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[+/-] | JULIO CÉSAR (MINISERIE DE TELEVISIÓN) |
Miniserie de TV de 2 episodios dirigida por Uli Edel
Relato de la épica historia de Julio César, famoso conquistador del Siglo I antes de Cristo que ascendió al liderazgo de la República y cuyo final marcó el ocaso de dicho sistema político y el comienzo del Imperio Romano. Narra las crónicas de sus campañas en la Galia y en Egipto con el general Pompeyo, y finalmente su asesinato a manos de Bruto, Casio y otros miembros del Senado.
Relato de la épica historia de Julio César, famoso conquistador del Siglo I antes de Cristo que ascendió al liderazgo de la República y cuyo final marcó el ocaso de dicho sistema político y el comienzo del Imperio Romano. Narra las crónicas de sus campañas en la Galia y en Egipto con el general Pompeyo, y finalmente su asesinato a manos de Bruto, Casio y otros miembros del Senado.
[+/-] | CATÓN EL JOVEN, EL ENEMIGO DE JULIO CÉSAR |
Frente a la vida llena de lujos y vestimentas llamativas de César, Catón no se preocupaba lo más mínimo por su apariencia, hasta el extremo de que era habitual verle recorrer descalzo las calles de Roma, y jamás se desplazaba en caballo o carruaje.
Nacido en 95 a.C, Marco Porcio Catón "el joven" era llamado así precisamente por lo mucho que recordaba su carácter al de su bisabuelo, Catón "el viejo", un "hombre nuevo" considerado incorruptible, austero, patriota y defensor de recuperar las tradiciones de Roma más antiguas. Ambos, no en vano, han pasado a la historia como personajes severos y antipáticos que se opusieron a dos figuras de gran popularidad en su época –Julio César contra el joven y Cornelio Escipión contra el viejo–. Así, fue durante la campaña de África cuando comenzó su enemistad con Escipión "el Africano", el gran héroe en la guerra contra las huestes cartaginesas de Aníbal. Catón reprochaba al general "la inmensa cantidad de dinero que gastaba y lo puerilmente que perdía el tiempo en las palestras y los teatros", a lo que el Africano solía responderle "que contara las victorias, y no el dinero".
Lo cierto es que Catón "el viejo" odiaba sobre todo a Escipión por su afición al teatro, de origen griego, y por sus simpatías por las costumbres helenísticas, que consideraba depravadas y nocivas. Estimaba la higiene personal y la costumbre de afeitarse como una forma de afeminamiento, y por ello quiso poner de moda las túnicas de lana raídas y las barbas descuidadas. En el año 155 a.C, no obstante, hizo que expulsaran de Roma a los embajadores de Atenas por la mala influencia que ejercían en la vida romana y abanderó una campaña contra otra potencia extranjera, Cartago, a la que instaba una y otra vez a borrar del mapa con su famosa coletilla: "Ceterum censeo Carthaginem esse delendam" ("Además opino que Carthago debe ser destruida"). Sin embargo, Catón "el viejo" no alcanzó a ver como se destruía Cartago, donde el ejército romano sembró sal en sus cultivos para que nada volviera a crecer, ni tampoco vivió como la falta de un enemigo exterior fuerte provocó que las luchas internas en la República condujeran al colapso del sistema.
Un siglo después, en plena crisis de la República, la figura de patriota Catón "el viejo" se recordaba todavía con nostalgia, sobre todo en su familia, donde su bisnieto se propuso emularlo. La leyenda de la terquedad de Marco Porcio Catón "el joven" vio su génesis cuando se destacó como un niño inquisitivo, aunque lento a la hora de dejarse persuadir por los demás. Según el historiador clásico Plutarco, durante una visita de Quinto Popedio Silo –defensor de la concesión de la ciudadanía romana a los pueblos de Italia– a la casa donde se criaba Catón, el político romano reclamó en tono de chanza apoyo para su causa a los niños que jugaban indiferentes alrededor de la conversación. Todos rieron, salvo Catón, que miró fijamente al huésped y se negó a responder. Popedio Silo tomó a Catón, siguiendo la broma, y le colgó sujeto de los pies por la ventana, sin que pudiera aún así arrancar en el niño el más mínimo signo temor.
En torno al año 65 a.C, Catón "el joven" inició su carrera política en el cargo de cuestor, un tipo de magistrado de la Antigua Roma, y lo hizo con la severidad que se esperaba de alguien cuyo nombre sigue siendo hoy sinónimo de rectitud. Según el actual diccionario de la Real Academia Española, Catón significa "censor severo", en referencia "al estadista romano célebre por la austeridad de sus costumbres". El joven romano empleó por bandera la persecución de antiguos cargos públicos que se habían apropiado de fondos públicos, indiferentemente de que muchos de ellos pertenecieran al partido del dictador Cornelio Sila con el que le unían vínculos políticos.
Durante el año en el que ejerció como cuestor, Catón sorprendió a todos por el rigor con el que se tomó su responsabilidad, cuando en realidad la mayoría de romanos consideraban su paso por este cargo como un mero trámite, logrando recuperar una gran parte del dinero robado a las arcas públicas en los tiempos de las proscripciones de Sila. Su fama de hombre recto fue en aumento con los años. No obstante, en esa eterna carrera por llamar la atención pública que era la política romana, se vio destinado a enfrentarse a Julio César –de su misma generación, y también participante en algunos de estos procesos judiciales– que representaba con su personalidad extravagante y llamativa la antítesis de Catón. Frente a la vida llena de lujos y vestimentas llamativas de César, Catón no se preocupaba lo más mínimo por su apariencia, hasta el extremo de que era habitual verle recorrer descalzo las calles de Roma, y jamás se desplazaba en carruaje o en caballo. Algo parecido ocurría en el plano sexual, mientras Julio César se elevaba como uno de los mayores mujeriegos de Roma, con numerosas relaciones extramatrimoniales en su haber, el descendiente del hombre más severo de la República nunca mantuvo ninguna relación sexual antes de casarse y, más adelante, se divorció por una infidelidad de su mujer.
Mientras Cayo Julio César se aliaba con Cneo Pompeyo y con Licinio Craso para formar lo que hoy los historiadores denominan como Primer Triunvirato –pese a que no fue más que un pacto privado sin forma política–, Catón "el joven" se elevó como el principal opositor al sistema establecido.
Durante el juicio político a Lucio Sergio Catilina y sus seguidores, quienes habían intentado un golpe contra la República en el año 63 a.C, Julio César encabezó la defensa de los conspiradores en un brillante duelo dialéctico con Catón, que, a través de un estilo severo e implacable, argumentó que el único castigo posible era la pena de muerte. Tras una votación abrumadora a favor de la postura de Catón, los conspiradores fueron condenados a muerte. Sin que afectara a su prestigio, César había perdido el pulso dialéctico, pero demostrando que no era precisamente un torpe en el terreno de las palabras ni en el de la conquista.
La enemistad con César traspasó la esfera política a raíz de la prolongada relación que la hermanastra de Catón, Servilia, inició con el famoso general romano. Mientras Catón y César debatían en el Senado sobre el futuro de los participantes en la conspiración de Catilina, un mensajero entró sin hacer ruido en la sala para entregar una nota al famoso general romano. Catón aprovechó la ocasión para acusar a César de estar en comunicación secreta con los conspiradores y exigió que se leyera en alto el contenido de la nota. Para humillación de Catón, se trataba de una carta de amor de Servilia. "¡Ten, borracho!", exclamó Catón al devolverle con desprecio la carta, lo cual resultaba irónico en tanto el rígido patricio bebía mucho, mientras que César era conocido por su abstinencia.
La relación con la hermanastra de Catón, de hecho, fue la que más se prolongó en el tiempo de todas las aventuras de César. "Amó como a ninguna a Servilia", afirma el historiador Suetonio sobre una relación que los años demostraron de alto voltaje. Así, el hijo de Servilia, también llamado Marco Junio Bruto, fue el famoso senador que dio una de las últimas y más dolorosas puñaladas a Julio César el día del magnicidio en el Senado.
Para cuando su sobrino Junio Bruto apuñaló a César, Catón llevaba muerto muchos años como consecuencia de haber tomado partido contra él en la guerra civil de 49 a. C. Durante años, el estoico senador fue la punta de lanza contra el Triunvirato, poniéndose a la cabeza de la facción de los optimates, pero a la ruptura de esta alianza a raíz de la sorprendente muerte de Licinio Craso en una campaña contra los partos, Catón concentró los ataques exclusivamente hacia Julio César, que por esos años se había elevado como el más destacado general de Roma con su intervención en la Guerra de la Galia. Finalmente, Catón y Pompeyo terminaron aliándose para conseguir declarar ilegal el mando de César y exigir que regresara a la capital para ser juzgado. De este modo, César regresó por fin en el año 49 a. C. acompañado de su decimotercera legión, pero no lo hizo ni mucho menos con la intención de entregar su mando.
Pese a que Pompeyo alardeó de que solo haría falta que diera una patada en el suelo para que brotaran legiones por toda Italia y se unieran a su causa, lo cierto es que las recientes victorias de Julio César en las Galias habían alterado las simpatías del pueblo. Cuando el bando de los optimates se vio obligado a huir de Roma sin ni siquiera presentar batalla a César, varios senadores se permitieron la chanza de comentar que quizás había llegado la hora de que Pompeyo pateara el suelo. La guerra contra Julio César alcanzó demasiado mayor a Pompeyo, que efectivamente consiguió reunir un ejército en su querida Grecia pero no fue capaz de ganarle el duelo militar al genio emergente.
Tras la batalla de Farsalia el 9 de agosto del 48 a. C, Pompeyo y el resto de conservadores se vieron obligados a huir sin rumbo para salvar sus vidas. Catón y Metelo Escipión lograron escapar a África para continuar con la resistencia desde Útica, donde contaban con el apoyo del rey númida Juba. Pese a estar en inferioridad numérica, Julio César salió vencedor en la batalla de Tapso, donde cerca de 10.000 soldados pompeyanos fueron masacrados cuando intentaban rendirse, lo cual ha sido interpretado tradicionalmente como que las tropas cesarias quisieron evitar una nueva exhibición de la famosa clemencia del general romano. Debieron pensar que a esas alturas la clemencia solo podía alargar el conflicto. Metelo Escipión fue de los pocos que pudo huir a través del mar, aunque decidió suicidarse cuando fue interceptado por un escuadrón cesariano.
