[+/-] | ORGULLO GAY... EN GRECIA Y ROMA |
En ambas culturas, saltar del lecho conyugal a los brazos de un joven amante o una hetaira era visto con naturalidad.
Cuenta la mitología griega que el seductor Zeus se enamoró tan ardientemente del joven Ganímedes que lo secuestró, lo llevó al Olimpo y lo convirtió en su amante. También Apolo sucumbió a la belleza de Jacinto, un adolescente mortal, a quien se entregó incondicionalmente. Aquiles y Patroclo fueron más que amigos durante la Guerra de Troya.
Se cuentan por decenas las historias mitológicas que giran en torno al amor entre hombres frecuentemente dioses o semidioses y jóvenes efebos que sirven de ejemplo del pensamiento heleno con respecto al amor homosexual masculino, el más perfecto y puro según su cultura.
En la realidad, fueron célebres las relaciones entre Alejandro Magno y Hefestión o entre Platón y varios de sus alumnos. Y ya en Roma, el amor entre el emperador Adriano y Antinoo, o el apodo de Julio César: Hombre de todas las mujeres y mujer de todos los hombres.
Sin identidad sexual definida
A cualquiera de ellos hubiese sido absurdo plantearles: ¿Homosexual o heterosexual? ¿Bisexual? ¿Quizá transexual? Ninguno de ellos lo hubiese entendido porque se trata de conceptos modernos, nacidos a raíz de las sociedades industriales. En la Antigüedad, ni griegos ni romanos contaban con identidades sexuales definidas. Los primeros amaban la belleza, y los segundos, el placer, aunque tuviese que ser discreto. Además, ambas culturas fueron precedentes a la difusión del ideal moral judeocristiano de pecado, que criminalizó el erotismo en general y cualquier relación sexual sin la reproducción como fin.
Pero no nos engañemos, tanto la Grecia clásica como Roma están muy lejos de poder ser consideradas culturas libres, sexualmente hablando. Existían reglas tácitamente aceptadas que no estaba permitido transgredir. Esto podía conllevar ser criticado públicamente por comportamiento indigno, multas o ir a la cárcel. Una de las normas a respetar era la diferencia de edad.
Escarnio público
Se permitía la unión entre un maduro ciudadano y un adolescente, pues mantener una relación duradera más allá de la edad adulta significaba el escarnio público. De hecho, en la Grecia de Pericles era una tradición imprescindible que los jóvenes futuros ciudadanos mantuviesen este tipo de relaciones como parte de su educación. El adolescente, tras el cortejo y el beneplácito de su familia, se convertía en el amado (eromenos) del adulto (erastes), quien adoptaba a partir de entonces el papel de maestro y protector.
La idea era que el erastes guiase al más joven y le mostrase a la vez, los placeres de la vida. Cuando el joven dejaba de ser imberbe, la relación debía terminar. Entonces, el incipiente ciudadano se casaba y pasados unos años se convertía a su vez en el erastes de otros jóvenes.
Estas relaciones eran complementarias al matrimonio o las visitas a los prostíbulos y eran consideradas puras y perfectas por los griegos ya que se basaban en la mutua admiración. El joven accedía a los secretos del areté (perfección intelectual). El adulto, por su parte, tenía la oportunidad de gozar del ideal sublime de belleza griega: el joven cuerpo masculino, plasmado en esculturas, pinturas y mosaicos. En la cama, los papeles también estaban repartidos. El erastes era el activo porque se le presuponía el vigor y virilidad de un atleta o soldado y el eromenos, el pasivo. La pasividad en las relaciones homosexuales fue criticada o censurada.
En Roma, heredera de los ideales clásicos, la familia se convirtió en el núcleo de la sociedad y el papel del maestro lo ocupó el padre, quedando fuera el componente sexual. Desaparecieron, al menos de forma pública, las relaciones entre adolescentes casi impúberes y patricios adultos. La homosexualidad se practicaba, pero de forma discreta. Se toleraba mientras no pusiese en peligro a la familia, la gran institución romana. Como ejemplo, la infidelidad con otra mujer se consideraba mucho más grave que con un hombre. En esta tolerancia subyacía que el matrimonio debía ser protegido porque era el instrumento para perpetuar el imperio, pero las relaciones homosexuales eran sólo por placer. La prostitución masculina se generalizó. Era natural que un patricio acudiese a gozar tanto con jovencitas como con efebos. Era una forma más de obtener placer, sin ninguna carga moral. Tanto es así que los padres de la élite romana solían comprar un esclavo a sus hijos para que pudiese volcar en él los ardores adolescentes.
Pero cuando el cristianismo se asentó (siglo IV-V), todo cambió. Fundamentalmente en un aspecto: la tolerancia.
Público
Aquiles y Patroclo |
Se cuentan por decenas las historias mitológicas que giran en torno al amor entre hombres frecuentemente dioses o semidioses y jóvenes efebos que sirven de ejemplo del pensamiento heleno con respecto al amor homosexual masculino, el más perfecto y puro según su cultura.
En la realidad, fueron célebres las relaciones entre Alejandro Magno y Hefestión o entre Platón y varios de sus alumnos. Y ya en Roma, el amor entre el emperador Adriano y Antinoo, o el apodo de Julio César: Hombre de todas las mujeres y mujer de todos los hombres.
Sin identidad sexual definida
A cualquiera de ellos hubiese sido absurdo plantearles: ¿Homosexual o heterosexual? ¿Bisexual? ¿Quizá transexual? Ninguno de ellos lo hubiese entendido porque se trata de conceptos modernos, nacidos a raíz de las sociedades industriales. En la Antigüedad, ni griegos ni romanos contaban con identidades sexuales definidas. Los primeros amaban la belleza, y los segundos, el placer, aunque tuviese que ser discreto. Además, ambas culturas fueron precedentes a la difusión del ideal moral judeocristiano de pecado, que criminalizó el erotismo en general y cualquier relación sexual sin la reproducción como fin.
Pero no nos engañemos, tanto la Grecia clásica como Roma están muy lejos de poder ser consideradas culturas libres, sexualmente hablando. Existían reglas tácitamente aceptadas que no estaba permitido transgredir. Esto podía conllevar ser criticado públicamente por comportamiento indigno, multas o ir a la cárcel. Una de las normas a respetar era la diferencia de edad.
Escarnio público
Se permitía la unión entre un maduro ciudadano y un adolescente, pues mantener una relación duradera más allá de la edad adulta significaba el escarnio público. De hecho, en la Grecia de Pericles era una tradición imprescindible que los jóvenes futuros ciudadanos mantuviesen este tipo de relaciones como parte de su educación. El adolescente, tras el cortejo y el beneplácito de su familia, se convertía en el amado (eromenos) del adulto (erastes), quien adoptaba a partir de entonces el papel de maestro y protector.
