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[+/-] | PÉRGAMO, LA CIUDAD HELENÍSTICA QUE QUISO COMPETIR CON ATENAS |
Entre los siglos III y II a.C, durante la dinastía de los atálidas, Pérgamo gozó de su época de máximo esplendor. En ella se alzaron los templos helenísticos de mayor envergadura, como el altar de Zeus y el santuario de Atenea, que durante años fue motivo de disputa.
Ubicada en la actual Turquía, justo enfrente de la isla de Lesbos, Pérgamo guarda en su antigua acrópolis las ruinas de las antiguas construcciones que la hicieron situarse como una de las urbes más brillantes y poderosas del imperio de los atálidas. Fue durante los siglos III y II a.C, cuando lo tenía todo: una rica industria de manufacturas de pergamino, una buena situación geográfica dentro de la ruta del comercio marítimo del Mediterráneo y unas infraestructuras suficientemente amplias como para acoger a los artistas helenos que buscaban nuevos horizontes donde desarrollar su arte más allá del estilo clásico. Pérgamo ansiaba ser la nueva Atenas de Pericles.
Tras la muerte de Alejandro Magno, en el año 323 a.C, el imperio quedó totalmente fragmentado. El poder comenzó a dividirse en pequeños reinos, siendo las ciudades de Alejandría, Antioquía o Pérgamo las que empezaron a ganar peso. Al frente de esta última se sitúa Filetero, el primero de la dinastía atálida a quien Lisímaco confió la ciudad legándole un tesoro. Aunque en sus inicios estuvo bajo el control seléucida, con la derrota de Seleuco, Filetero tuvo total autonomía para expandir su poder e iniciar la majestuosa obra con la que Pérgamo quedaría señalada en el mapa.
El lugar escogido para levantar la acrópolis fue un premonitorio sobre el valle del río Selinus, a 335 metros sobre el nivel del mar. Las pendientes del terreno propiciaron que la ciudad estuviera escalonada, aunque para optimizar sus vistas y el espacio de sus edificios se levantaron terrazas artificiales en ella. Esta obra de ingeniería supuso una revolución en la arquitectura de la época, ya que era la primera vez que se buscaba la integración de la ciudad en su paisaje. El resultado fue una polis de tres niveles que se fue completando durante los cuarenta años del gobierno de Filetero y con la aportación de sus sucesores.
La parte más alta de Pérgamo estaba destinada a la vida religiosa, residencial y militar. Filetero la consagró a la diosa Atenea, la victoriosa diosa guerrera cuyo santuario ocupó el centro de su explanada. En sus alrededores levantó su palacio, así como las diferentes dependencias donde vivirían los soldados. La joya más preciada de Pérgamo, la biblioteca, fue obra de Atalo I, el tercer rey de la dinastía. Los atálidas eran bibliógrafos y siempre habían mostrado una gran preocupación por la cultura. Este hecho les llevó a coleccionar más de 200.000 títulos, muchos de ellos de la época de Eumenes II, que años más tarde Marco Antonio se llevaría como regalo de bodas a Cleopatra. La mayoría de los textos fueron copiados en pergaminos, creando así una gran industria de exportación.
La biblioteca de Pérgamo fue la segunda más grande e importante del mundo antiguo, solo superada por la de Alejandría. Sus interiores también sirvieron como escuela para estudios gramaticales, aunque enfocados a la filosofía estoica. Este auge cultural, sumado a la riqueza de su industria, atrajo a numerosos artistas dispuestos a cambiar el estilo clásico griego por las influencias que Alejandro Magno había dejado antes de su muerte. La ruptura arquitectónica quedó reflejada en el afamado altar de Zeus, construido durante los años 180 y 160 a.C bajo el reinado de Eumenes II. Este monumento constituye una de las obras helenísticas más importantes de su tiempo. Entre sus particularidades destaca su friso, que en vez de haber sido esculpido en lo alto del edificio como en el estilo clásico, se situó en el zócalo de la columnata para que pudiera ser contemplado al detalle. En él se representa una gigantomaquia, la batalla entre los dioses olímpicos y los titanes, pues es una alegoría del triunfo de las nuevas dinastías helenísticas sobre las antiguas polis griegas.
En su mejor época, la ciudad de Pérgamo llegó a albergar hasta 60.000 habitantes. Contaban con el teatro más grande del mundo, con capacidad de hasta 10.000 espectadores, y con una terraza desde donde se obtenían las mejores vistas del valle. En uno de sus laterales se ubicaba el templo dedicado a Dioniso; mientras que la parte más alta estaba coronada por el de Trajano. La ciudad media albergaba los gimnasios, además del santuario de Deméter. Su parte más llana, ocupada por la actual ciudad de Bérgamo, estuvo destinada a los barrios residenciales. Tras pasar por varias manos, su último rey, Atalo III, legó Pérgamo a los romanos, quienes la convirtieron en la capital de su imperio en Asia Menor para controlar el Egeo. Su decadencia no llegó hasta años después, cuando Tiberio Sempronio Graco propuso repartir los tesoros de Pérgamo entre los romanos. El Senado rechazó la oferta y, a la muerte de Graco, la ciudad sufrió varias revueltas que le hicieron perder parte de su patrimonio.
Occidente no descubrió el altar de Zeus hasta el siglo XIX, momento en el que arqueólogos alemanes lo compraron a los otomanos por un precio irrisorio. Su incalculable valor fue objeto de disputas. Stalin se hizo con él durante la Segunda Guerra Mundial y no fue hasta 1959 cuando fue devuelto a Alemania como pieza clave del Museo de Pérgamo, situado en la isla de los museos de Berlín.
National Geographic
Recreación de la Acrópolis de Pérgamo
Ubicada en la actual Turquía, justo enfrente de la isla de Lesbos, Pérgamo guarda en su antigua acrópolis las ruinas de las antiguas construcciones que la hicieron situarse como una de las urbes más brillantes y poderosas del imperio de los atálidas. Fue durante los siglos III y II a.C, cuando lo tenía todo: una rica industria de manufacturas de pergamino, una buena situación geográfica dentro de la ruta del comercio marítimo del Mediterráneo y unas infraestructuras suficientemente amplias como para acoger a los artistas helenos que buscaban nuevos horizontes donde desarrollar su arte más allá del estilo clásico. Pérgamo ansiaba ser la nueva Atenas de Pericles.
Tras la muerte de Alejandro Magno, en el año 323 a.C, el imperio quedó totalmente fragmentado. El poder comenzó a dividirse en pequeños reinos, siendo las ciudades de Alejandría, Antioquía o Pérgamo las que empezaron a ganar peso. Al frente de esta última se sitúa Filetero, el primero de la dinastía atálida a quien Lisímaco confió la ciudad legándole un tesoro. Aunque en sus inicios estuvo bajo el control seléucida, con la derrota de Seleuco, Filetero tuvo total autonomía para expandir su poder e iniciar la majestuosa obra con la que Pérgamo quedaría señalada en el mapa.