Por su parte, Catón no participó en la batalla de Tapso, puesto que su papel en la guerra se limitó a la tarea secundaria de defender la ciudad de Útica, pero tuvo rápidamente noticias del desastre. El senador, que se había negado a afeitarse y a cortarse el pelo desde que había comenzado la guerra, se retiró a sus aposentos a leer el libro "Fedón", una obra filosófica sobre la inmortalidad del alma escrita por el griego Platón, y sin abandonar la lectura se clavó su espada en el estómago. Para ruina de la teatralidad, Catón "el joven" sobrevivió a la grave herida. En contra de su voluntad, un médico le limpió y vendó a tiempo. Sin embargo, en cuanto volvieron a dejarle solo se abrió las vendas y los puntos y empezó a arrancarse las entrañas con sus propias manos. Murió a los 48 años sin conceder a Julio César la ocasión de que éste le ofreciera su famosa clemencia. En este sentido, cuando César conoció la noticia del suicido de Catón exclamó con ironía: «Catón, a regañadientes acepto tu muerte, como a regañadientes hubieras aceptado que te concediera la vida».
ABC: El romano fanático que prefirió arrancarse las entrañas antes que rendirse a Julio César
Nacido en 95 a.C, Marco Porcio Catón "el joven" era llamado así precisamente por lo mucho que recordaba su carácter al de su bisabuelo, Catón "el viejo", un "hombre nuevo" considerado incorruptible, austero, patriota y defensor de recuperar las tradiciones de Roma más antiguas. Ambos, no en vano, han pasado a la historia como personajes severos y antipáticos que se opusieron a dos figuras de gran popularidad en su época –Julio César contra el joven y Cornelio Escipión contra el viejo–. Así, fue durante la campaña de África cuando comenzó su enemistad con Escipión "el Africano", el gran héroe en la guerra contra las huestes cartaginesas de Aníbal. Catón reprochaba al general "la inmensa cantidad de dinero que gastaba y lo puerilmente que perdía el tiempo en las palestras y los teatros", a lo que el Africano solía responderle "que contara las victorias, y no el dinero".
Lo cierto es que Catón "el viejo" odiaba sobre todo a Escipión por su afición al teatro, de origen griego, y por sus simpatías por las costumbres helenísticas, que consideraba depravadas y nocivas. Estimaba la higiene personal y la costumbre de afeitarse como una forma de afeminamiento, y por ello quiso poner de moda las túnicas de lana raídas y las barbas descuidadas. En el año 155 a.C, no obstante, hizo que expulsaran de Roma a los embajadores de Atenas por la mala influencia que ejercían en la vida romana y abanderó una campaña contra otra potencia extranjera, Cartago, a la que instaba una y otra vez a borrar del mapa con su famosa coletilla: "Ceterum censeo Carthaginem esse delendam" ("Además opino que Carthago debe ser destruida"). Sin embargo, Catón "el viejo" no alcanzó a ver como se destruía Cartago, donde el ejército romano sembró sal en sus cultivos para que nada volviera a crecer, ni tampoco vivió como la falta de un enemigo exterior fuerte provocó que las luchas internas en la República condujeran al colapso del sistema.

En torno al año 65 a.C, Catón "el joven" inició su carrera política en el cargo de cuestor, un tipo de magistrado de la Antigua Roma, y lo hizo con la severidad que se esperaba de alguien cuyo nombre sigue siendo hoy sinónimo de rectitud. Según el actual diccionario de la Real Academia Española, Catón significa "censor severo", en referencia "al estadista romano célebre por la austeridad de sus costumbres". El joven romano empleó por bandera la persecución de antiguos cargos públicos que se habían apropiado de fondos públicos, indiferentemente de que muchos de ellos pertenecieran al partido del dictador Cornelio Sila con el que le unían vínculos políticos.
Durante el año en el que ejerció como cuestor, Catón sorprendió a todos por el rigor con el que se tomó su responsabilidad, cuando en realidad la mayoría de romanos consideraban su paso por este cargo como un mero trámite, logrando recuperar una gran parte del dinero robado a las arcas públicas en los tiempos de las proscripciones de Sila. Su fama de hombre recto fue en aumento con los años. No obstante, en esa eterna carrera por llamar la atención pública que era la política romana, se vio destinado a enfrentarse a Julio César –de su misma generación, y también participante en algunos de estos procesos judiciales– que representaba con su personalidad extravagante y llamativa la antítesis de Catón. Frente a la vida llena de lujos y vestimentas llamativas de César, Catón no se preocupaba lo más mínimo por su apariencia, hasta el extremo de que era habitual verle recorrer descalzo las calles de Roma, y jamás se desplazaba en carruaje o en caballo. Algo parecido ocurría en el plano sexual, mientras Julio César se elevaba como uno de los mayores mujeriegos de Roma, con numerosas relaciones extramatrimoniales en su haber, el descendiente del hombre más severo de la República nunca mantuvo ninguna relación sexual antes de casarse y, más adelante, se divorció por una infidelidad de su mujer.
Mientras Cayo Julio César se aliaba con Cneo Pompeyo y con Licinio Craso para formar lo que hoy los historiadores denominan como Primer Triunvirato –pese a que no fue más que un pacto privado sin forma política–, Catón "el joven" se elevó como el principal opositor al sistema establecido.
Durante el juicio político a Lucio Sergio Catilina y sus seguidores, quienes habían intentado un golpe contra la República en el año 63 a.C, Julio César encabezó la defensa de los conspiradores en un brillante duelo dialéctico con Catón, que, a través de un estilo severo e implacable, argumentó que el único castigo posible era la pena de muerte. Tras una votación abrumadora a favor de la postura de Catón, los conspiradores fueron condenados a muerte. Sin que afectara a su prestigio, César había perdido el pulso dialéctico, pero demostrando que no era precisamente un torpe en el terreno de las palabras ni en el de la conquista.

La relación con la hermanastra de Catón, de hecho, fue la que más se prolongó en el tiempo de todas las aventuras de César. "Amó como a ninguna a Servilia", afirma el historiador Suetonio sobre una relación que los años demostraron de alto voltaje. Así, el hijo de Servilia, también llamado Marco Junio Bruto, fue el famoso senador que dio una de las últimas y más dolorosas puñaladas a Julio César el día del magnicidio en el Senado.
Para cuando su sobrino Junio Bruto apuñaló a César, Catón llevaba muerto muchos años como consecuencia de haber tomado partido contra él en la guerra civil de 49 a. C. Durante años, el estoico senador fue la punta de lanza contra el Triunvirato, poniéndose a la cabeza de la facción de los optimates, pero a la ruptura de esta alianza a raíz de la sorprendente muerte de Licinio Craso en una campaña contra los partos, Catón concentró los ataques exclusivamente hacia Julio César, que por esos años se había elevado como el más destacado general de Roma con su intervención en la Guerra de la Galia. Finalmente, Catón y Pompeyo terminaron aliándose para conseguir declarar ilegal el mando de César y exigir que regresara a la capital para ser juzgado. De este modo, César regresó por fin en el año 49 a. C. acompañado de su decimotercera legión, pero no lo hizo ni mucho menos con la intención de entregar su mando.
Pese a que Pompeyo alardeó de que solo haría falta que diera una patada en el suelo para que brotaran legiones por toda Italia y se unieran a su causa, lo cierto es que las recientes victorias de Julio César en las Galias habían alterado las simpatías del pueblo. Cuando el bando de los optimates se vio obligado a huir de Roma sin ni siquiera presentar batalla a César, varios senadores se permitieron la chanza de comentar que quizás había llegado la hora de que Pompeyo pateara el suelo. La guerra contra Julio César alcanzó demasiado mayor a Pompeyo, que efectivamente consiguió reunir un ejército en su querida Grecia pero no fue capaz de ganarle el duelo militar al genio emergente.
Tras la batalla de Farsalia el 9 de agosto del 48 a. C, Pompeyo y el resto de conservadores se vieron obligados a huir sin rumbo para salvar sus vidas. Catón y Metelo Escipión lograron escapar a África para continuar con la resistencia desde Útica, donde contaban con el apoyo del rey númida Juba. Pese a estar en inferioridad numérica, Julio César salió vencedor en la batalla de Tapso, donde cerca de 10.000 soldados pompeyanos fueron masacrados cuando intentaban rendirse, lo cual ha sido interpretado tradicionalmente como que las tropas cesarias quisieron evitar una nueva exhibición de la famosa clemencia del general romano. Debieron pensar que a esas alturas la clemencia solo podía alargar el conflicto. Metelo Escipión fue de los pocos que pudo huir a través del mar, aunque decidió suicidarse cuando fue interceptado por un escuadrón cesariano.
Por su parte, Catón no participó en la batalla de Tapso, puesto que su papel en la guerra se limitó a la tarea secundaria de defender la ciudad de Útica, pero tuvo rápidamente noticias del desastre. El senador, que se había negado a afeitarse y a cortarse el pelo desde que había comenzado la guerra, se retiró a sus aposentos a leer el libro "Fedón", una obra filosófica sobre la inmortalidad del alma escrita por el griego Platón, y sin abandonar la lectura se clavó su espada en el estómago. Para ruina de la teatralidad, Catón "el joven" sobrevivió a la grave herida. En contra de su voluntad, un médico le limpió y vendó a tiempo. Sin embargo, en cuanto volvieron a dejarle solo se abrió las vendas y los puntos y empezó a arrancarse las entrañas con sus propias manos. Murió a los 48 años sin conceder a Julio César la ocasión de que éste le ofreciera su famosa clemencia. En este sentido, cuando César conoció la noticia del suicido de Catón exclamó con ironía: «Catón, a regañadientes acepto tu muerte, como a regañadientes hubieras aceptado que te concediera la vida».
ABC: El romano fanático que prefirió arrancarse las entrañas antes que rendirse a Julio César
[+/-] | LA GUERRA DE LAS GALIAS: LA CONTIENDA QUE ENCUMBRÓ A JULIO CÉSAR |
Entre los años 58 y 52 a.C., Julio César lideró a las legiones romanas hasta sojuzgar a las tribus galas, un choque que demostró la superioridad logística, estratégica y armamentística del ejército romano.
A los 42 años había demostrado su habilidad en las intrigas, su tirón entre el pueblo y también, como propretor en la Hispania Ulterior, sus dotes de administrador. Pero para ponerse a la altura de sus rivales de la aristocracia romana, en particular de Pompeyo, le faltaba un triunfo militar indiscutible. Con este objetivo en mente –pero también con el de engrosar su fortuna personal con un abundante botín–, logró que lo nombraran gobernador de la Galia Cisalpina, lo que le daba el mando sobre cuatro legiones y la posibilidad de emprender una campaña de conquista contra los pueblos que habitaban la Galia libre, provincia que también le fue atribuida.