La idea era que el erastes guiase al más joven y le mostrase a la vez, los placeres de la vida. Cuando el joven dejaba de ser imberbe, la relación debía terminar. Entonces, el incipiente ciudadano se casaba y pasados unos años se convertía a su vez en el erastes de otros jóvenes.
Estas relaciones eran complementarias al matrimonio o las visitas a los prostíbulos y eran consideradas puras y perfectas por los griegos ya que se basaban en la mutua admiración. El joven accedía a los secretos del areté (perfección intelectual). El adulto, por su parte, tenía la oportunidad de gozar del ideal sublime de belleza griega: el joven cuerpo masculino, plasmado en esculturas, pinturas y mosaicos. En la cama, los papeles también estaban repartidos. El erastes era el activo porque se le presuponía el vigor y virilidad de un atleta o soldado y el eromenos, el pasivo. La pasividad en las relaciones homosexuales fue criticada o censurada.
En Roma, heredera de los ideales clásicos, la familia se convirtió en el núcleo de la sociedad y el papel del maestro lo ocupó el padre, quedando fuera el componente sexual. Desaparecieron, al menos de forma pública, las relaciones entre adolescentes casi impúberes y patricios adultos. La homosexualidad se practicaba, pero de forma discreta. Se toleraba mientras no pusiese en peligro a la familia, la gran institución romana. Como ejemplo, la infidelidad con otra mujer se consideraba mucho más grave que con un hombre. En esta tolerancia subyacía que el matrimonio debía ser protegido porque era el instrumento para perpetuar el imperio, pero las relaciones homosexuales eran sólo por placer. La prostitución masculina se generalizó. Era natural que un patricio acudiese a gozar tanto con jovencitas como con efebos. Era una forma más de obtener placer, sin ninguna carga moral. Tanto es así que los padres de la élite romana solían comprar un esclavo a sus hijos para que pudiese volcar en él los ardores adolescentes.
Pero cuando el cristianismo se asentó (siglo IV-V), todo cambió. Fundamentalmente en un aspecto: la tolerancia.
Público
[+/-] | LA ATLÁNTIDA, EL MISTERIO DE LOS MINOICOS (Documental de Discovery Channel) |
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El arqueólogo inglés Arthur Evans dedicó toda su fortuna y más de tres décadas de su vida a recuperar el esplendor del mundo minoico. La excavación del palacio de Cnosos, en la isla griega de Creta, sacó a la luz la magnitud abrumadora de una brillante civilización que se adelantaba en el tiempo a la cultura micénica. La Atlántida, descrita por Platón, guarda un enorme parecido con el mundo minoico descubierto por Evans.
¿Podrían ser los minoicos los antiguos habitantes de la Atlántida, el continente desaparecido? La realidad histórica oculta tras el mito griego de la lucha entre Teseo y el Minotauro resultará apasionante.
[+/-] | LOS MINOICOS (Video del Canal Historia) |
Pincha en la imagen para ver el video |
La primera civilización europea nació en la isla de Creta hace unos 4500 años, pero la historia de los antiguos habitantes de Creta no comenzó a ser conocida hasta las excavaciones del arqueólogo Arthur Evans. El investigador inglés la llamó “minoica”, por el nombre del rey Minos, el mítico fundador de la primera dinastía de gobernantes cretenses...
[+/-] | FILÓSOFOS DE GRECIA: LA VIDA DE LOS AMANTES DE LA SABIDURÍA |
En el mundo griego los filósofos, lejos de vivir encerrados en un estudio, actuaban como maestros en los asuntos más importantes de la vida, desde la política y el dinero hasta la amistad o el amor.
En la antigua Grecia, los filósofos no vivían en una torre de marfil, dedicados exclusivamente a sus pensamientos e ideas, contemplando el mundo desde la superioridad de su intelecto. Muy al contrario, vivían totalmente inmersos en la sociedad de su tiempo, preocupados por su propia subsistencia, por sus familias o por los problemas políticos del momento. Cierto que su extraña profesión de «amantes de la sabiduría» los hacía parecer a menudo como personajes excéntricos, como cuando el pequeño y simiesco Sócrates observaba inquisitivo a los atenienses con sus ojos saltones y los asediaba con sus eternas preguntas. Pero las diferentes escuelas filosóficas, desde los platónicos a los epicúreos, desde los aristotélicos a los cínicos, consiguieron muchos seguidores entre todos los grupos sociales y enriquecieron la cultura civil de las ciudades griegas de la Antigüedad.
Algunos de los primeros pensadores de la antigua Grecia fueron unos solitarios acérrimos, lo que les dio una fama ambivalente, a veces admirativa, otras despectiva. Por ejemplo, se cuenta que Pitágoras se encerró en una cueva y que cuando salió, flaco y macilento, gritando que volvía del infierno, todos vieron en él algo divino. En cambio, cuando el filósofo Empédocles se arrojó al volcán Etna para hacer creer que se había convertido en dios, la fuerza de las llamas echó fuera una de sus sandalias, lo que hizo que el pueblo sonriera ante la grotesca ocurrencia del filósofo. De la misma manera, en una ocasión una anciana sacó de su casa a Tales de Mileto para que le hablara de las estrellas y éste, al dirigir su mirada hacia el cielo, se cayó en un hoyo; cuando el dolorido Tales pidió ayuda, la vieja acudió muerta de risa y le soltó: «¡Ay Tales! ¿pretendes conocer lo que está en el cielo, cuando ni notas lo que tienes a tus pies?».
A juzgar por estas historias puede parecer que los filósofos griegos preferían vivir en un exquisito retiro del mundo: Platón, por ejemplo, levantó la Academia en un bosque suburbano de olivos sagrados, al que se llegaba por un camino dulcemente umbroso entre templos, fragantes jardines y mansiones de la clase alta. Próxima a la Academia platónica también estaba la escuela de Epicuro, el Jardín, un pequeño huerto irrigado por las aguas del Erídano; y el Liceo, la famosa escuela fundada por Aristóteles, estaba igualmente establecido en un gimnasio a las afueras de Atenas, con el célebre pórtico donde el filósofo y sus alumnos paseaban durante sus largas discusiones.
Muchos de estos filósofos eran de orígenes humildes y su vida fue, al principio, muy dura. El estoico Cleantes de Asos, por ejemplo, antes de predicar la serenidad del alma ante los golpes de la vida se ganó el sustento como púgil y luego, cuando se fue a estudiar a Atenas con sólo cuatro monedas en el bolsillo, tuvo que trabajar como aguador para poder sobrevivir. El filósofo Teofrasto, que sucedió a Aristóteles al frente del Liceo, fue hijo de un pobre batanero de Éreso, en la isla de Lesbos; y del mismo Epicuro se cuenta que, en su juventud en la isla de Samos, solía ir con su madre por las casas recitando versos purificatorios. También Sócrates había sido el orgulloso hijo de un cantero y de una partera atenienses –decía que, como su madre, él ayudaba a dar a luz nuevos conocimientos e ideas–, y no tenía ningún problema en admitir entre sus discípulos a gente de la más humilde condición, como el vástago de una hacendosa familia de charcuteros llamado Esquines: «Sólo sabe honrarme el hijo del que me hace las longanizas», solía decir Sócrates.