La parte más alta de Pérgamo estaba destinada a la vida religiosa, residencial y militar. Filetero la consagró a la diosa Atenea, la victoriosa diosa guerrera cuyo santuario ocupó el centro de su explanada. En sus alrededores levantó su palacio, así como las diferentes dependencias donde vivirían los soldados. La joya más preciada de Pérgamo, la biblioteca, fue obra de Atalo I, el tercer rey de la dinastía. Los atálidas eran bibliógrafos y siempre habían mostrado una gran preocupación por la cultura. Este hecho les llevó a coleccionar más de 200.000 títulos, muchos de ellos de la época de Eumenes II, que años más tarde Marco Antonio se llevaría como regalo de bodas a Cleopatra. La mayoría de los textos fueron copiados en pergaminos, creando así una gran industria de exportación.


Occidente no descubrió el altar de Zeus hasta el siglo XIX, momento en el que arqueólogos alemanes lo compraron a los otomanos por un precio irrisorio. Su incalculable valor fue objeto de disputas. Stalin se hizo con él durante la Segunda Guerra Mundial y no fue hasta 1959 cuando fue devuelto a Alemania como pieza clave del Museo de Pérgamo, situado en la isla de los museos de Berlín.
[+/-] | LA AGOGÉ ESPARTANA, EL ENTRENAMIENTO DE LOS SOLDADOS MÁS LETALES DE GRECIA |
A los niños se les sometía a prácticas penosas, un método para endurecerlos que consistía, entre otras cosas, en bañarles en vino y alimentarlos con forraje.
La educación espartana era muy diferente a la que recibían los jóvenes de otras ciudades estado. Esparta militarizaba la vida privada de los jóvenes hasta los 30 años. Su legendaria infantería se alimentaba de los extremos métodos de entrenamiento que recibían desde recién nacidos los hijos de Esparta. Los ancianos de la tribu («los gerontes») decidían si los recién nacidos debían ser criados o, si su salud era mala, se les abandonaba en la ladera de la montaña. El ser apto para el combate solo era el primer paso. El primer paso en un proceso para alcanzar la plena ciudadanía y poder acceder a las magistraturas y a los cuerpos de élite. A los niños se les sometía a prácticas penosas, un método para endurecerlos que consistía, entre otras cosas, en bañarles en vino y alimentarlos con forraje.
Se recomendaba criarlos sin pañales que constriñesen su crecimiento o debilitaran su resistencia al frío y al calor. Pronto debían perder el miedo a la oscuridad. Una vez endurecidos, en torno a los siete años, empezaba la verdadera agogé (la crianza), donde el Estado apartaba a los niños de sus familias para someterlos a entrenamiento militar. El propio gobierno de Esparta asumía la tutela y la educación pública de los futuros soldados, para lo cual destinaba a funcionarios especializados.
Como describe Nick Fields en su libro «Termópilas: la resistencia de los 300», el Estado organizaba a los niños en bandas («agelai»), supervisadas por magistrados, que incentivaban el liderazgo natural a través de la selección de cabecillas. Su vida era austera, espartana. Los jóvenes dormían sobre lechos construidos con juncos, cortados de las orillas del río Eurotas, y disponían de un solo manto para todo el año. Con el tiempo se acostumbraban al dolor. De hecho, la mayor parte del tiempo permanecían desnudos y mugrientos, porque raramente se les permitía bañarse.
Se les privaba de alimentos, obligando a los niños a robarlos en los campos locales. Esto era en sí una trampa, porque si pillaban a los niños robando se les castigaba con brutales castigos físicos. Es más, cualquier ciudadano podía castigar a los niños si así mejoraba su disciplina. El método preferente era el apaleamiento, que contaba con una suerte de ritual. El lugar de apaleamiento se encontraba ubicado en un bosque, puesto que era necesario un árbol vigoroso y robusto, al cual se le enganchaba una cadena y a ésta un palo. Lo que hacía el muchacho era agarrar este palo mientras otros dos de sus compañeros lo apaleaban. Esta acción se llevaba a cabo con varas de bambú, puesto que dolía, picaba y desgarraba la piel. Por si el muchacho se caía de agotamiento o de dolor había otros dos compañeros que se encargaban de levantarlo para que pudiesen seguir apaleándolo. El objetivo final de los castigos era que aprendieran el valor de trabajar en grupo, mejor en formación, y de respetar la autoridad ciegamente. La lucha, el atletismo y el manejo de las armas también eran materias fundamentales.
Por lo demás, la educación formal de los jóvenes espartanos era mínima, salvo en materias como la música, gimnasia y juegos relacionados con los principios del arte de la guerra. Según el historiador clásico Plutarco, aprendían entonces a leer y a escribir, al menos de forma básica, así como a cantar, principalmente letras de marchas. Frente a la famosa retórica de Atenas y otras ciudades griegas, de los hijos de Esparta se esperaba que hablaran de forma sólida y concisa (laconismo), al tiempo que con gracia. Mientras que a los niños se les cortaba el pelo al rape, a los adolescentes que alcanzaban los 15 años, los efebos, se les autorizaba a llevarlo largo y bien cuidado. El largo cabello era uno de los rasgos más característicos de los guerreros espartanos.
El Estado asumía la tutela hasta los veinte años. A partir de esta edad, los jóvenes espartanos seguían viviendo en un régimen de cuartel y se les destinaba a distintas agrupaciones militares. El vínculo entre soldados se creaba así desde la niñez. Cada espartano dormía, comía y luchaba con sus compañeros de armas de la infancia. Este ambiente de camaradería se construía sobre una especie de amor que no tenía que ver con el sexo, pese a lo cual es posible que fueran frecuentes las relaciones homosexuales (aunque entre los griegos no existía el concepto de naturaleza homosexual).
Vivían así bajo régimen militar hasta los 30 años, cuando se les entregaba una hacienda y un terreno para que formaran su propio hogar. Era en ese momento que adquirían todos los derechos de un ciudadano como uno de los iguales (homoioi). Lo tardío de los matrimonios y el papel limitado de la mujer en la sociedad griega alentaban, además de la homosexualidad, que los soldados acudieran a luchar sin cargas familiares a sus espaldas. Las mujeres también recibían una educación basada en la gimnasia y la lucha, una exigente actividad física con el fin de mantenerse ágiles y fuertes para poder engendrar a futuros guerreros sanos y robustos.
Todo este entrenamiento hacía de los espartanos los soldados más temidos de Grecia. Herodoto los describía como maestros del pasado en el arte de la guerra, mientras que otro autor clásico, Jenofonte, los admiraba como los «únicos y verdaderos artistas en materia de guerra». A diferencia del resto de hoplitas, los espartanos eran soldados profesionales a tiempo parcial en su ciudad estado, cuyo territorio se beneficiaba del aislamiento que le daban las montañas. En ningún otro punto de Grecia se podían permitir un nivel de profesional tan alto en la milicia.
ABC

Se recomendaba criarlos sin pañales que constriñesen su crecimiento o debilitaran su resistencia al frío y al calor. Pronto debían perder el miedo a la oscuridad. Una vez endurecidos, en torno a los siete años, empezaba la verdadera agogé (la crianza), donde el Estado apartaba a los niños de sus familias para someterlos a entrenamiento militar. El propio gobierno de Esparta asumía la tutela y la educación pública de los futuros soldados, para lo cual destinaba a funcionarios especializados.