A principios de marzo de 58 a.C., César ocupó su nuevo cargo. Durante los ocho años siguientes sometió al dominio romano, en una serie de audaces campañas, buena parte de los territorios de las actuales Francia y Bélgica, e incluso realizó incursiones en Britania y Germania. Al acabar su mandato, César había extendido las fronteras de la República romana hasta Europa central y se había convertido en uno de los hombres más ricos y poderosos de Roma. Sin embargo, la guerra de las Galias no fue un paseo militar para César y sus tropas, pues los galos ofrecieron una enconada resistencia y derrotaron a los romanos en varias ocasiones. La lucha contra los galos constituyó un desafío militar mayúsculo que puso de manifiesto por qué el ejército romano fue el más poderoso y eficaz de la Antigüedad.
Líder carismático
El liderazgo del propio Julio César fue una de las claves del triunfo romano en las Galias. El estilo de mando de César puede resumirse en tres palabras: agresividad, velocidad y riesgo. En el mundo antiguo, los generales romanos tuvieron una merecida fama de combativos, pero incluso entre ellos César destaca como un comandante extremadamente agresivo. Su método en las operaciones militares era siempre el mismo: encontrar al ejército enemigo y destruirlo. Ya fuesen los helvecios en busca de nuevas tierras, los germanos del rey Ariovisto intentando asentarse en las Galias o el rebelde galo Vercingétorix, César logró acorralarlos y acabar con ellos.
Otro elemento básico del estilo cesariano de hacer la guerra fue la velocidad. En el caso de la guerra de las Galias, su habilidad para mover el ejército con gran rapidez tuvo especial trascendencia, ya que le permitió compensar su principal debilidad, el hecho de estar en franca inferioridad numérica ante sus enemigos. Un ejemplo excelente lo tenemos en la campaña del año 57 a.C. contra los pueblos belgas. Cuando los romanos se encontraron, cerca de Bibrax, con un enorme contingente de tribus belgas, César se negó durante varios días a librar una batalla campal contra sus enemigos, sabedor de que éstos no podrían permanecer mucho tiempo en el lugar dada su incapacidad para garantizarse el abastecimiento de comida. Y en efecto, cuando las tribus se dispersaron para retornar a sus bases, César actuó raudo y condujo su ejército a marchas forzadas, primero contra la capital de los suesiones y después contra la de los belóvacos, hasta conseguir la rendición de ambos pueblos. A continuación invadió el territorio de los nervios y, aunque éstos le atacaron por sorpresa, los derrotó en el río Sabis. De esta manera, combinando velocidad y agresividad, César, con un ejército de 40.000 soldados, consiguió derrotar a una coalición que contaba con casi 300.000 guerreros.
Asimismo, César asumió a menudo unos riesgos que para otros generales hubiesen sido inaceptables. No hay duda de que muchos de estos peligros estuvieron perfectamente calculados, como lo demuestra el hecho de que nunca sufrió una derrota estrepitosa. Pero hay ocasiones en que rozó el desastre. Entre los años 55 y 54 a.C. condujo parte de su ejército a sendas expediciones a la isla de Britania. Empeñado en acrecentar su fama en Roma, César descuidó la preparación de la invasión y menospreció el peligro que suponen las frecuentes tormentas de verano en el canal de la Mancha. En ambas campañas perdió parte de su flota y a punto estuvo de quedar atrapado en Britania, pero la suerte no le abandonó y pudo regresar al continente con la mayor parte de su ejército.
Afortunadamente para César nunca tuvo que enfrentarse a todos los galos en bloque, ya que éstos se encontraban divididos en más de cuarenta pueblos independientes. A fin de cuentas, la vida política de los pueblos galos, con diversas facciones de nobles compitiendo ferozmente entre sí por el poder y el prestigio, no era muy diferente de la de la propia Roma, y César aprovechó su experiencia para explotar hábilmente estas divisiones.
Un ejército disciplinado
César sabía que el resultado final de sus campañas dependía de sus tropas. Por ello, fue lo que actualmente calificaríamos como un excelente motivador, capaz de conseguir que sus hombres se entregasen en cuerpo y alma a cada tarea, ya fuese una marcha, un asedio o bien una batalla.
El ejército romano de entonces era heredero de las reformas llevadas a cabo medio siglo antes por el cónsul Cayo Mario –pariente de César por matrimonio con su tía Julia–, que lo habían convertido en una fuerza casi profesional. En consecuencia, los soldados romanos se sometían a una disciplina muy dura. La historia del cónsul Tito Manlio Torcuato, quien más de tres siglos antes había hecho ajusticiar a su propio hijo por haber abandonado la formación para enfrentarse en combate personal contra el campeón de un ejército enemigo, probablemente sea falsa, pero los legionarios de César la conocían y se la creían. Puede que los soldados romanos no fuesen, individualmente, más valientes o más fuertes que sus rivales galos, pero colectivamente eran más disciplinados. Por todo esto las unidades romanas eran más eficaces en combate que las galas y, sobre todo, eran mucho más capaces de superar situaciones adversas.
Quizás el ejemplo más claro lo tengamos en la batalla del río Sabis, en 57 a.C. En ella los belgas sorprendieron a los romanos mientras construían un campamento fortificado. El ataque debió de suponer una gran sorpresa para los legionarios, pero su profesionalidad y entrenamiento les permitieron superar la emergencia. César ordenó a sus tropas formar una línea de batalla, cosa que tuvieron que hacer en los pocos minutos que tardaron los belgas en cruzar el Sabis. Los legionarios tuvieron que formar allí donde se encontraban, agrupándose alrededor de los centuriones y estandartes más cercanos. El resultado final fue una rotunda victoria romana.
Los galos demostraron en todo momento un coraje asombroso, como ilustra un incidente ocurrido durante el asedio de Avaricum, la capital de los bituriges. Los romanos habían construido una rampa que les permitió acercar las torres de asalto a la muralla de la ciudad. Los defensores galos debían destruirlas o la plaza estaría perdida, así que un guerrero intentó incendiarla, pero fue abatido por el proyectil de un escorpión, una pequeña catapulta empleada por los romanos. A continuación, uno tras otro, tres guerreros más ocuparon su lugar, muriendo todos en el intento. Sin embargo, pese a estos actos de valentía individual, las unidades galas carecían del grado de cohesión interna y la disciplina que tenían las romanas, por lo que fueron derrotadas por éstas en la mayoría de batallas campales.
La valentía de los centuriones
Quienes en último término garantizaban la cohesión de las legiones eran los centuriones. Cada legión contaba con sesenta de estos oficiales, al mando de una centuria de ochenta hombres. En combate se esperaba de ellos que dieran ejemplo de valor y desprecio a la muerte ante sus hombres, y está claro que a menudo lo hicieron, a juzgar por la proporción de bajas anormalmente alta que sufrieron en algunas batallas. Precisamente uno de los ejemplos más extremos que se conocen se produjo durante la campaña de César en la Galia en el año 52 a.C. Al contar sus muertos después de un asalto fracasado a la capital de los arvernos, Gergovia, los romanos descubrieron que habían perdido casi 700 legionarios y 46 centuriones. Dicho de otro modo, los legionarios habían sufrido un 14 por ciento de bajas frente al 76 por ciento de los centuriones.
Los Comentarios sobre la guerra de las Galias, la obra que escribió el propio César para glorificar sus conquistas en las Galias, están repletos de historias heroicas protagonizadas por centuriones. Por ejemplo, Publio Sextio, pese a llevar varios días enfermo y sin comer, formó junto con otros centuriones ante la puerta de un campamento el tiempo suficiente para organizar la defensa, luchando hasta que se desmayó por las graves heridas recibidas. Marco Petronio, en el fracasado ataque a Gergovia, murió mientras protegía la retirada de sus hombres, que pudieron salvarse gracias a su sacrificio.
Pero el caso más sobresaliente es el de los centuriones Tito Pulón y Lucio Voreno. César los presenta como dos oficiales que se enzarzaron en una competición para demostrar ante el ejército cuál de los dos era el más valiente. El punto culminante se alcanzó en el invierno de 54 a.C., cuando los dos formaban parte de la legión que fue asediada en su campamento por los nervios. Durante un ataque a la base romana, el centurión Tito Pulón salió del campamento y se enfrentó en solitario a un grupo de guerreros nervios, siendo seguido inmediatamente por Lucio Voreno. En una lucha desesperada, los dos centuriones se salvaron la vida mutuamente y consiguieron regresar vivos al campamento romano sin que, en palabras de César, «pudiera juzgarse cuál aventajaba en valor al otro».
Maestros en la guerra de asedio
La superioridad tecnológica fue también determinante en la victoria final de los romanos, en particular en lo que se refiere a la conquista de ciudades. La ciencia militar romana del momento conocía un gran número de tácticas y máquinas de asedio que podían utilizarse en los asaltos a fortalezas, como torres móviles, artillería y arietes.
Antes de ello, los soldados realizaban inmensas obras de circunvalación para aislar a las ciudades atacadas, un trabajo para el que estaban particularmente entrenados por su hábito de construir campamentos fortificados para pasar la noche siempre que se encontraban en territorio enemigo.
El ejemplo más conocido y más espectacular de cerco a una ciudad gala fue el de Alesia. Para tomar la ciudad donde se había refugiado con su ejército Vercingétorix, el líder de la gran revuelta del año 52 a.C. contra el dominio romano, César ordenó rodearla con una circunvalación de 16 kilómetros. Ésta consistía en una muralla con torres cada 25 metros y protegida por dos fosos, uno de ellos lleno de agua. Frente a los fosos había una zona de trampas que incluían estacas aguzadas clavadas en agujeros en el suelo y pequeñas púas metálicas escondidas entre las hierbas. Para defenderse de la llegada de un ejército galo de rescate, César construyó una línea de contravalación de 21 kilómetros, concebida para proteger a su ejército de los ataques desde el exterior. Finalmente, César derrotó tanto al ejército sitiado en Alesia como al ejército de rescate enemigo, pese a que en conjunto le superaban ampliamente en número, y no es exagerado afirmar que las fortificaciones de campaña tuvieron un papel clave en la victoria. En última instancia los legionarios eran tan peligrosos empuñando la dolabra, una herramienta mezcla de pico y hacha usada en las tareas de asedio, como el gladius, la espada corta.