Sócrates fue, en verdad, un personaje muy popular en la gloriosa Atenas del siglo V a.C. En su juventud había servido destacadamente en las milicias atenienses e incluso trabajó como escultor durante un tiempo con creaciones que estuvieron expuestas en la Acrópolis. No desdeñaba otros placeres más mundanos, ya que aprendió a tocar la lira, danzaba con frecuencia y estuvo presente en los banquetes de los prohombres de la ciudad, a los que acudía calzándose las únicas sandalias que pareció llevar en toda su vida, pues normalmente iba descalzo. Sócrates también participaba asiduamente en las asambleas, y no dudaba en mostrar su parecer incluso en contra de todos los demás. Se ganó así la envidia de muchos de sus conciudadanos, hasta el punto de que en el año 399 a.C. se le acusó de corromper a los jóvenes y fue obligado a suicidarse.
La creciente inestabilidad política de las ciudades griegas en el siglo IV a.C. provocó respuestas dispares entre los filósofos. Platón marchó de Atenas tras la muerte de su maestro Sócrates y recaló en Sicilia, donde las cosas no le fueron mejor con el tirano Dionisio de Siracusa, que llegó a venderlo como esclavo. De vuelta a Atenas, compró la finca de la Academia y allí empezó a fraguar su mundo de las ideas, en el que la realidad es inmaterial y eterna, a diferencia del mundo terreno en el que la realidad es material y corruptible y en el que, según Platón, se había corrompido la idea del bien. Otros preferían entregarse a los simples apetitos del propio cuerpo, como predicaba el hedonista Aristipo. Los había, como los estoicos de la escuela de Zenón de Elea, que propugnaban el ideal de una mente imperturbable que, guiada por la razón, se mantuviera ajena a los variables caprichos de la fortuna.
Y el grupo encabezado por Epicuro buscaba un refugio tranquilo en el que el sabio pudiera gozar de placeres sencillos y cotidianos, oteando el turbulento oleaje de la existencia humana.
Pero quien mejor representa el desarraigo del filósofo en la desmoralizada Grecia del siglo IV a.C. es Diógenes de Sínope, el más provocador e insobornable de los sabios que alumbró la Hélade. Toda su vida fue una sucesión de desafíos a la buena conciencia de la sociedad supuestamente respetable. Se enorgullecía, por ejemplo, de que su padre, un banquero de Sínope (una colonia griega en la costa del mar Negro), hubiera sido condenado por falsificar moneda y castigado con el exilio; decía que también él, viviendo como un vagabundo apátrida, pretendía demostrar la falsedad de las convenciones sociales de la Grecia de su época. Apodado «el Perro» –cyon, de ahí el nombre de su corriente filosófica, los cínicos–, pasaba el día en una tinaja como un desharrapado y reivindicaba su independencia absoluta de la sociedad en la que vivía con mordacidad y desvergüenza. Diógenes había decidido convertirse en un hosco ermitaño que, desesperado e insatisfecho de este mundo, prefería observar el correteo despreocupado de un ratón antes que participar en la vida de la Grecia de entonces.
En su extravagancia, durante el verano Diógenes se revolcaba por la arena caliente y en el invierno se abrazaba a las estatuas cubiertas de nieve; una forma de decir que, aunque el sufrimiento era inherente a la existencia, había que sentirse exultante por el mero hecho de estar vivo. Su irreverencia se manifestó en una célebre anécdota. Una vez que estaba tumbado en el suelo tomando el sol casi desnudo, se le acercó el gran conquistador Alejandro Magno y le dijo: «Pídeme lo que quieras»; a lo que respondió Diógenes: «Pues apártate y no me hagas sombra». Alejandro se marchó, pero, entre las risas burlonas de sus compañeros, se dijo a sí mismo: «Si no fuera Alejandro, yo quisiera ser Diógenes».
Platón despreciaba a Diógenes: «Sin duda, es un Sócrates loco», comentaba; y se decía que se había llevado la Academia fuera de la ciudad porque no soportaba que Diógenes pisotease sus ricos tapices con esos sucios pies embarrados. Un día en que Diógenes se pasó por la Academia, vio que Platón defendía ante sus alumnos que el hombre era un animal bípedo sin plumas; y como le hizo mucha gracia esa definición, Diógenes tomó un gallo, lo peló y lo lanzó en medio de la escuela exclamando: «¡Ahí va un hombre de Platón!»; y así, mientras los alumnos de la Academia se afanaban en capturar al desplumado animal, Platón tuvo que añadir con el ceño fruncido: «Sin plumas… ¡Pero con uñas planas!». En otra ocasión en que Platón estaba discutiendo su «mundo de las ideas», Diógenes se le acercó y le dijo: «Pues mira, Platón, que yo veo esta mesa y este vaso; pero no la “meseidad” ni la “vaseidad” [en referencia a la esencia de estos objetos en el mundo de las ideas]».
Con el paso del tiempo, las escuelas filosóficas se convirtieron en pequeñas asociaciones en búsqueda de la felicidad abiertas a todo el mundo. Filósofos como Epicuro incluso admitieron en sus escuelas a esclavos y algunas mujeres. La condición de las mujeres y las relaciones que debían mantener con ellas dieron lugar a posturas encontradas entre los filósofos de la Grecia clásica. Algunos mostraban una misoginia visceral, como el cínico Diógenes, que exclamó, al ver a unas mujeres ahorcadas en un olivo: «¡Ojalá que todos los árboles dieran este fruto!». En otra ocasión, una meretriz aseguró al filósofo Aristipo que estaba encinta de él, pero éste le espetó: «Tanto sabes tú eso como con qué espina te has pinchado cuando caminas por un campo lleno de ellas»; y como la mujer le reprochara que fuera a exponer a ese hijo como si no lo hubiese engendrado, Aristipo la atajó desabrido: «¡También criamos piojos; y bien lejos que los arrojamos!».
Otros filósofos, en cambio, se casaron y formaron una familia, aunque la relación que tuvieron con sus esposas distara de ser armoniosa. Por ejemplo, Sócrates había dicho del arisco carácter de su mujer Jantipa que, tras sufrirlo, le resultaba más fácil tratar a las demás personas (pocos saben, sin embargo, que Sócrates estuvo, a la vez, con otra mujer llamada Mirto, hija de Arístides el Justo). Algunos también tuvieron hijas a las que educaron esmeradamente y, además, como el filósofo estoico Crates de Malos, las casaron con sus discípulos para perpetuar así la labor de su escuela (aunque les daba treinta días de prueba, por si se arrepentían). En el pasado, Pitágoras también había educado a su hija Damo y le había legado a su muerte sus obras con la orden de que no se las confiara a nadie que no fuera de la familia. Ella había cumplido escrupulosamente esta última voluntad: pudiendo vender estos libros, no quiso hacerlo; prefirió vivir en la pobreza y en soledad a todo el oro del mundo con tal de vivir acompañada de los preceptos de su padre.
