La guerra a muerte con Esparta, iniciada en 431 a.C., puso a prueba el liderazgo de Pericles en Atenas. Sus enemigos lo llevaron a juicio, pero fue finalmente una epidemia la que acabó con él. Corre el año 431 a.C. y los atenienses acaban de elegir nuevamente general a Pericles. Todo un éxito para el político, pues, a sus más de sesenta años, es la decimotercera vez consecutiva que lo votan para ejercer el cargo de estratego, junto con nueve colegas.
El «primer ciudadano de Atenas», que ha dominado la política de la ciudad durante los últimos tres decenios, deambula por el puerto de El Pireo admirando el trabajo de los astilleros, o se pasea por los mercados del Ágora o por la escarpada Acrópolis, a ratos cabizbajo, a veces ufano de esta bella ciudad recién reconstruida gracias a su propio impulso.
Pericles no sabe que le quedan tan sólo dos años de vida, y que ese período será el más difícil y amargo de toda su existencia. En esos meses va a enfrentarse a trances y experiencias vitales tan inesperados como angustiosos: quedará estupefacto cuando algunos ciudadanos le citen a juicio, vivirá la amargura de su destitución del cargo de estratego (aunque será pronto rehabilitado y reelegido) y, finalmente, percibirá su propia muerte prematura, ocasionada, o al menos inducida, por la peste que comenzó a asolar Atenas en el año 430 a.C.
Todo ello en medio de circunstancias políticas de la máxima gravedad: la guerra del Peloponeso, el largo conflicto que se inicia justamente en 431 a.C. y que enfrenta a muerte a los dos Estados más poderosos de Grecia, Atenas y Esparta, con sus respectivos aliados. A principios de ese año 431 a.C., Pericles barrunta la guerra con los espartanos y sabe que será suya la responsabilidad de alejarla o de desencadenarla.
Sólo ahora, cuando se halla al final de su vida, se pueden perfilar algunos de los principales rasgos de la personalidad de Pericles: una especial lucidez para los asuntos públicos, una brillante elocuencia capaz de persuadirenla Asamblea y una insobornabilidad personal inquebrantable. Así, de su lucidez y clarividencia como político nos hablan su actitud y su estrategia ante la guerra.
Pericles estaba realmente convencido de que la política ateniense se veía abocada a colisionar frontalmente con los espartanos, y así lo afirmó ante sus conciudadanos: «Hay que saber que la guerra es inevitable, y que si la aceptamos con buen ánimo, con tanto menor ímpetu tendremos a nuestros enemigos prestos al ataque, y que de los máximos peligros sobrevienen los mayores honores, tanto para la ciudad como para el individuo».
Cuando los espartanos enviaron un heraldo para sondear la manera de evitar que estallase el conflicto fue él mismo quien subió a la tribuna e hizo aprobar en la Asamblea la propuesta de no aceptar ningún heraldo ni legación enviado por los lacedemonios.
Sin embargo, la fase inicial de la guerra no discurrió del todo bien para los atenienses. La oposición a Pericles fue subiendo de tono entre sus conciudadanos. Quienes antaño le obedecían a pies juntillas y sin rechistar, se atrevían ahora a censurarle en público o en privado y a dudar de su estrategia militar y de su actuación política.
Se le acusaba de haber promovido la guerra por arrogancia y afán de protagonismo, pero también de haber traído la peste a la ciudad al concentrar a la gente del campo en la zona intramuros y convertir Atenas en un lugar insalubre y proclive al contagio.
Fue, pues, la peste la que causó nuevas desgracias y sinsabores a Pericles durante este bienio final de su vida. Como consecuencia de la enfermedad habían muerto sus dos hijos mayores y su hermana; también falleció una de sus amantes, la bella Elpinice, y tuvo que ver expirar a varios de sus amigos. El destino le tenía reservado ser también él mismo víctima de la enfermedad.
El «primer ciudadano de Atenas», que ha dominado la política de la ciudad durante los últimos tres decenios, deambula por el puerto de El Pireo admirando el trabajo de los astilleros, o se pasea por los mercados del Ágora o por la escarpada Acrópolis, a ratos cabizbajo, a veces ufano de esta bella ciudad recién reconstruida gracias a su propio impulso.
Pericles no sabe que le quedan tan sólo dos años de vida, y que ese período será el más difícil y amargo de toda su existencia. En esos meses va a enfrentarse a trances y experiencias vitales tan inesperados como angustiosos: quedará estupefacto cuando algunos ciudadanos le citen a juicio, vivirá la amargura de su destitución del cargo de estratego (aunque será pronto rehabilitado y reelegido) y, finalmente, percibirá su propia muerte prematura, ocasionada, o al menos inducida, por la peste que comenzó a asolar Atenas en el año 430 a.C.
Todo ello en medio de circunstancias políticas de la máxima gravedad: la guerra del Peloponeso, el largo conflicto que se inicia justamente en 431 a.C. y que enfrenta a muerte a los dos Estados más poderosos de Grecia, Atenas y Esparta, con sus respectivos aliados. A principios de ese año 431 a.C., Pericles barrunta la guerra con los espartanos y sabe que será suya la responsabilidad de alejarla o de desencadenarla.
Sólo ahora, cuando se halla al final de su vida, se pueden perfilar algunos de los principales rasgos de la personalidad de Pericles: una especial lucidez para los asuntos públicos, una brillante elocuencia capaz de persuadirenla Asamblea y una insobornabilidad personal inquebrantable. Así, de su lucidez y clarividencia como político nos hablan su actitud y su estrategia ante la guerra.
Pericles estaba realmente convencido de que la política ateniense se veía abocada a colisionar frontalmente con los espartanos, y así lo afirmó ante sus conciudadanos: «Hay que saber que la guerra es inevitable, y que si la aceptamos con buen ánimo, con tanto menor ímpetu tendremos a nuestros enemigos prestos al ataque, y que de los máximos peligros sobrevienen los mayores honores, tanto para la ciudad como para el individuo».
Cuando los espartanos enviaron un heraldo para sondear la manera de evitar que estallase el conflicto fue él mismo quien subió a la tribuna e hizo aprobar en la Asamblea la propuesta de no aceptar ningún heraldo ni legación enviado por los lacedemonios.
Sin embargo, la fase inicial de la guerra no discurrió del todo bien para los atenienses. La oposición a Pericles fue subiendo de tono entre sus conciudadanos. Quienes antaño le obedecían a pies juntillas y sin rechistar, se atrevían ahora a censurarle en público o en privado y a dudar de su estrategia militar y de su actuación política.
Se le acusaba de haber promovido la guerra por arrogancia y afán de protagonismo, pero también de haber traído la peste a la ciudad al concentrar a la gente del campo en la zona intramuros y convertir Atenas en un lugar insalubre y proclive al contagio.
Fue, pues, la peste la que causó nuevas desgracias y sinsabores a Pericles durante este bienio final de su vida. Como consecuencia de la enfermedad habían muerto sus dos hijos mayores y su hermana; también falleció una de sus amantes, la bella Elpinice, y tuvo que ver expirar a varios de sus amigos. El destino le tenía reservado ser también él mismo víctima de la enfermedad.
Tomado de: Historia National Geographic
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