Así pues, la combinación de un ejército casi profesional dirigido por un general brillante y con gran capacidad para tomar ciudades resultó ser demasiado para los galos. Cada vez que se enfrentaron a los romanos en batalla campal fueron derrotados, mientras que los romanos, por su parte, culminaron con éxito todos los asedios que emprendieron, menos el de Gergovia. Esto no debe hacernos creer que el resultado de la guerra estaba decidido de antemano. En varias ocasiones la situación de César y su ejército en las Galias se asemejó a un gigantesco castillo de naipes: una sola derrota podría haberlo derribado. Pero lo que de verdad importa es que esto nunca sucedió y las conquistas de César cambiaron para siempre la historia de las Galias y de la propia Roma.
Ambicioso vástago de una familia de la más rancia nobleza romana, César protagonizó un espectacular ascenso político en Roma, que lo llevó en el año 59 a.C. al máximo cargo de la República, el de cónsul.
A los 42 años había demostrado su habilidad en las intrigas, su tirón entre el pueblo y también, como propretor en la Hispania Ulterior, sus dotes de administrador. Pero para ponerse a la altura de sus rivales de la aristocracia romana, en particular de Pompeyo, le faltaba un triunfo militar indiscutible. Con este objetivo en mente –pero también con el de engrosar su fortuna personal con un abundante botín–, logró que lo nombraran gobernador de la Galia Cisalpina, lo que le daba el mando sobre cuatro legiones y la posibilidad de emprender una campaña de conquista contra los pueblos que habitaban la Galia libre, provincia que también le fue atribuida.
A principios de marzo de 58 a.C., César ocupó su nuevo cargo. Durante los ocho años siguientes sometió al dominio romano, en una serie de audaces campañas, buena parte de los territorios de las actuales Francia y Bélgica, e incluso realizó incursiones en Britania y Germania. Al acabar su mandato, César había extendido las fronteras de la República romana hasta Europa central y se había convertido en uno de los hombres más ricos y poderosos de Roma. Sin embargo, la guerra de las Galias no fue un paseo militar para César y sus tropas, pues los galos ofrecieron una enconada resistencia y derrotaron a los romanos en varias ocasiones. La lucha contra los galos constituyó un desafío militar mayúsculo que puso de manifiesto por qué el ejército romano fue el más poderoso y eficaz de la Antigüedad.
Líder carismático

Otro elemento básico del estilo cesariano de hacer la guerra fue la velocidad. En el caso de la guerra de las Galias, su habilidad para mover el ejército con gran rapidez tuvo especial trascendencia, ya que le permitió compensar su principal debilidad, el hecho de estar en franca inferioridad numérica ante sus enemigos. Un ejemplo excelente lo tenemos en la campaña del año 57 a.C. contra los pueblos belgas. Cuando los romanos se encontraron, cerca de Bibrax, con un enorme contingente de tribus belgas, César se negó durante varios días a librar una batalla campal contra sus enemigos, sabedor de que éstos no podrían permanecer mucho tiempo en el lugar dada su incapacidad para garantizarse el abastecimiento de comida. Y en efecto, cuando las tribus se dispersaron para retornar a sus bases, César actuó raudo y condujo su ejército a marchas forzadas, primero contra la capital de los suesiones y después contra la de los belóvacos, hasta conseguir la rendición de ambos pueblos. A continuación invadió el territorio de los nervios y, aunque éstos le atacaron por sorpresa, los derrotó en el río Sabis. De esta manera, combinando velocidad y agresividad, César, con un ejército de 40.000 soldados, consiguió derrotar a una coalición que contaba con casi 300.000 guerreros.

Afortunadamente para César nunca tuvo que enfrentarse a todos los galos en bloque, ya que éstos se encontraban divididos en más de cuarenta pueblos independientes. A fin de cuentas, la vida política de los pueblos galos, con diversas facciones de nobles compitiendo ferozmente entre sí por el poder y el prestigio, no era muy diferente de la de la propia Roma, y César aprovechó su experiencia para explotar hábilmente estas divisiones.
Un ejército disciplinado

El ejército romano de entonces era heredero de las reformas llevadas a cabo medio siglo antes por el cónsul Cayo Mario –pariente de César por matrimonio con su tía Julia–, que lo habían convertido en una fuerza casi profesional. En consecuencia, los soldados romanos se sometían a una disciplina muy dura. La historia del cónsul Tito Manlio Torcuato, quien más de tres siglos antes había hecho ajusticiar a su propio hijo por haber abandonado la formación para enfrentarse en combate personal contra el campeón de un ejército enemigo, probablemente sea falsa, pero los legionarios de César la conocían y se la creían. Puede que los soldados romanos no fuesen, individualmente, más valientes o más fuertes que sus rivales galos, pero colectivamente eran más disciplinados. Por todo esto las unidades romanas eran más eficaces en combate que las galas y, sobre todo, eran mucho más capaces de superar situaciones adversas.
Quizás el ejemplo más claro lo tengamos en la batalla del río Sabis, en 57 a.C. En ella los belgas sorprendieron a los romanos mientras construían un campamento fortificado. El ataque debió de suponer una gran sorpresa para los legionarios, pero su profesionalidad y entrenamiento les permitieron superar la emergencia. César ordenó a sus tropas formar una línea de batalla, cosa que tuvieron que hacer en los pocos minutos que tardaron los belgas en cruzar el Sabis. Los legionarios tuvieron que formar allí donde se encontraban, agrupándose alrededor de los centuriones y estandartes más cercanos. El resultado final fue una rotunda victoria romana.
Los galos demostraron en todo momento un coraje asombroso, como ilustra un incidente ocurrido durante el asedio de Avaricum, la capital de los bituriges. Los romanos habían construido una rampa que les permitió acercar las torres de asalto a la muralla de la ciudad. Los defensores galos debían destruirlas o la plaza estaría perdida, así que un guerrero intentó incendiarla, pero fue abatido por el proyectil de un escorpión, una pequeña catapulta empleada por los romanos. A continuación, uno tras otro, tres guerreros más ocuparon su lugar, muriendo todos en el intento. Sin embargo, pese a estos actos de valentía individual, las unidades galas carecían del grado de cohesión interna y la disciplina que tenían las romanas, por lo que fueron derrotadas por éstas en la mayoría de batallas campales.
La valentía de los centuriones
Quienes en último término garantizaban la cohesión de las legiones eran los centuriones. Cada legión contaba con sesenta de estos oficiales, al mando de una centuria de ochenta hombres. En combate se esperaba de ellos que dieran ejemplo de valor y desprecio a la muerte ante sus hombres, y está claro que a menudo lo hicieron, a juzgar por la proporción de bajas anormalmente alta que sufrieron en algunas batallas. Precisamente uno de los ejemplos más extremos que se conocen se produjo durante la campaña de César en la Galia en el año 52 a.C. Al contar sus muertos después de un asalto fracasado a la capital de los arvernos, Gergovia, los romanos descubrieron que habían perdido casi 700 legionarios y 46 centuriones. Dicho de otro modo, los legionarios habían sufrido un 14 por ciento de bajas frente al 76 por ciento de los centuriones.
Los Comentarios sobre la guerra de las Galias, la obra que escribió el propio César para glorificar sus conquistas en las Galias, están repletos de historias heroicas protagonizadas por centuriones. Por ejemplo, Publio Sextio, pese a llevar varios días enfermo y sin comer, formó junto con otros centuriones ante la puerta de un campamento el tiempo suficiente para organizar la defensa, luchando hasta que se desmayó por las graves heridas recibidas. Marco Petronio, en el fracasado ataque a Gergovia, murió mientras protegía la retirada de sus hombres, que pudieron salvarse gracias a su sacrificio.
Pero el caso más sobresaliente es el de los centuriones Tito Pulón y Lucio Voreno. César los presenta como dos oficiales que se enzarzaron en una competición para demostrar ante el ejército cuál de los dos era el más valiente. El punto culminante se alcanzó en el invierno de 54 a.C., cuando los dos formaban parte de la legión que fue asediada en su campamento por los nervios. Durante un ataque a la base romana, el centurión Tito Pulón salió del campamento y se enfrentó en solitario a un grupo de guerreros nervios, siendo seguido inmediatamente por Lucio Voreno. En una lucha desesperada, los dos centuriones se salvaron la vida mutuamente y consiguieron regresar vivos al campamento romano sin que, en palabras de César, «pudiera juzgarse cuál aventajaba en valor al otro».
Maestros en la guerra de asedio

Antes de ello, los soldados realizaban inmensas obras de circunvalación para aislar a las ciudades atacadas, un trabajo para el que estaban particularmente entrenados por su hábito de construir campamentos fortificados para pasar la noche siempre que se encontraban en territorio enemigo.
El ejemplo más conocido y más espectacular de cerco a una ciudad gala fue el de Alesia. Para tomar la ciudad donde se había refugiado con su ejército Vercingétorix, el líder de la gran revuelta del año 52 a.C. contra el dominio romano, César ordenó rodearla con una circunvalación de 16 kilómetros. Ésta consistía en una muralla con torres cada 25 metros y protegida por dos fosos, uno de ellos lleno de agua. Frente a los fosos había una zona de trampas que incluían estacas aguzadas clavadas en agujeros en el suelo y pequeñas púas metálicas escondidas entre las hierbas. Para defenderse de la llegada de un ejército galo de rescate, César construyó una línea de contravalación de 21 kilómetros, concebida para proteger a su ejército de los ataques desde el exterior. Finalmente, César derrotó tanto al ejército sitiado en Alesia como al ejército de rescate enemigo, pese a que en conjunto le superaban ampliamente en número, y no es exagerado afirmar que las fortificaciones de campaña tuvieron un papel clave en la victoria. En última instancia los legionarios eran tan peligrosos empuñando la dolabra, una herramienta mezcla de pico y hacha usada en las tareas de asedio, como el gladius, la espada corta.
Así pues, la combinación de un ejército casi profesional dirigido por un general brillante y con gran capacidad para tomar ciudades resultó ser demasiado para los galos. Cada vez que se enfrentaron a los romanos en batalla campal fueron derrotados, mientras que los romanos, por su parte, culminaron con éxito todos los asedios que emprendieron, menos el de Gergovia. Esto no debe hacernos creer que el resultado de la guerra estaba decidido de antemano. En varias ocasiones la situación de César y su ejército en las Galias se asemejó a un gigantesco castillo de naipes: una sola derrota podría haberlo derribado. Pero lo que de verdad importa es que esto nunca sucedió y las conquistas de César cambiaron para siempre la historia de las Galias y de la propia Roma.