Leer los testamentos de los filósofos es también una forma de acercarse a su vida cotidiana: en ellos, además de fijar el porvenir de sus escuelas, se mencionan las haciendas y los esclavos que poseían, su ajuar doméstico y sus reliquias familiares; Aristóteles, por ejemplo, menciona una estatuilla de Deméter, la diosa de la agricultura, que había pertenecido a su madre. En estos testamentos figuran también sus libros, apuntes y efectos personales más preciados, como copas, anillos, tapices, ornados lechos y almohadas que los legatarios tendrían de repartirse; y, asimismo, se leen anotaciones de deudas contraídas y de deudores que aún no han satisfecho sus pagos. Hasta el excelso filósofo Platón recuerda en una simple y concisa frase: «El cantero Euclides me debe tres minas».
Pero no hay mejor despedida del mundo que la carta que Epicuro escribe a su amigo Idomeneo después de redactar su testamento y una vez libre de las ataduras de lo banal: «En este día feliz, que es el último también de mi existencia, te escribo estas líneas. Mis pujos de sangre y micciones dolorosas siguen su curso, sin admitir ya incremento su extrema condición. Pero a todo ello se opone el gozo que siento en el alma por el recuerdo de nuestras pasadas conversaciones filosóficas». Sólo alguien como el filósofo Epicuro, que murió sufriendo intensamente por los dolores de un cálculo renal, pudo inventar felicidad semejante; la felicidad de unos ojos ante los que, por fin, se va calmando el arbolado mar de la existencia y que contemplan serenos su superficie iluminada en el ocaso, mientras se evoca lo más importante de una vida: la amistad y el conocimiento.
National Geographic
En la antigua Grecia, los filósofos no vivían en una torre de marfil, dedicados exclusivamente a sus pensamientos e ideas, contemplando el mundo desde la superioridad de su intelecto. Muy al contrario, vivían totalmente inmersos en la sociedad de su tiempo, preocupados por su propia subsistencia, por sus familias o por los problemas políticos del momento. Cierto que su extraña profesión de «amantes de la sabiduría» los hacía parecer a menudo como personajes excéntricos, como cuando el pequeño y simiesco Sócrates observaba inquisitivo a los atenienses con sus ojos saltones y los asediaba con sus eternas preguntas. Pero las diferentes escuelas filosóficas, desde los platónicos a los epicúreos, desde los aristotélicos a los cínicos, consiguieron muchos seguidores entre todos los grupos sociales y enriquecieron la cultura civil de las ciudades griegas de la Antigüedad.
Algunos de los primeros pensadores de la antigua Grecia fueron unos solitarios acérrimos, lo que les dio una fama ambivalente, a veces admirativa, otras despectiva. Por ejemplo, se cuenta que Pitágoras se encerró en una cueva y que cuando salió, flaco y macilento, gritando que volvía del infierno, todos vieron en él algo divino. En cambio, cuando el filósofo Empédocles se arrojó al volcán Etna para hacer creer que se había convertido en dios, la fuerza de las llamas echó fuera una de sus sandalias, lo que hizo que el pueblo sonriera ante la grotesca ocurrencia del filósofo. De la misma manera, en una ocasión una anciana sacó de su casa a Tales de Mileto para que le hablara de las estrellas y éste, al dirigir su mirada hacia el cielo, se cayó en un hoyo; cuando el dolorido Tales pidió ayuda, la vieja acudió muerta de risa y le soltó: «¡Ay Tales! ¿pretendes conocer lo que está en el cielo, cuando ni notas lo que tienes a tus pies?».
A juzgar por estas historias puede parecer que los filósofos griegos preferían vivir en un exquisito retiro del mundo: Platón, por ejemplo, levantó la Academia en un bosque suburbano de olivos sagrados, al que se llegaba por un camino dulcemente umbroso entre templos, fragantes jardines y mansiones de la clase alta. Próxima a la Academia platónica también estaba la escuela de Epicuro, el Jardín, un pequeño huerto irrigado por las aguas del Erídano; y el Liceo, la famosa escuela fundada por Aristóteles, estaba igualmente establecido en un gimnasio a las afueras de Atenas, con el célebre pórtico donde el filósofo y sus alumnos paseaban durante sus largas discusiones.
Muchos de estos filósofos eran de orígenes humildes y su vida fue, al principio, muy dura. El estoico Cleantes de Asos, por ejemplo, antes de predicar la serenidad del alma ante los golpes de la vida se ganó el sustento como púgil y luego, cuando se fue a estudiar a Atenas con sólo cuatro monedas en el bolsillo, tuvo que trabajar como aguador para poder sobrevivir. El filósofo Teofrasto, que sucedió a Aristóteles al frente del Liceo, fue hijo de un pobre batanero de Éreso, en la isla de Lesbos; y del mismo Epicuro se cuenta que, en su juventud en la isla de Samos, solía ir con su madre por las casas recitando versos purificatorios. También Sócrates había sido el orgulloso hijo de un cantero y de una partera atenienses –decía que, como su madre, él ayudaba a dar a luz nuevos conocimientos e ideas–, y no tenía ningún problema en admitir entre sus discípulos a gente de la más humilde condición, como el vástago de una hacendosa familia de charcuteros llamado Esquines: «Sólo sabe honrarme el hijo del que me hace las longanizas», solía decir Sócrates.
Sócrates fue, en verdad, un personaje muy popular en la gloriosa Atenas del siglo V a.C. En su juventud había servido destacadamente en las milicias atenienses e incluso trabajó como escultor durante un tiempo con creaciones que estuvieron expuestas en la Acrópolis. No desdeñaba otros placeres más mundanos, ya que aprendió a tocar la lira, danzaba con frecuencia y estuvo presente en los banquetes de los prohombres de la ciudad, a los que acudía calzándose las únicas sandalias que pareció llevar en toda su vida, pues normalmente iba descalzo. Sócrates también participaba asiduamente en las asambleas, y no dudaba en mostrar su parecer incluso en contra de todos los demás. Se ganó así la envidia de muchos de sus conciudadanos, hasta el punto de que en el año 399 a.C. se le acusó de corromper a los jóvenes y fue obligado a suicidarse.