Como describe Nick Fields en su libro «Termópilas: la resistencia de los 300», el Estado organizaba a los niños en bandas («agelai»), supervisadas por magistrados, que incentivaban el liderazgo natural a través de la selección de cabecillas. Su vida era austera, espartana. Los jóvenes dormían sobre lechos construidos con juncos, cortados de las orillas del río Eurotas, y disponían de un solo manto para todo el año. Con el tiempo se acostumbraban al dolor. De hecho, la mayor parte del tiempo permanecían desnudos y mugrientos, porque raramente se les permitía bañarse.
Se les privaba de alimentos, obligando a los niños a robarlos en los campos locales. Esto era en sí una trampa, porque si pillaban a los niños robando se les castigaba con brutales castigos físicos. Es más, cualquier ciudadano podía castigar a los niños si así mejoraba su disciplina. El método preferente era el apaleamiento, que contaba con una suerte de ritual. El lugar de apaleamiento se encontraba ubicado en un bosque, puesto que era necesario un árbol vigoroso y robusto, al cual se le enganchaba una cadena y a ésta un palo. Lo que hacía el muchacho era agarrar este palo mientras otros dos de sus compañeros lo apaleaban. Esta acción se llevaba a cabo con varas de bambú, puesto que dolía, picaba y desgarraba la piel. Por si el muchacho se caía de agotamiento o de dolor había otros dos compañeros que se encargaban de levantarlo para que pudiesen seguir apaleándolo. El objetivo final de los castigos era que aprendieran el valor de trabajar en grupo, mejor en formación, y de respetar la autoridad ciegamente. La lucha, el atletismo y el manejo de las armas también eran materias fundamentales.
Por lo demás, la educación formal de los jóvenes espartanos era mínima, salvo en materias como la música, gimnasia y juegos relacionados con los principios del arte de la guerra. Según el historiador clásico Plutarco, aprendían entonces a leer y a escribir, al menos de forma básica, así como a cantar, principalmente letras de marchas. Frente a la famosa retórica de Atenas y otras ciudades griegas, de los hijos de Esparta se esperaba que hablaran de forma sólida y concisa (laconismo), al tiempo que con gracia. Mientras que a los niños se les cortaba el pelo al rape, a los adolescentes que alcanzaban los 15 años, los efebos, se les autorizaba a llevarlo largo y bien cuidado. El largo cabello era uno de los rasgos más característicos de los guerreros espartanos.
El Estado asumía la tutela hasta los veinte años. A partir de esta edad, los jóvenes espartanos seguían viviendo en un régimen de cuartel y se les destinaba a distintas agrupaciones militares. El vínculo entre soldados se creaba así desde la niñez. Cada espartano dormía, comía y luchaba con sus compañeros de armas de la infancia. Este ambiente de camaradería se construía sobre una especie de amor que no tenía que ver con el sexo, pese a lo cual es posible que fueran frecuentes las relaciones homosexuales (aunque entre los griegos no existía el concepto de naturaleza homosexual).
Vivían así bajo régimen militar hasta los 30 años, cuando se les entregaba una hacienda y un terreno para que formaran su propio hogar. Era en ese momento que adquirían todos los derechos de un ciudadano como uno de los iguales (homoioi). Lo tardío de los matrimonios y el papel limitado de la mujer en la sociedad griega alentaban, además de la homosexualidad, que los soldados acudieran a luchar sin cargas familiares a sus espaldas. Las mujeres también recibían una educación basada en la gimnasia y la lucha, una exigente actividad física con el fin de mantenerse ágiles y fuertes para poder engendrar a futuros guerreros sanos y robustos.
Todo este entrenamiento hacía de los espartanos los soldados más temidos de Grecia. Herodoto los describía como maestros del pasado en el arte de la guerra, mientras que otro autor clásico, Jenofonte, los admiraba como los «únicos y verdaderos artistas en materia de guerra». A diferencia del resto de hoplitas, los espartanos eran soldados profesionales a tiempo parcial en su ciudad estado, cuyo territorio se beneficiaba del aislamiento que le daban las montañas. En ningún otro punto de Grecia se podían permitir un nivel de profesional tan alto en la milicia.
ABC
[+/-] | LOS «INMORTALES»: LOS GUERREROS DE ÉLITE PERSAS |
A pesar de que han pasado a la historia por el miedo que causaban entre sus enemigos, estaban peor equipados y peor entrenados que sus equivalentes griegos.
Han pasado a los libros de Historia como los «Inmortales». Un nombre que no adquirieron únicamente por sus habilidades militares -que también- sino porque, cuando uno de ellos caía muerto en batalla, se reclutaba inmediatamente a otro soldado para cubrir su baja.
Cuando los «Inmortales» comenzaron a ganarse sus medallas sobre el campo de batalla, los territorios dominados por los persas abarcaban desde Egipto, hasta el actual sur de Afganistán. Una extensa región imposible de defender por tropas «nacionales» y que llevó a los monarcas de este Imperio a usar un buen número de unidades mercenarias para lanzar ataques sobre sus enemigos (principalmente Grecia) y garantizar que ni un ápice de tierra caía en manos ajenas.
«Las tropas persas eran [escasas] tanto para extender el Imperio como para defenderlo. Los mercenarios, iranios y no iranios, se usaron [por ello] intensamente. Los pueblos iranios de Asia Central -bactrianos, cadusios y saka- eran una fuente importante de ellos. Estas fuerzas podían ser contratadas temporalmente, aunque lo más frecuente era que se mantuviesen de forma permanente o semipermanente. Los ejércitos enviados en operaciones ofensivas, como las invasiones de Grecia, estaban predominantemente compuestos de mercenarios», explica el historiador especializado en Grecia y Roma Philip de Souza en su obra «La guerra en el mundo antiguo».
A pesar de la importancia de los pueblos que ponían su espada al servicio de estos reyes (ya fuera a cambio de dinero o por no ser destruidos), los persas contaban también con un núcleo de guerreros «nacionales» (persas y medos –una tribu Tracia-) que solían ser de dos tipos. Los primeros eran combatientes de entre 20 y 25 años que eran llamados a filas después de haber recibido instrucción militar. «De los 5 a los 20 años, a los varones persas se les enseñaba equitación, tiro con arco y a decir la verdad. Después de ese período de entrenamiento militar permanecían disponibles para el servicio», añade Souza.
Los segundos eran mucho menos habituales. Consistían en militares cuya vida estaba destinada a guerrear y que, como profesionales que eran, formaban un núcleo permanente de combatientes. Entre ellos se destacaban, precisamente, los «Inmortales». El contingente resultante podría parecer temible, pero nada más lejos de la realidad. Al menos, así lo afirman divulgadores históricos como David F. Burt, quien es partidario de que, aunque cuantitativamente los persas contaban con un ejército de grandes proporciones, a lo largo de la historia quedó demostrada su escasa efectividad en combate directo.
Independientemente de si podían o no arrasar al enemigo por sus artes militares y no por su número –algo discutido a lo largo de los siglos- el ejército persa contaba con una estructura muy concreta basada, como bien explica De Souza, en el sistema decimal.