Para saber más
César, la biografía definitiva. A. Goldsworthy. La Esfera de los Libros, Madrid, 2007.
El armamento y la táctica militar de los galos. J. Moralejo. Universidad del País Vasco, 2012.
La guerra de las Galias. Cayo Julio César. Gredos, Madrid, 2000.
National Geographic
[+/-] | LICINIO CRASO, EL ROMANO MÁS CODICIOSO Y CRUEL QUE CRUCIFICÓ A 6000 ESCLAVOS DE ESPARTACO |
El comandante comenzó la campaña contra Espartaco imponiendo el arcaico castigo del decimatio a las legiones que habían huido. Este brutal castigo consistía en la elección por sorteo de 1 de cada 10 hombres para ser asesinados a golpes y palos por sus propios compañeros.
El primer triunvirato en la historia de Roma –que en realidad no tenía forma política, sino que era una alianza secreta– funcionó con el encanto de Julio César, la auctoritas de Cneo Pompeyo y el dinero de Marco Licinio Craso, uno de los más crueles y codiciosos romanos de su tiempo. Precisamente el afán de Craso por alcanzar un nombre militar y político más allá de la anchura de sus arcas condujo al veterano romano a embarcarse en una demencial incursión contra los partos que terminó en desastre. Con más de 60 años, Craso dirigió con desgana y exceso de confianza la campaña, lo que le costó acabar con su cabeza arrojada a los pies del rey parto mientras trataba sin éxito de negociar una tregua. El historiador Dión Casio relata que, conocedores de su codicia, los partos le introdujeron oro líquido por la garganta para terminar con su vida.
La familia de Craso, que se remontaba a uno de los linajes más antiguos de la República romana, sufrió de lleno la represión de Cayo Mario y de Cina en su confrontación con Cornelio Sila. Para escapar de la muerte, el joven Marco Licinio Craso buscó refugio en Hispania en el 85 a. C, donde, aprovechando las clientelas que su padre había extendido durante su gobierno en la Hispania Ulterior, reclutó un pequeño ejército poniéndose a las órdenes de Sila cuando éste volvió a Italia. Sin llegar a la fama del Alejandro Magno romano –Pompeyo– , Craso se destacó en la Primera Guerra Civil, especialmente en la conocida Batalla de la Puerta Colina, pero no fue en el aspecto militar donde adquirió mayor notoriedad, sino con las proscripciones que siguieron al establecimiento de la dictadura de Sila.
Como hizo Cayo Mario años atrás, el nuevo régimen aplicó una sangrienta represión que incluía una amplia lista de proscritos clavada en el Foro. Quien aparecía en esta lista debía perder todos sus derechos como romano y morir, siendo perfectamente legal que fuera a través de un método violento. Las cabezas de cientos de proscritos (40 senadores, 1.600 ecuestres y 4.000 ciudadanos sufrieron esta condena) terminaron decorando las paredes del Foro y sus bienes pasaron a ser propiedad de Sila y del Tesoro, que, sin embargo, se mostró muy generoso en el reparto con sus seguidores.
Craso fue el más hábil y codicioso de entre los especuladores del periodo, pese a lo cual llevaba una vida considerada frugal en una época de excesos. «Cuando Sila se apoderó de la ciudad y puso a la venta las propiedades de los que iban pereciendo a sus manos, ya que las consideraba y denominaba botín y quería que la mayoría de los notables compartieran este sacrilegio, Craso no se abstuvo de coger ni de comprar», escribe el historiador romano Plutarco. De los 300 talentos con los que empezó la guerra, Craso pasó a 7.100 en poco tiempo, lo que le convirtió en el hombre más rico de Roma, solo igualado por su rival Pompeyo y solo superado a nivel histórico por lo acumulado tres décadas después por el Emperador César Augusto.
Además de la venta de las mansiones requisadas, Craso llevó la especulación a un nivel superior de ilegalidad. Se dedicaba a comprar los edificios situados en lugares con tendencia a incendiarse y sus proximidades, pues los propietarios se los cedían a bajo precio a causa de las presiones. En paralelo, creó un equipo de bomberos, que intervenía solo en caso de ser conveniente a los intereses de Craso en esas zonas, y otro de constructores para apuntalar los edificios y desescombrar las parcelas en cuanto el fuego hubiera pasado. No hacía edificios nuevos, pues aseguraba que «los aficionados a la construcción se arruinan ellos mismos sin necesidad de enemigos».
Los métodos para adquirir muchas de esas propiedades eran tan variados como oscuros. En el año 73 a.C, frecuentó la casa de una virgen vestal llamada Licinia, quizá familiar suyo, que fue acusada formalmente de romper su voto de castidad, lo cual era castigado con el enterramiento en vida de la culpable. Tan convencidos estaban todos del entusiasmo de Craso por hacerse con propiedades, que le bastó decir que su única intención en las visitas a Licinia era comprarle una casa para que la acusación fuera desestimada. El romano siguió rondando a la vestal hasta que finalmente le vendió su casa.
La mayor experiencia militar de Craso en los años posteriores a la guerra civil tuvo lugar con la rebelión de los esclavos del año 73 a.C. Un grupo de ochenta gladiadores, encabezados por un esclavo tracio llamado Espartaco, escapó de una escuela de gladiadores en Capua y se refugió a las faldas del Vesubio, desde donde levantó a miles de esclavos en favor de su causa. Espartaco se reveló como un astuto militar que transformó la maraña de hombres y mujeres de distintas tribus en un ejército unido capaz de destrozar a dos ejércitos consulares y, con el tiempo, cualificado incluso para crear talleres propios para equipar a sus fuerzas.
Como Adrian Goldsworthy relata en su libro «Grandes generales del Ejército romano» (Ariel, 2005), poco se sabe realmente de los orígenes de Espartaco y de cómo adquirió sus conocimientos tácticos. Varias fuentes señalan que había luchado contra los romanos antes o incluso con ellos en alguna de sus tropas auxiliares. Lo único nítido es que conocía muy bien a los soldados romanos. Por esta razón, el Senado encargó a Marco Licinio Craso que se hiciera cargo de la campaña.
Ejerciendo como pretor, Craso comenzó las operaciones desempolvando el arcaico castigo del decimatio a las legiones que habían huido cuando se hallaban al mando de sus predecesores. Este brutal castigo consistía en la elección por sorteo de 1 de cada 10 hombres para ser asesinados a golpes y palos por sus propios compañeros. Además, al 90% de las tropas restantes las cambió la ración de trigo por cebada y las obligó a levantar sus tiendas fuera de los muros de los campamentos del ejército. Estas medidas, que hacían más daño que beneficio a la moral de la tropa, respondían a la gravedad de que un grupo de esclavos se hubiera sublevado en el corazón de la península itálica.
Al frente de ocho legiones, el pretor sufrió algunos reveses iniciales, pero no tardó en ganar terreno al ejército de esclavos. Craso derrotó a un grupo que se había escindido entonces del principal ejército de Espartaco, y levantó una inmensa línea de fortificaciones de unos 65 kilómetros con el objetivo de encerrar a los esclavos en la punta más extrema de Italia. Viéndose acorralados, Espartaco y su ejército entraron en contacto en el mar Tirreno con los piratas de Cilicia, quienes prometieron darle una flota para transportar las tropas rebeldes a Sicilia con el fin de hacer de la isla un bastión rebelde inexpugnable. Sin embargo, los romanos se percataron de la intención de Espartaco, por lo que sobornaron a los piratas para que traicionaran al esclavo tracio.
En una ocurrencia desesperada, el caudillo rebelde recurrió a una táctica utilizada contra los romanos por el cartaginés Aníbal, otro de los emblemáticos villanos de la historia de Roma. Durante una noche tormentosa, reunió a todas las cabezas de ganado que pudo, colocó antorchas en sus cuernos y las arrojó hacia la zona más vulnerable de las fortificaciones. Los romanos se concentraron en el punto a donde se dirigían las antorchas, pero pronto descubrieron, para su sorpresa, que no eran hombres, sino reses. Los rebeldes aprovecharon la distracción para cruzar la valla por otro sector sin ser molestados.
Pese a su astuta acción, Espartaco se vio obligado a enfrentarse finalmente a las legiones de Craso en terreno abierto. En el comienzo de la acción, en el año 71 a.C, el antiguo gladiador cortó el cuello a su propio caballo, supuestamente capturado a uno de los comandantes romanos antes derrotados, para demostrar que no estaba dispuesto a huir y pelearía con sus hombres hasta el final. Y así fue. Plutarco afirma que el guerrero tracio fue reducido por una decena de hombres cuando trataba de alcanzar la posición de Craso, después de dar muerte a dos centuriones que le salieron a su paso. La mayoría de los rebeldes pereció en la batalla y de los que se rindieron, 6.000 prisioneros adultos, todos fueron crucificados a intervalos a lo largo de la Vía Apia, desde Roma hasta Capua, como advertencia a otros esclavos dispuestos a atacar a sus amos.
Craso solo pudo celebrar una ovación por su papel en la rebelión –dado que el Senado quiso restar importancia a la campaña, para evitar convertir en un mártir a Espartaco, y le negó el triunfo–, mientras Pompeyo incluyó la campaña contra los esclavos en las celebraciones de su segundo triunfo, concedido sobre todo por sus méritos en Hispania. De esta forma, Pompeyo se adueñó injustamente de la mayor parte de la gloria de la victoria de Craso en la rebelión, al derrotar a un par de miles de esclavos cuando ya encontraban huyendo. La herida abierta entre ambos protagonizó el escenario político de los siguientes años.
Pompeyo tenía la auctoritas (el prestigio), pero Craso no era solo dinero. Dado que Pompeyo se pasó los primeros años de su carrera en el extranjero, la gente de Roma conocía y estimaba mucho más a Craso, que participaba activamente en la vida social de la capital y sabía ganarse el favor popular para lograr sus objetivos electorales. Cuando en el año 71 a.C. fue elegido cónsul, tras su éxito en la represión de la revuelta de Espartaco, «consagró a Hércules el diez por ciento de sus bienes –explica Plutarco–, ofreció un banquete al pueblo y de sus propios fondos procuró a cada romano una provisión de grano para tres meses». Y más allá del servicio público convencional, Craso se ganó las simpatías a través de una estrategia de préstamos a prometedores senadores, como fue el caso de Julio César, al que prestó 830 talentos en los inicios de su carrera política a cambio de su apoyo en el futuro.