La creciente inestabilidad política de las ciudades griegas en el siglo IV a.C. provocó respuestas dispares entre los filósofos. Platón marchó de Atenas tras la muerte de su maestro Sócrates y recaló en Sicilia, donde las cosas no le fueron mejor con el tirano Dionisio de Siracusa, que llegó a venderlo como esclavo. De vuelta a Atenas, compró la finca de la Academia y allí empezó a fraguar su mundo de las ideas, en el que la realidad es inmaterial y eterna, a diferencia del mundo terreno en el que la realidad es material y corruptible y en el que, según Platón, se había corrompido la idea del bien. Otros preferían entregarse a los simples apetitos del propio cuerpo, como predicaba el hedonista Aristipo. Los había, como los estoicos de la escuela de Zenón de Elea, que propugnaban el ideal de una mente imperturbable que, guiada por la razón, se mantuviera ajena a los variables caprichos de la fortuna.
Y el grupo encabezado por Epicuro buscaba un refugio tranquilo en el que el sabio pudiera gozar de placeres sencillos y cotidianos, oteando el turbulento oleaje de la existencia humana.
Pero quien mejor representa el desarraigo del filósofo en la desmoralizada Grecia del siglo IV a.C. es Diógenes de Sínope, el más provocador e insobornable de los sabios que alumbró la Hélade. Toda su vida fue una sucesión de desafíos a la buena conciencia de la sociedad supuestamente respetable. Se enorgullecía, por ejemplo, de que su padre, un banquero de Sínope (una colonia griega en la costa del mar Negro), hubiera sido condenado por falsificar moneda y castigado con el exilio; decía que también él, viviendo como un vagabundo apátrida, pretendía demostrar la falsedad de las convenciones sociales de la Grecia de su época. Apodado «el Perro» –cyon, de ahí el nombre de su corriente filosófica, los cínicos–, pasaba el día en una tinaja como un desharrapado y reivindicaba su independencia absoluta de la sociedad en la que vivía con mordacidad y desvergüenza. Diógenes había decidido convertirse en un hosco ermitaño que, desesperado e insatisfecho de este mundo, prefería observar el correteo despreocupado de un ratón antes que participar en la vida de la Grecia de entonces.
En su extravagancia, durante el verano Diógenes se revolcaba por la arena caliente y en el invierno se abrazaba a las estatuas cubiertas de nieve; una forma de decir que, aunque el sufrimiento era inherente a la existencia, había que sentirse exultante por el mero hecho de estar vivo. Su irreverencia se manifestó en una célebre anécdota. Una vez que estaba tumbado en el suelo tomando el sol casi desnudo, se le acercó el gran conquistador Alejandro Magno y le dijo: «Pídeme lo que quieras»; a lo que respondió Diógenes: «Pues apártate y no me hagas sombra». Alejandro se marchó, pero, entre las risas burlonas de sus compañeros, se dijo a sí mismo: «Si no fuera Alejandro, yo quisiera ser Diógenes».
Platón despreciaba a Diógenes: «Sin duda, es un Sócrates loco», comentaba; y se decía que se había llevado la Academia fuera de la ciudad porque no soportaba que Diógenes pisotease sus ricos tapices con esos sucios pies embarrados. Un día en que Diógenes se pasó por la Academia, vio que Platón defendía ante sus alumnos que el hombre era un animal bípedo sin plumas; y como le hizo mucha gracia esa definición, Diógenes tomó un gallo, lo peló y lo lanzó en medio de la escuela exclamando: «¡Ahí va un hombre de Platón!»; y así, mientras los alumnos de la Academia se afanaban en capturar al desplumado animal, Platón tuvo que añadir con el ceño fruncido: «Sin plumas… ¡Pero con uñas planas!». En otra ocasión en que Platón estaba discutiendo su «mundo de las ideas», Diógenes se le acercó y le dijo: «Pues mira, Platón, que yo veo esta mesa y este vaso; pero no la “meseidad” ni la “vaseidad” [en referencia a la esencia de estos objetos en el mundo de las ideas]».
Con el paso del tiempo, las escuelas filosóficas se convirtieron en pequeñas asociaciones en búsqueda de la felicidad abiertas a todo el mundo. Filósofos como Epicuro incluso admitieron en sus escuelas a esclavos y algunas mujeres. La condición de las mujeres y las relaciones que debían mantener con ellas dieron lugar a posturas encontradas entre los filósofos de la Grecia clásica. Algunos mostraban una misoginia visceral, como el cínico Diógenes, que exclamó, al ver a unas mujeres ahorcadas en un olivo: «¡Ojalá que todos los árboles dieran este fruto!». En otra ocasión, una meretriz aseguró al filósofo Aristipo que estaba encinta de él, pero éste le espetó: «Tanto sabes tú eso como con qué espina te has pinchado cuando caminas por un campo lleno de ellas»; y como la mujer le reprochara que fuera a exponer a ese hijo como si no lo hubiese engendrado, Aristipo la atajó desabrido: «¡También criamos piojos; y bien lejos que los arrojamos!».
Otros filósofos, en cambio, se casaron y formaron una familia, aunque la relación que tuvieron con sus esposas distara de ser armoniosa. Por ejemplo, Sócrates había dicho del arisco carácter de su mujer Jantipa que, tras sufrirlo, le resultaba más fácil tratar a las demás personas (pocos saben, sin embargo, que Sócrates estuvo, a la vez, con otra mujer llamada Mirto, hija de Arístides el Justo). Algunos también tuvieron hijas a las que educaron esmeradamente y, además, como el filósofo estoico Crates de Malos, las casaron con sus discípulos para perpetuar así la labor de su escuela (aunque les daba treinta días de prueba, por si se arrepentían). En el pasado, Pitágoras también había educado a su hija Damo y le había legado a su muerte sus obras con la orden de que no se las confiara a nadie que no fuera de la familia. Ella había cumplido escrupulosamente esta última voluntad: pudiendo vender estos libros, no quiso hacerlo; prefirió vivir en la pobreza y en soledad a todo el oro del mundo con tal de vivir acompañada de los preceptos de su padre.
Leer los testamentos de los filósofos es también una forma de acercarse a su vida cotidiana: en ellos, además de fijar el porvenir de sus escuelas, se mencionan las haciendas y los esclavos que poseían, su ajuar doméstico y sus reliquias familiares; Aristóteles, por ejemplo, menciona una estatuilla de Deméter, la diosa de la agricultura, que había pertenecido a su madre. En estos testamentos figuran también sus libros, apuntes y efectos personales más preciados, como copas, anillos, tapices, ornados lechos y almohadas que los legatarios tendrían de repartirse; y, asimismo, se leen anotaciones de deudas contraídas y de deudores que aún no han satisfecho sus pagos. Hasta el excelso filósofo Platón recuerda en una simple y concisa frase: «El cantero Euclides me debe tres minas».