La base de sus ejércitos eran las unidades de 10 guerreros, las cuales eran conocidas como «Dasabam» (dirigidas por un «Dasabapatis»). Diez de ellas formaban un «Satabam» (con un total de 100 hombres) que, a su vez, era dirigida por un «Satapatis». A su vez, una decena de estos grupos (1.000 militares en total) formaban un «Hazarabam», el cual estaba a los mandos de un «Hazarapatis». Finalmente, diez de estos regimientos daban lugar a una división. Esta era conocida como «Baivarabam» y rendía cuentas ante un «Baivarapatis». El «Baivarabam» más conocido era el de los «Inmortales», al estar formados por un total de 10.000 militares curtidos.
A nivel práctico –y a pesar de que los ejércitos fueron variando según pasaban los siglos- entre los años 600 y 400 a.C. la fuerza del contingente persa se encontraba en sus arqueros y su caballería. Los primeros solían causar terror en los griegos con sus saetas y, durante la batalla, se ubicaban tras una línea de guerreros (conocidos como sparabara) ataviados con un gran escudo. Estos eran los encargados de protegerles. «Parece que el “dasabam” de diez hombres conformaba la unidad básica de infantería y formaba en una única hilera en batalla. […] Tras el muro de escudos, el resto de su “dasabam” se disponía en una profundidad de 9 líneas, cada combatiente armado con un arco y una espada curva [formando todos] una muralla de escudos», explica el historiador especializado en la época griega Nicholas Sekunda en su dossier «El ejército aqueménida».
Por otro lado, la segunda pata de este poderoso contingente eran los caballeros. Estos podían ser ligeros (encargados de acosar al enemigo disparándole flechas o jabalinas) o pesados (de los que no hay apenas constancia más allá de alguna batalla en la que se afirma que había persas a caballo equipados con lanzas).
Si algo hay que agradecer al cine –y en especial a la película «300», es que nos haya recordado la existencia de esta unidad. Sin embargo, la verdad es que este grupo de combatientes era bastante diferente a la que nos muestra el largometraje. Para empezar, porque en la película los presentan ataviados con unas máscaras que en realidad nuca portaron, armados con dos espadas (cuando solían combatir con una lanza) y, finalmente, porque se afirma que eran la élite del ejército persa (una verdad a medias).
Y es que, no todos ellos pertenecían a lo más alto del escalafón militar. La realidad, por el contrario, es que esta unidad abarcaba un «Baivarabam» (10.000 soldados) y que empezaron a ser conocidos como «Inmortales» después de que el historiador Heródoto afirmara que siempre mantenían una misma composición. «Si un hombre resultaba muerto o caía enfermo, la vacante que dejaba se cubría al momento, así que el total de este cuerpo nunca constaba de menos ni de más que de 10.000». Siempre según Heródoto, los inmortales contaban con cierta preparación extra al ser una de las pocas unidades del ejército que nunca era desmovilizada al terminar la guerra. Además, como bien señala el historiador clásico, tenía la particularidad de que debía estar formada únicamente por persas.
«Por un lado, los “Inmortales” representan la mística que posee cualquier cuerpo de élite militar. De entre una masa de combatientes, siempre hay un grupo selecto al que se le teme especialmente por su preparación y valentía. No es difícil que ese grupo alcance la categoría de mito, como en otros muchos casos a lo largo de la historia.», explica el historiador y periodista Jesús Hernández.
Ese carácter de cuerpo permanente (además de las múltiples batallas en las que participaron –y vencieron- en Asia Menor y Egipto) provocó que la fama de esta unidad fuese aumentado. Además, les granjeó algunos beneficios y ventajas dentro del mismo ejército. Algunas son señaladas por Hernández en su obra: «Este cuerpo de élite disfrutaba de algunos lujos impensables para otros soldados. Siempre los acompañaba una caravana en la que viajaban mujeres y disponían de criados, ataviados con lujosos ropajes». Por descontados, solían partir a la contienda ricamente vestidos y, en palabras de Heródoto, sus vituallas y su comida eran transportadas de forma independiente a las del resto del contingente por su mayor importancia.
Dentro del «Baivarabam» de los «Inmortales» (es decir, de los 10.000 hombres), había además un «Hazarabam» (1.000 combatientes) cuyos miembros eran seleccionados para ser la guardia privada del rey persa. En palabras de De Souza, todos ellos debían ser nobles. «Estos hombres eran denominados “melophoroi” o “portadores de manzanas” porque sus lanzas estaban rematadas en manzanas de oro, y eran los doryphori –“que en griego se traduce como soldados armados con lanzas”- de su rey», añade Sekunda. No obstante, parece que su nombre oficial era el de «arstibara» (literalmente, «portadores de lanzas»).
Heródoto ya había hablado de ello al explicar el orden de batalla que el ejército del rey persa Jerjes mostró en un desfile militar antes de atacar Grecia en el siglo V a.C.: «Detrás de él marchaba un cuerpo de la mejor infantería, que costaba de 10.000. 1.000 de ellos iban cerrando alrededor de todo aquel cuerpo, los cuales en vez de puntas de hierro llevaban en su lanza granadas de oro. Los restantes 9.000 que iban dentro de aquel cuadro llevaban en las lanzas granadas de plata».
Los «arstibara», como regimiento de élite de los «Inmortales» y guardia privada del monarca y de su palacio, contaban además con un «Hazarapatis» (un oficial al mando) con una habilidad reconocida y de gran respeto entre sus iguales. Y es que, además de labores puramente militares, este noble se encargaba también de recibir primero a las visitas del rey para garantizar su seguridad y dar su consentimiento expreso de que podía mantener una entrevista con él. «Además, el “Hazapatis” de este regimiento servía también como consejero principal del rey. […] En consecuencia, se convirtió en la principal figura de la corte; y a medida que las intrigas palaciegas se hicieron más y más usuales, en los siglos V y IV a.C., se verán envueltas en muchas de ellas», añade Sekunda.
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Equipamiento de un guerrero
1. Armaduras.
Escudo.
Entre los siglos VI y IV a.C., los persas usaron un amplio abanico de escudos para protegerse. A día de hoy se desconoce exactamente cuál es el que pudieron utilizar los «Inmortales», aunque es probable que portaran el denominado «spara». Este estaba elaborado en cuero y eran largos y rectangulares en el caso de la infantería, y pequeños y redondos para la caballería.
«El escudo estaba construido por mimbres entrelazados por dentro y por fuera a través de una pieza de cuero de la forma que se deseaba dar finalmente. Cuando el cuero se secaba y se contraía ponía en tensión los mimbres. Los mimbres se flexionaban y la construcción en conjunto se reforzaba», determina De Souza. Este sistema los hacía sumamente ligeros y bastante resistentes a cuchilladas de armas pequeñas y flechas, pero no ante las poderosas lanzas griegas. Además, no podían compararse a los escudos griegos de latón o bronce, mucho más resistentes y que podían aguantar sin problemas la estocada de las armas ligeras de sus enemigos.
Tiaras.