Su escasa popularidad y lo ingobernable del Senado legado por Sila, empujó a Pompeyo a firmar una alianza secreta con su antiguo rival Craso y su joven protegido, Cayo Julio César, que hizo las veces de contrapeso en la alianza. Para estrechar estos lazos, Pompeyo contrajo matrimonio con la hija de Julio César y, a pesar de la diferencia de edad, fueron extremadamente felices hasta la prematura muerte de ella. La alianza fue muy lucrativa para sus promotores y es conocida hoy entre los historiadores como Primer Triunvirato, pese a que no fue más que un pacto privado sin forma política, como sí lo fue el Segundo Triunvirato (formado por Marco Antonio, Octavio y Lépido). Salvando los escollos de un sistema excesivamente enmarañado, Pompeyo consiguió con el pacto llevar a término su reorganización de Oriente y proporcionar tierras a sus veteranos; Craso obtuvo una renegociación de los contratos de los recaudadores de impuestos; y César, por su parte, pudo avanzar en su reforma agraria y obtener un mando sobre la Galia, donde inició una ambiciosa campaña militar.
Craso y Pompeyo se toleraron durante más de un lustro, pese a la hostilidad latente que había entre ambos, pero fue la emergente figura de un victorioso Julio César lo que rompió definitivamente el equilibrio entre los tres. Hacia el año 55 a.C., Craso decidió comenzar una campaña militar en Siria para recordar a la República que él también era un brillante comandante como sus dos socios políticos. Su elección fue conquistar Partia, un gran reino que se extendía más allá de Armenia, lo cual le valió numerosas críticas al conducir a Roma a una guerra innecesaria solo sujeta a sus intereses particulares. Y ciertamente, no era el mejor enemigo para ganar fama rápida, como iba a descubrir con su vida.
A sus 60 años y tras 16 años sin tomar servicio activo, Craso partió a Siria, donde se entretuvo la mayor parte del año recaudando impuestos para financiar su expedición. En la primavera del 53 a.C. el comandante romano se dirigió al frente de siete legiones rebosantes de confianza a las entrañas de Partia. No obstante, los partos –que derrotarían años después también a Marco Antonio– conocían muy bien a su rival. A pesar de la caballería aliada y la infantería ligera, la gran carencia del ejército romano seguía siendo por entonces su lentitud y su vulnerabilidad en grandes llanuras. Las rápidas tropas partas, en cambio, se basaban en dos tipos de caballerías: los catafractos, caballería pesada armada de lanzas, y los veloces arqueros a caballo con sus poderosos arcos compuestos. Con todo, el primer enfrentamiento entre el ejército romano y los partos en Carras terminó en empate, aunque la superioridad de la caballería parta se tradujo en un mayor número de bajas entre los romanos. Cuando esa misma noche los hombres de Craso se lamían sus heridas, cundió de repente el pánico entre ellos y su ánimo se quebró sin que el anciano comandante tuviera fuerzas para reconducir la situación. Los romanos iniciaron una desordenada huida a pie perseguidos por la caballería parta.
Mientras trataba de negociar una tregua, Craso fue asesinado y su cabeza y manos enviadas al rey parto. Entre el mito y la realidad, Dión Casio sostiene que los partos le introdujeron oro líquido por la garganta para terminar con su vida, conocedores de su sed de riqueza. La carrera de uno de los romanos más codiciosos y crueles de su tiempo terminaba así con una humillante derrota. En Roma, su muerte abrió una brecha irreparable entre Julio César y Cneo Pompeyo, que derivó en una guerra civil donde se impuso el primero y más joven.
ABC
El primer triunvirato en la historia de Roma –que en realidad no tenía forma política, sino que era una alianza secreta– funcionó con el encanto de Julio César, la auctoritas de Cneo Pompeyo y el dinero de Marco Licinio Craso, uno de los más crueles y codiciosos romanos de su tiempo. Precisamente el afán de Craso por alcanzar un nombre militar y político más allá de la anchura de sus arcas condujo al veterano romano a embarcarse en una demencial incursión contra los partos que terminó en desastre. Con más de 60 años, Craso dirigió con desgana y exceso de confianza la campaña, lo que le costó acabar con su cabeza arrojada a los pies del rey parto mientras trataba sin éxito de negociar una tregua. El historiador Dión Casio relata que, conocedores de su codicia, los partos le introdujeron oro líquido por la garganta para terminar con su vida.
La familia de Craso, que se remontaba a uno de los linajes más antiguos de la República romana, sufrió de lleno la represión de Cayo Mario y de Cina en su confrontación con Cornelio Sila. Para escapar de la muerte, el joven Marco Licinio Craso buscó refugio en Hispania en el 85 a. C, donde, aprovechando las clientelas que su padre había extendido durante su gobierno en la Hispania Ulterior, reclutó un pequeño ejército poniéndose a las órdenes de Sila cuando éste volvió a Italia. Sin llegar a la fama del Alejandro Magno romano –Pompeyo– , Craso se destacó en la Primera Guerra Civil, especialmente en la conocida Batalla de la Puerta Colina, pero no fue en el aspecto militar donde adquirió mayor notoriedad, sino con las proscripciones que siguieron al establecimiento de la dictadura de Sila.
Como hizo Cayo Mario años atrás, el nuevo régimen aplicó una sangrienta represión que incluía una amplia lista de proscritos clavada en el Foro. Quien aparecía en esta lista debía perder todos sus derechos como romano y morir, siendo perfectamente legal que fuera a través de un método violento. Las cabezas de cientos de proscritos (40 senadores, 1.600 ecuestres y 4.000 ciudadanos sufrieron esta condena) terminaron decorando las paredes del Foro y sus bienes pasaron a ser propiedad de Sila y del Tesoro, que, sin embargo, se mostró muy generoso en el reparto con sus seguidores.
Craso fue el más hábil y codicioso de entre los especuladores del periodo, pese a lo cual llevaba una vida considerada frugal en una época de excesos. «Cuando Sila se apoderó de la ciudad y puso a la venta las propiedades de los que iban pereciendo a sus manos, ya que las consideraba y denominaba botín y quería que la mayoría de los notables compartieran este sacrilegio, Craso no se abstuvo de coger ni de comprar», escribe el historiador romano Plutarco. De los 300 talentos con los que empezó la guerra, Craso pasó a 7.100 en poco tiempo, lo que le convirtió en el hombre más rico de Roma, solo igualado por su rival Pompeyo y solo superado a nivel histórico por lo acumulado tres décadas después por el Emperador César Augusto.
Además de la venta de las mansiones requisadas, Craso llevó la especulación a un nivel superior de ilegalidad. Se dedicaba a comprar los edificios situados en lugares con tendencia a incendiarse y sus proximidades, pues los propietarios se los cedían a bajo precio a causa de las presiones. En paralelo, creó un equipo de bomberos, que intervenía solo en caso de ser conveniente a los intereses de Craso en esas zonas, y otro de constructores para apuntalar los edificios y desescombrar las parcelas en cuanto el fuego hubiera pasado. No hacía edificios nuevos, pues aseguraba que «los aficionados a la construcción se arruinan ellos mismos sin necesidad de enemigos».
Los métodos para adquirir muchas de esas propiedades eran tan variados como oscuros. En el año 73 a.C, frecuentó la casa de una virgen vestal llamada Licinia, quizá familiar suyo, que fue acusada formalmente de romper su voto de castidad, lo cual era castigado con el enterramiento en vida de la culpable. Tan convencidos estaban todos del entusiasmo de Craso por hacerse con propiedades, que le bastó decir que su única intención en las visitas a Licinia era comprarle una casa para que la acusación fuera desestimada. El romano siguió rondando a la vestal hasta que finalmente le vendió su casa.
La mayor experiencia militar de Craso en los años posteriores a la guerra civil tuvo lugar con la rebelión de los esclavos del año 73 a.C. Un grupo de ochenta gladiadores, encabezados por un esclavo tracio llamado Espartaco, escapó de una escuela de gladiadores en Capua y se refugió a las faldas del Vesubio, desde donde levantó a miles de esclavos en favor de su causa. Espartaco se reveló como un astuto militar que transformó la maraña de hombres y mujeres de distintas tribus en un ejército unido capaz de destrozar a dos ejércitos consulares y, con el tiempo, cualificado incluso para crear talleres propios para equipar a sus fuerzas.
Como Adrian Goldsworthy relata en su libro «Grandes generales del Ejército romano» (Ariel, 2005), poco se sabe realmente de los orígenes de Espartaco y de cómo adquirió sus conocimientos tácticos. Varias fuentes señalan que había luchado contra los romanos antes o incluso con ellos en alguna de sus tropas auxiliares. Lo único nítido es que conocía muy bien a los soldados romanos. Por esta razón, el Senado encargó a Marco Licinio Craso que se hiciera cargo de la campaña.
Ejerciendo como pretor, Craso comenzó las operaciones desempolvando el arcaico castigo del decimatio a las legiones que habían huido cuando se hallaban al mando de sus predecesores. Este brutal castigo consistía en la elección por sorteo de 1 de cada 10 hombres para ser asesinados a golpes y palos por sus propios compañeros. Además, al 90% de las tropas restantes las cambió la ración de trigo por cebada y las obligó a levantar sus tiendas fuera de los muros de los campamentos del ejército. Estas medidas, que hacían más daño que beneficio a la moral de la tropa, respondían a la gravedad de que un grupo de esclavos se hubiera sublevado en el corazón de la península itálica.
Al frente de ocho legiones, el pretor sufrió algunos reveses iniciales, pero no tardó en ganar terreno al ejército de esclavos. Craso derrotó a un grupo que se había escindido entonces del principal ejército de Espartaco, y levantó una inmensa línea de fortificaciones de unos 65 kilómetros con el objetivo de encerrar a los esclavos en la punta más extrema de Italia. Viéndose acorralados, Espartaco y su ejército entraron en contacto en el mar Tirreno con los piratas de Cilicia, quienes prometieron darle una flota para transportar las tropas rebeldes a Sicilia con el fin de hacer de la isla un bastión rebelde inexpugnable. Sin embargo, los romanos se percataron de la intención de Espartaco, por lo que sobornaron a los piratas para que traicionaran al esclavo tracio.

Pese a su astuta acción, Espartaco se vio obligado a enfrentarse finalmente a las legiones de Craso en terreno abierto. En el comienzo de la acción, en el año 71 a.C, el antiguo gladiador cortó el cuello a su propio caballo, supuestamente capturado a uno de los comandantes romanos antes derrotados, para demostrar que no estaba dispuesto a huir y pelearía con sus hombres hasta el final. Y así fue. Plutarco afirma que el guerrero tracio fue reducido por una decena de hombres cuando trataba de alcanzar la posición de Craso, después de dar muerte a dos centuriones que le salieron a su paso. La mayoría de los rebeldes pereció en la batalla y de los que se rindieron, 6.000 prisioneros adultos, todos fueron crucificados a intervalos a lo largo de la Vía Apia, desde Roma hasta Capua, como advertencia a otros esclavos dispuestos a atacar a sus amos.