Pero no hay mejor despedida del mundo que la carta que Epicuro escribe a su amigo Idomeneo después de redactar su testamento y una vez libre de las ataduras de lo banal: «En este día feliz, que es el último también de mi existencia, te escribo estas líneas. Mis pujos de sangre y micciones dolorosas siguen su curso, sin admitir ya incremento su extrema condición. Pero a todo ello se opone el gozo que siento en el alma por el recuerdo de nuestras pasadas conversaciones filosóficas». Sólo alguien como el filósofo Epicuro, que murió sufriendo intensamente por los dolores de un cálculo renal, pudo inventar felicidad semejante; la felicidad de unos ojos ante los que, por fin, se va calmando el arbolado mar de la existencia y que contemplan serenos su superficie iluminada en el ocaso, mientras se evoca lo más importante de una vida: la amistad y el conocimiento.
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[+/-] | TARQUINIO EL SOBERBIO: EL ÚLTIMO REY DE ROMA |
Dio muerte a su suegro para acceder al trono, persiguió a sus rivales en el Senado y libró cruentas guerras de conquista. Tarquinio el Soberbio pasó a la historia como el tirano que causó la caída de la monarquía romana.
La historia tradicional de los orígenes de Roma gira en torno a una fecha crucial: el año 509 a.C., en que fue derrocado el último de los siete reyes que gobernaron la ciudad desde la época de Rómulo, dos siglos y medio atrás, para dar paso a la República. Ese último rey de Roma se llamaba Tarquinio, pero la tradición histórica romana le dio el apodo de «el Soberbio», diferenciándolo así de otro Tarquinio que había reinado en Roma unas décadas antes, Tarquinio Prisco. En efecto, en la memoria histórica de la Roma republicana Tarquinio el Soberbio encarnó los peores vicios de la monarquía y fue visto como un modelo de tirano y enemigo de la patria.
Sin embargo, durante el gobierno de su último rey etrusco, Roma vivió un gran auge económico y cultural, un gran desarrollo urbanístico y una expansión territorial sin precedentes. El prestigio militar de Tarquinio, la fuerza política de su monarquía y el apoyo de las ciudades etruscas más poderosas garantizaron la supremacía de Roma en el Lacio y contribuyeron a que la ciudad se convirtiese en la máxima potencia en la región del mar Tirreno. Resulta difícil determinar cuál de las dos visiones antagónicas de Tarquinio se aproxima más a la realidad. De hecho, conocemos muy poco sobre su gobierno y a veces las noticias están cubiertas por el velo de la fantasía.
Los historiadores Tito Livio y Dionisio de Halicarnaso narran con gran detalle el ascenso de Lucio Tarquinio al poder. El rey Servio Tulio, ejemplo de gobernante honrado y benefactor del pueblo, tenía dos hijas, ambas de nombre Tulia, pero de personalidades contrapuestas: si una era de carácter dulce, la otra destacaba por su arrogancia. Ambas fueron entregadas en matrimonio a Lucio Tarquinio y a su hermano Arrunte, también de temperamento opuesto; sólo que la joven apacible se casó con el Soberbio y la arrogante se convirtió en esposa de Arrunte. Pronto Tarquinio y su cuñada eliminaron a sus respectivos cónyuges y contrajeron matrimonio. Instigado por su nueva esposa, Tarquinio comenzó a desacreditar a su suegro, hasta que en una ocasión se rodeó de un grupo armado y, sentado frente a la Curia, se proclamó heredero del trono de su antepasado Tarquinio Prisco, que había muerto asesinado. Servio Tulio, sin escolta y privado del apoyo del Senado, fue asesinado por los sicarios de Tarquinio. Su cuerpo quedó abandonado en una calle vecina al foro, el clivus urbius. Su hija Tulia dio muestras de su impiedad arrollando con su carro el cadáver de su padre.
Livio presenta el gobierno de Tarquinio como una auténtica tiranía. El rey, escribe, «hizo matar a los senadores más importantes que sospechaba habían sido partidarios de Servio» y gobernó sin aceptar más consejo que el de sus propios familiares. Él mismo decidía las causas que implicaban la pena capital, de modo que «estaba en su mano ejecutar, desterrar y privar de bienes». Iba siempre rodeado de guardaespaldas, pues sabía que «tenía que afirmar su poder sobre el miedo».
Hoy día, los historiadores interpretan la entronización de Tarquinio de diversas formas. Por ejemplo, se ha planteado que existían en Roma dos facciones, una factio Tarquinia partidaria de los ideales aristocráticos, y otra favorable a los innovadores movimientos sociales y políticos de Servio Tulio, quien, entre otras cosas, organizó al pueblo romano en tribus, dando así una base popular al ejército. Asimismo, se ha comparado el gobierno de Tarquinio con las tiranías griegas arcaicas, con todas sus luces y sombras. Se trataba de un despotismo basado en un poder absoluto, en el que los reyes estaban protegidos por un amplio aparato de seguridad y manifestaban un particular amor al fasto. También era característico de estos tiranos el empeñarse en aventuras internacionales y en grandes programas urbanísticos.
En cuanto a esto último, se sabe que Tarquinio el Soberbio impulsó en Roma el desarrollo de infraestructuras urbanas y de numerosos edificios civiles y religiosos. Ejemplo de ello fue la construcción del gran templo de Júpiter Óptimo Máximo en el monte Capitolino, en la que participaron los mejores artesanos etruscos y la plebe romana. Tarquinio hizo erigir también las tribunas del Circo Máximo, que ya se había comenzado a edificar en tiempos de Tarquinio Prisco. A fines del siglo VI a.C. se terminó asimismo la excavación de la Cloaca Máxima, una imponente obra de ingeniería hidráulica que permitió resolver definitivamente el peligro de las inundaciones a las que el foro estaba expuesto, dado que se hallaba en una zona pantanosa en la que confluían las aguas de los montes circundantes.
En relación con la política exterior, Tarquinio continuó el proyecto de expansión territorial diseñado por su predecesor. Su principal objetivo fue el control de las ciudades latinas y etruscas que se hallaban en territorio fronterizo o en zonas de importancia estratégica, para así contener el avance de volscos, sabinos y ausonios, considerados enemigos de Roma. Primero conquistó Pomezia, que lindaba con territorio volsco; con su botín se inició la construcción del templo de Júpiter en Roma. Después, el monarca emprendió la conquista de Gabii, ciudad que defendía de los sabinos el lado oriental del Lacio. Para ello, al parecer Tarquinio se sirvió de una atrevida estratagema. Su hijo menor, Sexto Tarquinio, buscó asilo político en Gabii, fingiendo huir de las atrocidades de su padre. Tras ser acogido en la ciudad y convertirse en un hombre prominente, reveló sus verdaderas intenciones: eliminó a los representantes de la ciudad, confiscó sus propiedades y esquilmó al pueblo. La ciudad, exhausta, se entregó a Roma sin resistencia. Tampoco sabemos hasta qué punto esta historia sucedió como la contaron los cronistas romanos. En todo caso, los privilegios legales de los que gozó Gabii en los siglos posteriores parecen apuntar a que la ciudad fue anexionada a Roma más o menos amigablemente en época monárquica.