Según Heródoto, los «Inmortales» portaban sobre su cabeza tiaras. Es decir, gorros de fieltro o lana que se caracterizaban por su flexibilidad. No les protegían demasiado, pero les otorgaban cierta movilidad.
Espinilleras y pantalones.Además de las espinilleras (que solían ser de bronce) iban equipados con los tradicionales pantalones al modo persa, unas calzas que se anudaban con cinta en los tobillos. En palabras de Raffaele D'Amato (investigador experto en la era medieval y autor de «Roman military clothing»), este tipo de ropa era llamada anaxirydes y se caracterizaba por ser de colores muy vistosos.
Corazas.
Sobre las corazas de los «Inmortales» existen diferentes opiniones. Algunos historiadores afirman que las llevaban bajo la túnica y que estaba formada por unas placas tan finas como una carta que nada podían hacer contra la fuerza de las lanzas griegas. Heródoto, por su parte, explica en sus textos que sus armaduras era de unas «láminas de hierro que se asemejaban a las escamas de los peces». A su vez, también señala que los persas solían fabricarlas con piezas mayoritariamente de hierro y, finalmente, algunas doradas.
2. Armas
Lanza.
El arma principal de los «Inmortales» era la lanza corta. Esta tenía un contrapeso en su extremo inferior. Aunque la lanza persa era efectiva en sus tierras, su extensión era considerablemente menor a la de las griegas.
Puñales o espadas cortas.
Los «Inmortales» portaban sobre su muslo derecho unos puñales que, según Heródoto, les pendían del cinturón. Otras fuentes, por el contrario, las definen como espadas cortas o dagas.
Arco y flechas.
Además de la lanza y la daga, los «Inmortales» eran capaces de atacar a su enemigo a distancia gracias al arco compuesto que portaban a la espalda y un carcaj lleno de flechas de caña. Esta era un tipo de arma elaborada en tres partes y unida por pegamento animal y tiras de diferentes materiales. Eso, sumado a su forma y a su estructura, le hacía tener un alcance de unos 300 metros a pesar de su pequeño tamaño.
«El arco compuesto es el arma esencial del nómada. Su construcción “compuesta” requería muy poca madera, difícil de obtener en la estepa eurasiática. Se pegaban tiras de cuerno en la superficie que miraba al arquero, y tendones en la cara orientada al exterior. […] Los componentes del arco se disponían formando una “C”, que debía invertirse para poder armarlo. Esto permitía acumular mayor energía en un arma que era corta en comparación con otras», añade De Souza.
3. Túnica.
Si por algo se caracterizaban los «Inmortales», era por las túnicas que portaban. Para Heródoto, por ejemplo, esta prenda destacaba por ser absolutamente rica en comparación con la del resto del ejército al contar -por ejemplo- con pedrería en las mangas . Él las define como «túnicas de vistosos colores con mangas». Por su parte, Jenofonte es de la opinión de que estos soldados solían dar una gran importancia a su aspecto y, como tal, vestían con de color rojo. Esta teoría es la que apoya Jesús Hernández en su libro «¡Es la guerra!». Nic Fields (doctorado en Historia por la Universidad de Newcastle) explica en su obra «La leyenda de los 300. Termópilas», que esta prenda era holgada y llegaba hasta las rodillas..
La batalla de Maratón.
Tal y como explica el historiador español en la nueva reedición de su obra más vendida, una de las derrotas más escandalosas de los «Inmortales» se produjo en el año 490 a.C. durante la célebre batalla de Maratón. Por entonces corrían tiempos precarios para Atenas pues, tras haber participado en una pequeña revuelta contra los persas, se había convertido en un objetivo prioritario del monarca Darío I (al que, por cierto, llamaban «el Grande» por la ingente cantidad de territorio que había conquistado).
Lo cierto es que los temores no nacieron en vano, pues -con ansias de venganza- envió a más de 150.000 guerreros (los números son discutidos ampliamente a día de hoy) a tomar la región, derrocar al gobierno y ubicar a uno más afín a sus intereses. Al mando del contingente puso al medo Datis (supervisado por el representante real Artáfrenes). Además, dentro de este gigantesco ejército se destacaban los «Inmortales». Los atenienses apenas pudieron reunir 11.000 combatientes al mando de los cuales se encontraba el general Milcíades.
Tras considerar durante algún tiempo el lugar idóneo para enfrentarse a los persas, Milcíades decidió que sería en la bahía de Maratón, ubicada aproximadamente a 42 kilómetros de Atenas y donde los persas iban a hacer desembarcar a sus tropas. «Milcíades extendió sus líneas a través de un valle para que no les rodearan por los flancos», explica Hernández.
Por su parte, Datis ordenó que solo desembarcara la infantería y que los jinetes se quedasen en los buques. El objetivo era dirigir a estos últimos hacia Atenas mientras, en la bahía, la infantería acababa con el grueso de los combatientes enemigos. De esa forma, según creía, lograría tomar la ciudad sin apenas oposición.
Sabiendo que no había hombres a caballo contra los que darse de mamporros, Milcíades ordenó atacar a Datis el 12 de agosto (o septiembre, dependiendo de las fuentes). Para ello, formaron una extensa línea de batalla (un kilómetro y medio más amplia de lo normal) y reforzaron los flancos de la formación en detrimento del centro. La idea era sencilla: rodear por los laterales a las mejores tropas persas, que se ubicaban en el medio del ejército contrario (y entre las que destacaban los «Inmortales») y acabar con ellas atrapándolas en una pinza mortal.
En palabras de Heródoto, Milcíades tomó una decisión que pareció sumamente extraña a los persas, pero que resultó efectiva a la postre: ordenó a sus tropas cargar contra el enemigo a la carrera recorriendo el kilómetro y medio que les separaba de la primera línea de infantería enemiga.
Aquel movimiento parecía una locura, pero lo que buscaban los atenienses era disminuir el tiempo que iban a estar expuestos a las temibles flechas de los arqueros de Datis. «Pese a la debilidad de su centro, las alas pudieron contener el ataque enemigo. Seguidamente, los griegos pasaron al ataque, con una ferocidad que provocó el pánico en las filas persas, incluidos los “Inmortales”. Los hombres de Darío huyeron corriendo hacia sus barcos. Dejaron tras de sí unos 6.400 muertos. Por su parte, los griegos solo contaron ciento noventa y dos bajas», explica Hernández en su libro «¡Es la guerra!».
Las Termópilas y los 300 espartanos.
Apenas diez años después de la gran derrota de Maratón, los persas volvieron a armar a un gran ejército para tratar de conquistar Atenas. En este caso, la responsabilidad corrió a cargo de Jerjes, hijo de Darío y un destacado estudiando de filosofía (aunque la película «300» le muestre como un estúpido). El monarca logró reunir un ejército para atacar Grecia que, a día de hoy, se cifra en 300.000 hombres (Heródoto explica en sus textos que estaba formado casi por dos millones de hombres).