Craso solo pudo celebrar una ovación por su papel en la rebelión –dado que el Senado quiso restar importancia a la campaña, para evitar convertir en un mártir a Espartaco, y le negó el triunfo–, mientras Pompeyo incluyó la campaña contra los esclavos en las celebraciones de su segundo triunfo, concedido sobre todo por sus méritos en Hispania. De esta forma, Pompeyo se adueñó injustamente de la mayor parte de la gloria de la victoria de Craso en la rebelión, al derrotar a un par de miles de esclavos cuando ya encontraban huyendo. La herida abierta entre ambos protagonizó el escenario político de los siguientes años.
Pompeyo tenía la auctoritas (el prestigio), pero Craso no era solo dinero. Dado que Pompeyo se pasó los primeros años de su carrera en el extranjero, la gente de Roma conocía y estimaba mucho más a Craso, que participaba activamente en la vida social de la capital y sabía ganarse el favor popular para lograr sus objetivos electorales. Cuando en el año 71 a.C. fue elegido cónsul, tras su éxito en la represión de la revuelta de Espartaco, «consagró a Hércules el diez por ciento de sus bienes –explica Plutarco–, ofreció un banquete al pueblo y de sus propios fondos procuró a cada romano una provisión de grano para tres meses». Y más allá del servicio público convencional, Craso se ganó las simpatías a través de una estrategia de préstamos a prometedores senadores, como fue el caso de Julio César, al que prestó 830 talentos en los inicios de su carrera política a cambio de su apoyo en el futuro.
Su escasa popularidad y lo ingobernable del Senado legado por Sila, empujó a Pompeyo a firmar una alianza secreta con su antiguo rival Craso y su joven protegido, Cayo Julio César, que hizo las veces de contrapeso en la alianza. Para estrechar estos lazos, Pompeyo contrajo matrimonio con la hija de Julio César y, a pesar de la diferencia de edad, fueron extremadamente felices hasta la prematura muerte de ella. La alianza fue muy lucrativa para sus promotores y es conocida hoy entre los historiadores como Primer Triunvirato, pese a que no fue más que un pacto privado sin forma política, como sí lo fue el Segundo Triunvirato (formado por Marco Antonio, Octavio y Lépido). Salvando los escollos de un sistema excesivamente enmarañado, Pompeyo consiguió con el pacto llevar a término su reorganización de Oriente y proporcionar tierras a sus veteranos; Craso obtuvo una renegociación de los contratos de los recaudadores de impuestos; y César, por su parte, pudo avanzar en su reforma agraria y obtener un mando sobre la Galia, donde inició una ambiciosa campaña militar.
Craso y Pompeyo se toleraron durante más de un lustro, pese a la hostilidad latente que había entre ambos, pero fue la emergente figura de un victorioso Julio César lo que rompió definitivamente el equilibrio entre los tres. Hacia el año 55 a.C., Craso decidió comenzar una campaña militar en Siria para recordar a la República que él también era un brillante comandante como sus dos socios políticos. Su elección fue conquistar Partia, un gran reino que se extendía más allá de Armenia, lo cual le valió numerosas críticas al conducir a Roma a una guerra innecesaria solo sujeta a sus intereses particulares. Y ciertamente, no era el mejor enemigo para ganar fama rápida, como iba a descubrir con su vida.
A sus 60 años y tras 16 años sin tomar servicio activo, Craso partió a Siria, donde se entretuvo la mayor parte del año recaudando impuestos para financiar su expedición. En la primavera del 53 a.C. el comandante romano se dirigió al frente de siete legiones rebosantes de confianza a las entrañas de Partia. No obstante, los partos –que derrotarían años después también a Marco Antonio– conocían muy bien a su rival. A pesar de la caballería aliada y la infantería ligera, la gran carencia del ejército romano seguía siendo por entonces su lentitud y su vulnerabilidad en grandes llanuras. Las rápidas tropas partas, en cambio, se basaban en dos tipos de caballerías: los catafractos, caballería pesada armada de lanzas, y los veloces arqueros a caballo con sus poderosos arcos compuestos. Con todo, el primer enfrentamiento entre el ejército romano y los partos en Carras terminó en empate, aunque la superioridad de la caballería parta se tradujo en un mayor número de bajas entre los romanos. Cuando esa misma noche los hombres de Craso se lamían sus heridas, cundió de repente el pánico entre ellos y su ánimo se quebró sin que el anciano comandante tuviera fuerzas para reconducir la situación. Los romanos iniciaron una desordenada huida a pie perseguidos por la caballería parta.
Mientras trataba de negociar una tregua, Craso fue asesinado y su cabeza y manos enviadas al rey parto. Entre el mito y la realidad, Dión Casio sostiene que los partos le introdujeron oro líquido por la garganta para terminar con su vida, conocedores de su sed de riqueza. La carrera de uno de los romanos más codiciosos y crueles de su tiempo terminaba así con una humillante derrota. En Roma, su muerte abrió una brecha irreparable entre Julio César y Cneo Pompeyo, que derivó en una guerra civil donde se impuso el primero y más joven.
ABC
[+/-] | LAS MIL CARAS DE AUGUSTO (Pedro Cuartango, El mundo) |
Dictador, temerario, oportunista, hombre de Estado, visionario y genio de la propaganda. Adrian Goldsworthy desvela la compleja personalidad del primer emperador en una ambiciosa biografía.
Cayo Octavio Turino nació en el año 63 antes de Jesucristo en Roma. Su padre fue pretor de Macedonia. Murió cuatro años después de venir al mundo el futuro emperador. La madre de Octavio, que se llamaba Attia Balba, era sobrina de Julio César, que, al no tener descendencia masculina, lo adoptó en su testamento como hijo adoptivo. Este hecho marcó el futuro del joven Octavio y lo colocó como el mejor candidato para asumir el legado político del general romano.
Tenía solamente 20 años cuando fue proclamado cónsul junto a Marco Antonio y Lépido, un año después del asesinato de Julio César. Su eliminación provocó una cruenta guerra civil en Roma, que concluyó con crímenes en masa. A los 31 años, Octavio derrotó en la batalla naval de Actium a su rival Marco Antonio y logró amplios poderes del Senado que, en la práctica, lo convirtieron en dictador, igual que lo había sido su tío abuelo.
El mandato de Octavio, que pasó a llamarse Augusto, duró hasta el año 14 después de Jesucristo, fecha de su muerte. Lo que significa que gobernó Roma como emperador durante cerca de 45 años. Fue una etapa de expansión y de prosperidad en la que Octavio mantuvo el Senado como un órgano residual y asumió personalmente todos los poderes del Estado, empezando por la jefatura de todas las legiones.
Hoy, los historiadores identifican la etapa de Octavio Augusto como la de máximo esplendor de Roma. Mantuvo una paz interior sin precedentes y consolidó un imperio que controlaba todo el Mar Mediterráneo, desde Hispania hasta Asia Menor y de Gran Bretaña a Egipto y el norte de África.
Octavio fue indudablemente un hombre de Estado, un político muy hábil y un general con suerte, pero también fue un personaje ambicioso, aventurero y cruel, lo cual ha quedado en segundo plano debido a que él mismo se preocupó de construir una imagen favorable para la posteridad.
Adrian Goldsworthy, profesor de Historia en Newcastle, acaba de publicar una extensa y documentada biografía sobre Octavio Augusto, en la que refleja su compleja personalidad. Se titula Augusto. De revolucionario a emperador y ha sido editada por La Esfera de los Libros (parte del grupo Unidad Editorial, al que también pertenece EL MUNDO) , que también tiene en su catálogo otros tres importantes trabajos de este historiador: 'César, Antonio y Cleopatra' y 'La caída del Imperio romano'.
Goldsworthy se aparta de las visiones maniqueas e intenta construir un retrato con luces y sombras de la larga carrera política de Octavio y su conquista del poder tras derrotar a Marco Antonio, el lugarteniente de César, y a Sexto Pompeyo, hijo del rival de César, Cneo Pompeyo Magno, y dominador del sur de Italia con su flota.
«Augusto fue un dictador y un estadista. Al principio, fue un dictador militar para consolidar su poder. Después, fue evolucionando y se convirtió en un gran estadista que mejoró las condiciones de su pueblo. Quería dejar su huella y hacer cosas por el bien del Estado, transmitir un legado, no como los políticos actuales. Trabajó hasta el final de sus días y su esfuerzo se notó porque construyó un imperio. Y supo además rodearse de colaboradores válidos, a los que permitió actuar», apunta Goldsworthy.
El ascenso al poder
El joven Octavio se encontraba en Grecia completando su formación cuando murió Julio César. Al conocer la noticia, decidió inmediatamente volver a su patria. Fue al desembarcar en Brindisi cuando se enteró de que su tío abuelo le había nombrado hijo adoptivo, lo que suponía que podía aspirar al consulado y a las más altas dignidades de la República.
Octavio se propuso vengar la muerte de Julio César y entrar en Roma con una posición de fuerza, para la que tuvo que formar un ejército. Lo logró porque, por fortuna, pudo hacerse con parte de la herencia de su tío abuelo que estaba depositada en el mismo Brindisi. Con ese dinero, reclutó tropas e inició su marcha hacia Roma. Más de 3.000 veteranos legionarios se sumaron a sus fuerzas.
Marco Antonio, que había perdido el respaldo del Senado y que tenía problemas para pagar a sus legiones, optó por no enfrentarse con Octavio y abandonó Roma para asumir el mando del ejército de las Galias. Ello dejó el campo libre a su rival, que fue nombrado senador y procónsul a la vez que se le reconocía el mando legítimo de sus legiones. Fue el comienzo de la enemistad entre Marco Antonio y Octavio, que, tras una corta alianza, se saldaría con la derrota del primero en la batalla de Actium.
Pero antes de ello y tras una serie de escaramuzas bélicas, Antonio, Octavio y Lépido sellaron un acuerdo para crear el llamado Segundo Triunvirato, por el que se atribuían poderes especiales durante cinco años. Era una especie de reedición del que habían protagonizado César, Pompeyo y Craso, pero mucho menos honroso.