Para cerrar el anillo de protección del Lacio, Tarquinio se aseguró asimismo el control de Tusculum mediante el matrimonio de una de sus hijas con el tusculano más destacado, Octavio Mamilio, que se decía descendiente de Ulises. Además de Pomezia, Gabii y Tusculum, Roma dominaba Circeo y Signa, y contaba con la alianza de los pueblos latinos de Aricia, Lanuvio, Laurentium, Cori, Tíbur y Ardea.
Tradicionalmente, el fin de Tarquinio el Soberbio se relaciona con un episodio violento protagonizado por su hijo Sexto: la violación de Lucrecia, una patricia romana casada con un pariente del propio rey. El suicidio de la joven tras el ultraje suscitó tal indignación que los romanos, liderados por Bruto, un sobrino de Tarquinio, decidieron prohibir el regreso del rey –que en esos momentos se encontraba en una campaña militar contra Ardea– y expulsar de la ciudad a todos los miembros de su familia. Según la tradición, Lucio Junio Bruto y Tarquinio Colatino, convertidos en libertadores del pueblo, se proclamaron cónsules, una nueva magistratura anual que sustituía a la figura del monarca. Quedaba así abolida la monarquía y daba inicio el sistema republicano. Naturalmente, éste es un relato legendario, elaborado mucho después de los acontecimientos. Los historiadores actuales han propuesto diversas hipótesis sobre la caída de Tarquinio: una revolución interna, la amenaza de otro líder etrusco, la reacción latina a la supremacía etrusca, o una evolución más gradual por la que la vieja aristocracia fue sustituida por la nobleza de corte que se desarrolló en torno al «tirano».
Tras su expulsión de Roma, los Tarquinios buscaron refugio en ciudades etruscas aliadas. Sexto Tarquinio acudió a Gabii, donde fue asesinado; dos de sus hermanos se refugiaron en Caere, y Tarquinio el Soberbio buscó asilo en su tierra natal, Tarquinia, donde empezó a tramar la restauración de la monarquía en Roma. Inicialmente, Tarquinio trató de organizar una conjura por medio de legados enviados a Roma a reclamar las propiedades de la familia real. En el complot se involucraron numerosos jóvenes contrarios al nuevo sistema republicano, entre ellos los hijos del cónsul Junio Bruto. Pero la intriga fue denunciada, las propiedades reales fueron confiscadas y se condenó a los conjurados a ser azotados y decapitados públicamente.
El monarca exiliado organizó entonces un ejército con tropas de Tarquinia y Veyes y atacó Roma. Sin embargo, fue derrotado y en la batalla perdió la vida uno de sus hijos, Arrunte Tarquinio, aunque por parte de la República también falleció el cónsul Junio Bruto. Los Tarquinios pidieron asilo y apoyo a Lars Porsena, rey de Clusium. Porsena marchó con sus tropas contra Roma, pero la heroica resistencia de Horacio Cocles, Mucio Escévola y de la joven Clelia lo llevó a firmar la paz con Roma y a negar su ayuda a Tarquinio. De nuevo en el exilio y ya anciano, el Soberbio se refugió en Tusculum, en la corte de su yerno Octavio Mamilio, quien instigó a treinta ciudades latinas a coaligarse contra Roma. En la batalla del lago Regilo, la caballería y la infantería romanas, guiadas por Aulo Postumio y Tito Ebucio, vencieron a las tropas etruscas y latinas, comandadas por Mamilio, Tarquinio y uno de sus hijos.
Fue el golpe final para el viejo rey. Cuenta Dionisio de Halicarnaso que ni latinos, ni etruscos ni sabinos quisieron acoger a Tarquinio, quien, cumplidos ya los 90 años, encontró refugio en la corte de Aristodemo el Malvado, tirano de Cumas. Allí murió y fue sepultado a los pocos días.
National Geographic
La historia tradicional de los orígenes de Roma gira en torno a una fecha crucial: el año 509 a.C., en que fue derrocado el último de los siete reyes que gobernaron la ciudad desde la época de Rómulo, dos siglos y medio atrás, para dar paso a la República. Ese último rey de Roma se llamaba Tarquinio, pero la tradición histórica romana le dio el apodo de «el Soberbio», diferenciándolo así de otro Tarquinio que había reinado en Roma unas décadas antes, Tarquinio Prisco. En efecto, en la memoria histórica de la Roma republicana Tarquinio el Soberbio encarnó los peores vicios de la monarquía y fue visto como un modelo de tirano y enemigo de la patria.
Sin embargo, durante el gobierno de su último rey etrusco, Roma vivió un gran auge económico y cultural, un gran desarrollo urbanístico y una expansión territorial sin precedentes. El prestigio militar de Tarquinio, la fuerza política de su monarquía y el apoyo de las ciudades etruscas más poderosas garantizaron la supremacía de Roma en el Lacio y contribuyeron a que la ciudad se convirtiese en la máxima potencia en la región del mar Tirreno. Resulta difícil determinar cuál de las dos visiones antagónicas de Tarquinio se aproxima más a la realidad. De hecho, conocemos muy poco sobre su gobierno y a veces las noticias están cubiertas por el velo de la fantasía.
Los historiadores Tito Livio y Dionisio de Halicarnaso narran con gran detalle el ascenso de Lucio Tarquinio al poder. El rey Servio Tulio, ejemplo de gobernante honrado y benefactor del pueblo, tenía dos hijas, ambas de nombre Tulia, pero de personalidades contrapuestas: si una era de carácter dulce, la otra destacaba por su arrogancia. Ambas fueron entregadas en matrimonio a Lucio Tarquinio y a su hermano Arrunte, también de temperamento opuesto; sólo que la joven apacible se casó con el Soberbio y la arrogante se convirtió en esposa de Arrunte. Pronto Tarquinio y su cuñada eliminaron a sus respectivos cónyuges y contrajeron matrimonio. Instigado por su nueva esposa, Tarquinio comenzó a desacreditar a su suegro, hasta que en una ocasión se rodeó de un grupo armado y, sentado frente a la Curia, se proclamó heredero del trono de su antepasado Tarquinio Prisco, que había muerto asesinado. Servio Tulio, sin escolta y privado del apoyo del Senado, fue asesinado por los sicarios de Tarquinio. Su cuerpo quedó abandonado en una calle vecina al foro, el clivus urbius. Su hija Tulia dio muestras de su impiedad arrollando con su carro el cadáver de su padre.
Livio presenta el gobierno de Tarquinio como una auténtica tiranía. El rey, escribe, «hizo matar a los senadores más importantes que sospechaba habían sido partidarios de Servio» y gobernó sin aceptar más consejo que el de sus propios familiares. Él mismo decidía las causas que implicaban la pena capital, de modo que «estaba en su mano ejecutar, desterrar y privar de bienes». Iba siempre rodeado de guardaespaldas, pues sabía que «tenía que afirmar su poder sobre el miedo».