Los atenienses, por su parte, cuando se percataron del gran contingente que se les venía encima (allá por el año 481 a.C.) solicitaron apoyo a todos las regiones cercanas. Entre ellas se encontraba Esparta cuyo rey, Leónidas, aceptó enviar hombres en su ayuda después de que una pitonisa le informase de que su pueblo sería el siguiente en caer bajo el yugo invasor. No obstante, el consejo de espartano se negó a enviar al grueso de sus hombres (unos 9.000 soldados) a la lucha. Así pues, Leónidas únicamente pudo unirse a sus curiosos aliados (pues su enemistad era conocida) con 300 hombres de su guardia personal.
El lugar que Leónidas seleccionó para detener al ejército persa fue el paso de las Termópilas, una angosta zona montañosa ubicada al norte de Grecia que se consideraba la entrada natural hacia el sur de la región (donde se ubicaban las principales ciudades). Su característica más llamativa era que su paso principal no superaba los 15 metros de largo, lo que lo hacía perfectamente defendible.
«Si observamos la batalla de las Termópilas a vista de pájaro, vemos el estrecho paso que el ejército de tierra tenía que atravesar, y eso representó una ventaja para los griegos, ya que podían utilizar una pequeña cantidad de hombres para reducir el frente y ofrecer una defensa significativa», señala el historiador militar Richard A. Gabriel en declaraciones para la obra «Las grandes batallas de la Historia». Heródoto fue de la misma opinión: «Estos parajes parecieron a los Griegos los más aptos para su defensa; pues miradas atentamente y pesadas todas las circunstancias, convinieron en que debían esperar al bárbaro invasor de la Grecia en un puesto tal, en que no pudiera servirse de la muchedumbre de sus tropas y mucho menos de caballería».
Entre agosto y septiembre del año 480 a..C. se sucedió la contienda. Los griegos contaban con 300 espartanos y unos 6.000 soldados «Tejeos; Mantineos; de Orcomeno, ciudad de la Arcadia; de lo restante de la misma Arcadia; de Corinto; de Fliunte, de los Miceneos, los Locros Opuncios y los Focenses». Jerjes desembarcó con un ejército imposible de contar y que superaba, como mínimo, a los defensores en una diferencia de 50 a 1. Con todo, se demostró que el lugar había sido elegido a la perfección, pues -durante el primer día batalla- la infantería ligera persa se estrelló contra la falange hoplita y se vio obligada a retirarse.
El segundo día, ansioso de lograr la victoria, Jerjes envió a luchar contra los defensores de las Termópilas a los «Inmortales». «Hizo venir el rey a los Inmortales, cuyo general era Hidarnes, muy confiado en que éstos se llevarían de calle a los Griegos sin dificultad alguna. Entran, pues, los Inmortales a medir sus fuerzas con los Griegos, y no con mejor fortuna que la tropa de los Medos, antes con la misma pérdida que ellos, porque se veían precisados a pelear en un paso angosto, y con unas lanzas más cortas que las que usaban los Griegos, no sirviéndoles de nada su misma muchedumbre», explica Heródoto.
Al final, viéndose superados por un enemigo mucho mejor entrenado y equipado, los guerreros de élite de los persas tuvieron que darse la vuelta, y salir por piernas para evitar ser masacrados. Con todo, todavía lucharon durante algún tiempo más contra las primeras líneas de los «Inmortales». «Es increíble cuánto enemigo Persa derribaban [los espartanos], si bien en aquellos encuentros no dejaban de caer algunos pocos Espartanos», finaliza el historiador. El resto de la Historia es bien conocida por todos. Los hombres de Leónidas murieron, pero retuvieron al enemigo lo suficiente (y con un impacto tal) como para que otro ejército se formase e hiciese retirarse a los persas.
ABC
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Apadana de Persépolis, relieve s. V a. C. Arqueros y lanceros |
Cuando los «Inmortales» comenzaron a ganarse sus medallas sobre el campo de batalla, los territorios dominados por los persas abarcaban desde Egipto, hasta el actual sur de Afganistán. Una extensa región imposible de defender por tropas «nacionales» y que llevó a los monarcas de este Imperio a usar un buen número de unidades mercenarias para lanzar ataques sobre sus enemigos (principalmente Grecia) y garantizar que ni un ápice de tierra caía en manos ajenas.
«Las tropas persas eran [escasas] tanto para extender el Imperio como para defenderlo. Los mercenarios, iranios y no iranios, se usaron [por ello] intensamente. Los pueblos iranios de Asia Central -bactrianos, cadusios y saka- eran una fuente importante de ellos. Estas fuerzas podían ser contratadas temporalmente, aunque lo más frecuente era que se mantuviesen de forma permanente o semipermanente. Los ejércitos enviados en operaciones ofensivas, como las invasiones de Grecia, estaban predominantemente compuestos de mercenarios», explica el historiador especializado en Grecia y Roma Philip de Souza en su obra «La guerra en el mundo antiguo».
A pesar de la importancia de los pueblos que ponían su espada al servicio de estos reyes (ya fuera a cambio de dinero o por no ser destruidos), los persas contaban también con un núcleo de guerreros «nacionales» (persas y medos –una tribu Tracia-) que solían ser de dos tipos. Los primeros eran combatientes de entre 20 y 25 años que eran llamados a filas después de haber recibido instrucción militar. «De los 5 a los 20 años, a los varones persas se les enseñaba equitación, tiro con arco y a decir la verdad. Después de ese período de entrenamiento militar permanecían disponibles para el servicio», añade Souza.
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Apadana de Persépolis, relieve s. V a. C. Soldados persas y medos, estos últimos llevan sombreros redondos. |
Independientemente de si podían o no arrasar al enemigo por sus artes militares y no por su número –algo discutido a lo largo de los siglos- el ejército persa contaba con una estructura muy concreta basada, como bien explica De Souza, en el sistema decimal.
La base de sus ejércitos eran las unidades de 10 guerreros, las cuales eran conocidas como «Dasabam» (dirigidas por un «Dasabapatis»). Diez de ellas formaban un «Satabam» (con un total de 100 hombres) que, a su vez, era dirigida por un «Satapatis». A su vez, una decena de estos grupos (1.000 militares en total) formaban un «Hazarabam», el cual estaba a los mandos de un «Hazarapatis». Finalmente, diez de estos regimientos daban lugar a una división. Esta era conocida como «Baivarabam» y rendía cuentas ante un «Baivarapatis». El «Baivarabam» más conocido era el de los «Inmortales», al estar formados por un total de 10.000 militares curtidos.
A nivel práctico –y a pesar de que los ejércitos fueron variando según pasaban los siglos- entre los años 600 y 400 a.C. la fuerza del contingente persa se encontraba en sus arqueros y su caballería. Los primeros solían causar terror en los griegos con sus saetas y, durante la batalla, se ubicaban tras una línea de guerreros (conocidos como sparabara) ataviados con un gran escudo. Estos eran los encargados de protegerles. «Parece que el “dasabam” de diez hombres conformaba la unidad básica de infantería y formaba en una única hilera en batalla. […] Tras el muro de escudos, el resto de su “dasabam” se disponía en una profundidad de 9 líneas, cada combatiente armado con un arco y una espada curva [formando todos] una muralla de escudos», explica el historiador especializado en la época griega Nicholas Sekunda en su dossier «El ejército aqueménida».
