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