Hoy día, los historiadores interpretan la entronización de Tarquinio de diversas formas. Por ejemplo, se ha planteado que existían en Roma dos facciones, una factio Tarquinia partidaria de los ideales aristocráticos, y otra favorable a los innovadores movimientos sociales y políticos de Servio Tulio, quien, entre otras cosas, organizó al pueblo romano en tribus, dando así una base popular al ejército. Asimismo, se ha comparado el gobierno de Tarquinio con las tiranías griegas arcaicas, con todas sus luces y sombras. Se trataba de un despotismo basado en un poder absoluto, en el que los reyes estaban protegidos por un amplio aparato de seguridad y manifestaban un particular amor al fasto. También era característico de estos tiranos el empeñarse en aventuras internacionales y en grandes programas urbanísticos.
En cuanto a esto último, se sabe que Tarquinio el Soberbio impulsó en Roma el desarrollo de infraestructuras urbanas y de numerosos edificios civiles y religiosos. Ejemplo de ello fue la construcción del gran templo de Júpiter Óptimo Máximo en el monte Capitolino, en la que participaron los mejores artesanos etruscos y la plebe romana. Tarquinio hizo erigir también las tribunas del Circo Máximo, que ya se había comenzado a edificar en tiempos de Tarquinio Prisco. A fines del siglo VI a.C. se terminó asimismo la excavación de la Cloaca Máxima, una imponente obra de ingeniería hidráulica que permitió resolver definitivamente el peligro de las inundaciones a las que el foro estaba expuesto, dado que se hallaba en una zona pantanosa en la que confluían las aguas de los montes circundantes.
En relación con la política exterior, Tarquinio continuó el proyecto de expansión territorial diseñado por su predecesor. Su principal objetivo fue el control de las ciudades latinas y etruscas que se hallaban en territorio fronterizo o en zonas de importancia estratégica, para así contener el avance de volscos, sabinos y ausonios, considerados enemigos de Roma. Primero conquistó Pomezia, que lindaba con territorio volsco; con su botín se inició la construcción del templo de Júpiter en Roma. Después, el monarca emprendió la conquista de Gabii, ciudad que defendía de los sabinos el lado oriental del Lacio. Para ello, al parecer Tarquinio se sirvió de una atrevida estratagema. Su hijo menor, Sexto Tarquinio, buscó asilo político en Gabii, fingiendo huir de las atrocidades de su padre. Tras ser acogido en la ciudad y convertirse en un hombre prominente, reveló sus verdaderas intenciones: eliminó a los representantes de la ciudad, confiscó sus propiedades y esquilmó al pueblo. La ciudad, exhausta, se entregó a Roma sin resistencia. Tampoco sabemos hasta qué punto esta historia sucedió como la contaron los cronistas romanos. En todo caso, los privilegios legales de los que gozó Gabii en los siglos posteriores parecen apuntar a que la ciudad fue anexionada a Roma más o menos amigablemente en época monárquica.
Para cerrar el anillo de protección del Lacio, Tarquinio se aseguró asimismo el control de Tusculum mediante el matrimonio de una de sus hijas con el tusculano más destacado, Octavio Mamilio, que se decía descendiente de Ulises. Además de Pomezia, Gabii y Tusculum, Roma dominaba Circeo y Signa, y contaba con la alianza de los pueblos latinos de Aricia, Lanuvio, Laurentium, Cori, Tíbur y Ardea.
Tradicionalmente, el fin de Tarquinio el Soberbio se relaciona con un episodio violento protagonizado por su hijo Sexto: la violación de Lucrecia, una patricia romana casada con un pariente del propio rey. El suicidio de la joven tras el ultraje suscitó tal indignación que los romanos, liderados por Bruto, un sobrino de Tarquinio, decidieron prohibir el regreso del rey –que en esos momentos se encontraba en una campaña militar contra Ardea– y expulsar de la ciudad a todos los miembros de su familia. Según la tradición, Lucio Junio Bruto y Tarquinio Colatino, convertidos en libertadores del pueblo, se proclamaron cónsules, una nueva magistratura anual que sustituía a la figura del monarca. Quedaba así abolida la monarquía y daba inicio el sistema republicano. Naturalmente, éste es un relato legendario, elaborado mucho después de los acontecimientos. Los historiadores actuales han propuesto diversas hipótesis sobre la caída de Tarquinio: una revolución interna, la amenaza de otro líder etrusco, la reacción latina a la supremacía etrusca, o una evolución más gradual por la que la vieja aristocracia fue sustituida por la nobleza de corte que se desarrolló en torno al «tirano».
Tras su expulsión de Roma, los Tarquinios buscaron refugio en ciudades etruscas aliadas. Sexto Tarquinio acudió a Gabii, donde fue asesinado; dos de sus hermanos se refugiaron en Caere, y Tarquinio el Soberbio buscó asilo en su tierra natal, Tarquinia, donde empezó a tramar la restauración de la monarquía en Roma. Inicialmente, Tarquinio trató de organizar una conjura por medio de legados enviados a Roma a reclamar las propiedades de la familia real. En el complot se involucraron numerosos jóvenes contrarios al nuevo sistema republicano, entre ellos los hijos del cónsul Junio Bruto. Pero la intriga fue denunciada, las propiedades reales fueron confiscadas y se condenó a los conjurados a ser azotados y decapitados públicamente.
El monarca exiliado organizó entonces un ejército con tropas de Tarquinia y Veyes y atacó Roma. Sin embargo, fue derrotado y en la batalla perdió la vida uno de sus hijos, Arrunte Tarquinio, aunque por parte de la República también falleció el cónsul Junio Bruto. Los Tarquinios pidieron asilo y apoyo a Lars Porsena, rey de Clusium. Porsena marchó con sus tropas contra Roma, pero la heroica resistencia de Horacio Cocles, Mucio Escévola y de la joven Clelia lo llevó a firmar la paz con Roma y a negar su ayuda a Tarquinio. De nuevo en el exilio y ya anciano, el Soberbio se refugió en Tusculum, en la corte de su yerno Octavio Mamilio, quien instigó a treinta ciudades latinas a coaligarse contra Roma. En la batalla del lago Regilo, la caballería y la infantería romanas, guiadas por Aulo Postumio y Tito Ebucio, vencieron a las tropas etruscas y latinas, comandadas por Mamilio, Tarquinio y uno de sus hijos.
Fue el golpe final para el viejo rey. Cuenta Dionisio de Halicarnaso que ni latinos, ni etruscos ni sabinos quisieron acoger a Tarquinio, quien, cumplidos ya los 90 años, encontró refugio en la corte de Aristodemo el Malvado, tirano de Cumas. Allí murió y fue sepultado a los pocos días.
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