Por otro lado, la segunda pata de este poderoso contingente eran los caballeros. Estos podían ser ligeros (encargados de acosar al enemigo disparándole flechas o jabalinas) o pesados (de los que no hay apenas constancia más allá de alguna batalla en la que se afirma que había persas a caballo equipados con lanzas).
Y es que, no todos ellos pertenecían a lo más alto del escalafón militar. La realidad, por el contrario, es que esta unidad abarcaba un «Baivarabam» (10.000 soldados) y que empezaron a ser conocidos como «Inmortales» después de que el historiador Heródoto afirmara que siempre mantenían una misma composición. «Si un hombre resultaba muerto o caía enfermo, la vacante que dejaba se cubría al momento, así que el total de este cuerpo nunca constaba de menos ni de más que de 10.000». Siempre según Heródoto, los inmortales contaban con cierta preparación extra al ser una de las pocas unidades del ejército que nunca era desmovilizada al terminar la guerra. Además, como bien señala el historiador clásico, tenía la particularidad de que debía estar formada únicamente por persas.
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Detalle de un jinete persa sin escudo vestido a la
usanza de los medos y tocado con la tiara persa.
Sarcófago de Alejandro
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Ese carácter de cuerpo permanente (además de las múltiples batallas en las que participaron –y vencieron- en Asia Menor y Egipto) provocó que la fama de esta unidad fuese aumentado. Además, les granjeó algunos beneficios y ventajas dentro del mismo ejército. Algunas son señaladas por Hernández en su obra: «Este cuerpo de élite disfrutaba de algunos lujos impensables para otros soldados. Siempre los acompañaba una caravana en la que viajaban mujeres y disponían de criados, ataviados con lujosos ropajes». Por descontados, solían partir a la contienda ricamente vestidos y, en palabras de Heródoto, sus vituallas y su comida eran transportadas de forma independiente a las del resto del contingente por su mayor importancia.
Dentro del «Baivarabam» de los «Inmortales» (es decir, de los 10.000 hombres), había además un «Hazarabam» (1.000 combatientes) cuyos miembros eran seleccionados para ser la guardia privada del rey persa. En palabras de De Souza, todos ellos debían ser nobles. «Estos hombres eran denominados “melophoroi” o “portadores de manzanas” porque sus lanzas estaban rematadas en manzanas de oro, y eran los doryphori –“que en griego se traduce como soldados armados con lanzas”- de su rey», añade Sekunda. No obstante, parece que su nombre oficial era el de «arstibara» (literalmente, «portadores de lanzas»).
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Reconstrucción del Jinete Persa Acrópolis de Atenas. |
Los «arstibara», como regimiento de élite de los «Inmortales» y guardia privada del monarca y de su palacio, contaban además con un «Hazarapatis» (un oficial al mando) con una habilidad reconocida y de gran respeto entre sus iguales. Y es que, además de labores puramente militares, este noble se encargaba también de recibir primero a las visitas del rey para garantizar su seguridad y dar su consentimiento expreso de que podía mantener una entrevista con él. «Además, el “Hazapatis” de este regimiento servía también como consejero principal del rey. […] En consecuencia, se convirtió en la principal figura de la corte; y a medida que las intrigas palaciegas se hicieron más y más usuales, en los siglos V y IV a.C., se verán envueltas en muchas de ellas», añade Sekunda.
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Equipamiento de un guerrero
1. Armaduras.
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Reconstrucción de un sparabara |
Entre los siglos VI y IV a.C., los persas usaron un amplio abanico de escudos para protegerse. A día de hoy se desconoce exactamente cuál es el que pudieron utilizar los «Inmortales», aunque es probable que portaran el denominado «spara». Este estaba elaborado en cuero y eran largos y rectangulares en el caso de la infantería, y pequeños y redondos para la caballería.
«El escudo estaba construido por mimbres entrelazados por dentro y por fuera a través de una pieza de cuero de la forma que se deseaba dar finalmente. Cuando el cuero se secaba y se contraía ponía en tensión los mimbres. Los mimbres se flexionaban y la construcción en conjunto se reforzaba», determina De Souza. Este sistema los hacía sumamente ligeros y bastante resistentes a cuchilladas de armas pequeñas y flechas, pero no ante las poderosas lanzas griegas. Además, no podían compararse a los escudos griegos de latón o bronce, mucho más resistentes y que podían aguantar sin problemas la estocada de las armas ligeras de sus enemigos.
Tiaras.
Según Heródoto, los «Inmortales» portaban sobre su cabeza tiaras. Es decir, gorros de fieltro o lana que se caracterizaban por su flexibilidad. No les protegían demasiado, pero les otorgaban cierta movilidad.
Espinilleras y pantalones.Además de las espinilleras (que solían ser de bronce) iban equipados con los tradicionales pantalones al modo persa, unas calzas que se anudaban con cinta en los tobillos. En palabras de Raffaele D'Amato (investigador experto en la era medieval y autor de «Roman military clothing»), este tipo de ropa era llamada anaxirydes y se caracterizaba por ser de colores muy vistosos.
Corazas.
Sobre las corazas de los «Inmortales» existen diferentes opiniones. Algunos historiadores afirman que las llevaban bajo la túnica y que estaba formada por unas placas tan finas como una carta que nada podían hacer contra la fuerza de las lanzas griegas. Heródoto, por su parte, explica en sus textos que sus armaduras era de unas «láminas de hierro que se asemejaban a las escamas de los peces». A su vez, también señala que los persas solían fabricarlas con piezas mayoritariamente de hierro y, finalmente, algunas doradas.
2. Armas
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Palacio de Darío I, Susa detalle de un melóforo? |
El arma principal de los «Inmortales» era la lanza corta. Esta tenía un contrapeso en su extremo inferior. Aunque la lanza persa era efectiva en sus tierras, su extensión era considerablemente menor a la de las griegas.
Puñales o espadas cortas.
Los «Inmortales» portaban sobre su muslo derecho unos puñales que, según Heródoto, les pendían del cinturón. Otras fuentes, por el contrario, las definen como espadas cortas o dagas.
Arco y flechas.
Además de la lanza y la daga, los «Inmortales» eran capaces de atacar a su enemigo a distancia gracias al arco compuesto que portaban a la espalda y un carcaj lleno de flechas de caña. Esta era un tipo de arma elaborada en tres partes y unida por pegamento animal y tiras de diferentes materiales. Eso, sumado a su forma y a su estructura, le hacía tener un alcance de unos 300 metros a pesar de su pequeño tamaño.
«El arco compuesto es el arma esencial del nómada. Su construcción “compuesta” requería muy poca madera, difícil de obtener en la estepa eurasiática. Se pegaban tiras de cuerno en la superficie que miraba al arquero, y tendones en la cara orientada al exterior. […] Los componentes del arco se disponían formando una “C”, que debía invertirse para poder armarlo. Esto permitía acumular mayor energía en un arma que era corta en comparación con otras», añade De Souza.
3. Túnica.
Si por algo se caracterizaban los «Inmortales», era por las túnicas que portaban. Para Heródoto, por ejemplo, esta prenda destacaba por ser absolutamente rica en comparación con la del resto del ejército al contar -por ejemplo- con pedrería en las mangas . Él las define como «túnicas de vistosos colores con mangas». Por su parte, Jenofonte es de la opinión de que estos soldados solían dar una gran importancia a su aspecto y, como tal, vestían con de color rojo. Esta teoría es la que apoya Jesús Hernández en su libro «¡Es la guerra!». Nic Fields (doctorado en Historia por la Universidad de Newcastle) explica en su obra «La leyenda de los 300. Termópilas», que esta prenda era holgada y llegaba hasta las rodillas..
La batalla de Maratón.

Lo cierto es que los temores no nacieron en vano, pues -con ansias de venganza- envió a más de 150.000 guerreros (los números son discutidos ampliamente a día de hoy) a tomar la región, derrocar al gobierno y ubicar a uno más afín a sus intereses. Al mando del contingente puso al medo Datis (supervisado por el representante real Artáfrenes). Además, dentro de este gigantesco ejército se destacaban los «Inmortales». Los atenienses apenas pudieron reunir 11.000 combatientes al mando de los cuales se encontraba el general Milcíades.
Tras considerar durante algún tiempo el lugar idóneo para enfrentarse a los persas, Milcíades decidió que sería en la bahía de Maratón, ubicada aproximadamente a 42 kilómetros de Atenas y donde los persas iban a hacer desembarcar a sus tropas. «Milcíades extendió sus líneas a través de un valle para que no les rodearan por los flancos», explica Hernández.
Por su parte, Datis ordenó que solo desembarcara la infantería y que los jinetes se quedasen en los buques. El objetivo era dirigir a estos últimos hacia Atenas mientras, en la bahía, la infantería acababa con el grueso de los combatientes enemigos. De esa forma, según creía, lograría tomar la ciudad sin apenas oposición.
Sabiendo que no había hombres a caballo contra los que darse de mamporros, Milcíades ordenó atacar a Datis el 12 de agosto (o septiembre, dependiendo de las fuentes). Para ello, formaron una extensa línea de batalla (un kilómetro y medio más amplia de lo normal) y reforzaron los flancos de la formación en detrimento del centro. La idea era sencilla: rodear por los laterales a las mejores tropas persas, que se ubicaban en el medio del ejército contrario (y entre las que destacaban los «Inmortales») y acabar con ellas atrapándolas en una pinza mortal.
En palabras de Heródoto, Milcíades tomó una decisión que pareció sumamente extraña a los persas, pero que resultó efectiva a la postre: ordenó a sus tropas cargar contra el enemigo a la carrera recorriendo el kilómetro y medio que les separaba de la primera línea de infantería enemiga.
Aquel movimiento parecía una locura, pero lo que buscaban los atenienses era disminuir el tiempo que iban a estar expuestos a las temibles flechas de los arqueros de Datis. «Pese a la debilidad de su centro, las alas pudieron contener el ataque enemigo. Seguidamente, los griegos pasaron al ataque, con una ferocidad que provocó el pánico en las filas persas, incluidos los “Inmortales”. Los hombres de Darío huyeron corriendo hacia sus barcos. Dejaron tras de sí unos 6.400 muertos. Por su parte, los griegos solo contaron ciento noventa y dos bajas», explica Hernández en su libro «¡Es la guerra!».
Las Termópilas y los 300 espartanos.
Leónidas en las Termópilas Jacques-Louis David (1814). |
Los atenienses, por su parte, cuando se percataron del gran contingente que se les venía encima (allá por el año 481 a.C.) solicitaron apoyo a todos las regiones cercanas. Entre ellas se encontraba Esparta cuyo rey, Leónidas, aceptó enviar hombres en su ayuda después de que una pitonisa le informase de que su pueblo sería el siguiente en caer bajo el yugo invasor. No obstante, el consejo de espartano se negó a enviar al grueso de sus hombres (unos 9.000 soldados) a la lucha. Así pues, Leónidas únicamente pudo unirse a sus curiosos aliados (pues su enemistad era conocida) con 300 hombres de su guardia personal.
El lugar que Leónidas seleccionó para detener al ejército persa fue el paso de las Termópilas, una angosta zona montañosa ubicada al norte de Grecia que se consideraba la entrada natural hacia el sur de la región (donde se ubicaban las principales ciudades). Su característica más llamativa era que su paso principal no superaba los 15 metros de largo, lo que lo hacía perfectamente defendible.
«Si observamos la batalla de las Termópilas a vista de pájaro, vemos el estrecho paso que el ejército de tierra tenía que atravesar, y eso representó una ventaja para los griegos, ya que podían utilizar una pequeña cantidad de hombres para reducir el frente y ofrecer una defensa significativa», señala el historiador militar Richard A. Gabriel en declaraciones para la obra «Las grandes batallas de la Historia». Heródoto fue de la misma opinión: «Estos parajes parecieron a los Griegos los más aptos para su defensa; pues miradas atentamente y pesadas todas las circunstancias, convinieron en que debían esperar al bárbaro invasor de la Grecia en un puesto tal, en que no pudiera servirse de la muchedumbre de sus tropas y mucho menos de caballería».
Entre agosto y septiembre del año 480 a..C. se sucedió la contienda. Los griegos contaban con 300 espartanos y unos 6.000 soldados «Tejeos; Mantineos; de Orcomeno, ciudad de la Arcadia; de lo restante de la misma Arcadia; de Corinto; de Fliunte, de los Miceneos, los Locros Opuncios y los Focenses». Jerjes desembarcó con un ejército imposible de contar y que superaba, como mínimo, a los defensores en una diferencia de 50 a 1. Con todo, se demostró que el lugar había sido elegido a la perfección, pues -durante el primer día batalla- la infantería ligera persa se estrelló contra la falange hoplita y se vio obligada a retirarse.
El segundo día, ansioso de lograr la victoria, Jerjes envió a luchar contra los defensores de las Termópilas a los «Inmortales». «Hizo venir el rey a los Inmortales, cuyo general era Hidarnes, muy confiado en que éstos se llevarían de calle a los Griegos sin dificultad alguna. Entran, pues, los Inmortales a medir sus fuerzas con los Griegos, y no con mejor fortuna que la tropa de los Medos, antes con la misma pérdida que ellos, porque se veían precisados a pelear en un paso angosto, y con unas lanzas más cortas que las que usaban los Griegos, no sirviéndoles de nada su misma muchedumbre», explica Heródoto.
Al final, viéndose superados por un enemigo mucho mejor entrenado y equipado, los guerreros de élite de los persas tuvieron que darse la vuelta, y salir por piernas para evitar ser masacrados. Con todo, todavía lucharon durante algún tiempo más contra las primeras líneas de los «Inmortales». «Es increíble cuánto enemigo Persa derribaban [los espartanos], si bien en aquellos encuentros no dejaban de caer algunos pocos Espartanos», finaliza el historiador. El resto de la Historia es bien conocida por todos. Los hombres de Leónidas murieron, pero retuvieron al enemigo lo suficiente (y con un impacto tal) como para que otro ejército se formase e hiciese retirarse a los persas.
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