Los tres generales firmaron un paz provisional para eliminar a todos sus adversarios. A continuación, elaboraron una lista negra con miles de aristocrátas y ciudadanos que fueron asesinados o privados de sus bienes. Las expropiaciones iban destinadas a recaudar dinero para pagar a los soldados.
Las llamadas Proscripciones han pasado a la historia de la ignominia y fueron sin duda una gran mancha en la trayectoria de Augusto, que permitió el asesinato de Cicerón, el viejo amigo de César que le había defendido en el Senado.
En este caso, Augusto cedió a las exigencias de Marco Antonio, que odiaba a Cicerón por sus celebres 'Filípicas', en las que quedaba retratado como un ambicioso sin escrúpulos y un malvado.
Plutarco escribió que este acontecimiento fue una de las páginas más negras de la historia de Roma por cuanto desató venganzas personales y atizó viejos resquemores. «El triunvirato es culpable de crueldad por ordenar las Proscripciones, que tuvieron un gran éxito al difundir el pavor en la sociedad romana. No obstante, la vertiente económica fue un fracaso pues hubo poco entusiasmo en las subastas por las propiedades confiscadas», escribe Goldworthy.
El terror sirvió para consolidar en el poder a Augusto y Antonio, pero ambos tenían una asignatura pendiente: la venganza del asesinato de Julio César. Para ello, enviaron por mar 28 legiones a Macedonia, donde estaban los cuarteles de Bruto y Casio, los dos instigadores y ejecutores del crimen.
El suicidio de Casio y Bruto
El ejército de los dos cónsules derrotó de forma aplastante al de Casio y Bruto, que se suicidaron. Augusto dictó duras represalias contra los soldados enemigos y envió la cabeza de Bruto a Roma. Pero Antonio intentó capitalizar la victoria y desacreditar a su rival Augusto, que había entregado el mando de sus tropas a su compañero, amigo y confidente Marco Vipsanio Agripa.
Cumplida la tarea, Antonio marchó a Egipto para comenzar una relación amorosa con la mítica Cleopatra, con la que tuvo tres hijos. Mientras, Octavio Augusto -con el apoyo de las legiones de Lépido- acometió la tarea de combatir a Sexto Pompeyo, hijo de Cneo Pompeyo El Magno, que controlaba Sicilia y el sur del Mediteráneo con una poderosa flota que bloqueaba los suministros de trigo y mercancías a Roma y saqueaba sus naves.
Nuevamente Agripa logró destruir por completo la flota de Sexto Pompeyo en la batalla de Naulochus, lo que provocó su huida hacia Oriente donde fue ejecutado por uno de los comandantes de Antonio.
En el año 36 antes de Cristo y tras la caída de todos sus adversarios, Augusto y Antonio eran los amos absolutos del Imperio. El primero controlaba Roma, la Península Itálica, Hispania y las tropas de las Galias. El segundo, que había fracasado en una costosa campaña contra los partos, disponía de las legiones romanas en Grecia, Macedonia, Siria, Egipto y el norte de Africa.
El enfrentamiento entre ambos era inevitable, dado que se odiaban y luchaban por el mismo objetivo: el poder y el liderazgo moral que había dejado vacante Julio César. Pronto empezaron las hostilidades verbales en el Senado, acompañadas de campañas de difamación y desprestigio de uno contra otro.
Octavio no dudó en asaltar el templo de las vestales -lo que era un sacrilegio- para incautarse del testamento de Antonio, que hacía sucesores a los hijos que había tenido con Cleopatra, lo que podía ser interpretado como una alta traición a Roma.
Las dos flotas de ambos rivales se encontraron frente a frente en las costas de Grecia en el año 31 antes de Cristo en una de las batallas que sería decisiva para los destinos de Roma y, por añadidura, para el futuro del mundo occidental.
A pesar de que contaba con un menor número de barcos, la habilidad de Agripa -siempre al lado de su mentor- fue decisiva para desmantelar la flota de Antonio, que tuvo que huir a Egipto tras sufrir una humillante derrota.
Augusto pasó a ser emperador del Imperio romano, asumiendo el mando de todas las legiones de Oriente y Occidente, mientras que Antonio y Cleopatra optaron por suicidarse tras ser perseguidos por el implacable vencedor hasta Alejandría. Fue un épico final que ha inspirado numerosas obras en el cine y la literatura.
«A pesar de la leyenda, Octavio era mejor militar que Antonio, que no era una gran estratega pese a lo que creen muchas personas. La batalla de Actium no fue decidida por la suerte sino por la mayor pericia de los consejeros y generales de Augusto. Pero de lo que no hay duda es que Antonio dedicó muchos esfuerzos a hacerse propaganda y alimentar su mito», subraya Godsworthy.
Tras eliminar a Antonio, nadie discutía en Roma los poderes de Augusto, que en la práctica se había convertido en un dictador que concentraba cargos como el de cónsul, Pontifex Maximus (jefe del culto romano) y responsable de los tribunales de Justicia.
Augusto era perfectamente consciente de tal acumulación de poder que suponía en la práctica una dictadura y, por ello, tuvo la genial ocurrencia de renunciar a casi todas sus prerrogativas. Quería seguir simulando que Roma era una república y que las decisiones se tomaban en el Senado y, por ello, se despojó de todos sus cargos -salvo el de cónsul- , incluyendo el mando de los ejércitos.
Fue un gesto para la galería porque, poco después, el Senado le pidió que asumiera por 10 años el control de todas las legiones fuera de Italia, lo que equivalía a ejercer el monopolio del poder militar y el gobierno de un extenso imperio.
En el año 27, el Senado otorgó formalmente a Octavio los títulos de Augusto y de Príncipe, que, aunque no suponían un aumento de sus prerrogativas, sacralizaban su figura y le convertían en una figura con facultades sobrehumanas.
Expansión del imperio
A pesar de su inmenso prestigio, un grupo de aristocrátas romanos recelaba del poder acumulado por Augusto y planeó un golpe de Estado, que se saldó con un enorme fracaso. Murena y otros conjurados fueron ejecutados.
Cumplidos los 35 años y con mucha vida por delante, Augusto sufrió importantes problemas de salud que le obligaron a ceder temporalmente el poder y a renunciar al consulado. Tras muchos meses de padecimientos, un médico griego logró curarle de sus males.
Durante los últimas décadas de su existencia, Augusto se consagró a ensanchar las fronteras del ya vasto Imperio romano y a acometer una serie de reformas legales y civiles que demostraron que era un auténtico hombre de Estado.
Augusto conquistó el norte de Hispania, desplazó las fronteras en Germania y se hizo con los territorios alpinos que hoy constituyen Suiza y Austria, así como Iliria y Panonia, que son las actuales Serbia, Albania, Croacia y Hungría. También reforzó el control sobre el norte de África tras desaparecer la amenaza de Cartago, definitivamente derrotada. Al final de su vida, el Imperio era mayor que nunca y todos sus enemigos estaban derrotados.
«Augusto murió dejando unas instituciones que funcionaban. Restauró la idea de 'res publica' y sentó las bases de un imperio unificado que duró 250 años más», apunta Goldsworthy.
El joven Octavio había cursado parte de su formación en Grecia y admiraba a los clásicos. En su madurez, dedicó considerables esfuerzos a renovar la arquitectura de Roma y promocionar el arte. Era muy amigo de Virgilio, con el que se escribía con una gran familiaridad. Seguía sus obras y le sugería nuevos temas. También tuvo una estrecha relación con Horacio.
Tras mejorar su estado de salud, Augusto se desplazó por todo su extenso Imperio. Permaneció una larga temporada en Sicilia donde fundó seis poblaciones. Y luego, viajero incansable, fue a visitar Hispania, Siria, Grecia y Egipto para supervisar la tarea de los gobernadores que él mismo había nombrado.
En el año 23 sucedió un acontecimiento dramático que trastocó el orden sucesorio: la muerte de Claudio Marcelo, designado como heredero y por el que Augusto sentía un gran aprecio. Marcelo era hijo de su única hermana y se había casado con Julia, la única hija de Augusto. Falleció muy joven de un envenenamiento. Algunos historiadores han achacado su muerte a Livia, la última esposa de Augusto, pero no hay certezas que corroboren esta sospecha.
Casi 10 años después y cuando Augusto gobernaba en paz sin rival alguno, murió el fiel Agripa, que se había casado con la viuda de Marcelo. Si el emperador tuvo algún amigo, ese fue Agripa, que había sido su compañero de estudios y, sobre todo, su principal asesor militar y político. Augusto pronunció el discurso fúnebre sobre la tumba de su amigo y decretó un largo periodo de duelo en Roma.
La desaparición de Marcelo y de Agripa planteó el dilema de la sucesión, ya que Augusto no tuvo ningún hijo propio. Sí los tenía su última esposa Livia, que era madre de Druso y Tiberio, nacidos en un matrimonio anterior. Druso murió prematuramente, por lo que Tiberio fue designado sucesor.
El 19 de agosto del año 14 después de Cristo Augusto murió en Nola mientras visitaba la tumba de su padre. Sus últimas palabras fueron: «La comedia ha terminado, ¡aplaudid!». Tiberio realizó su panegírico delante de la pira en la que fue quemado su cadáver. Los restos del personaje más poderoso sobre el planeta fueron guardados en un mausoleo, saqueado por los bárbaros que dispersaron sus cenizas siglos después. Sic transit gloria mundi.
[+/-] | AUGUSTO EL REFORMADOR: UNA NUEVA DISCIPLINA PARA ROMA |
Considerando que la sociedad romana estaba perdiendo sus valores tradicionales, el emperador Augusto promulgó las leyes Julias, que castigaban con dureza los delitos contra el honor familiar.
En el año 8 d.C., el poeta Ovidio recibió una orden fulminante del emperador Augusto: debía abandonar Roma de inmediato y marchar a la última frontera del Imperio, una fortaleza del mar Negro llamada Tomis (la actual ciudad rumana de Constanza). Ovidio pasaría los últimos años de su vida en aquel territorio «bárbaro», y en sus poemas se quejaba de que, pasados los cincuenta, debiera vivir junto a gentes que hablaban una lengua incomprensible, sufriendo durísimos inviernos y expuesto constantemente a las incursiones de las tribus vecinas. A cada momento le pedía a Augusto permiso para volver, pero el emperador se mostró inflexible, al igual que Tiberio, su sucesor, y el poeta murió sin poder ver de nuevo su añorada Roma.
Aún hoy no se sabe exactamente qué provocó la caída en desgracia de Ovidio, pero parece ser que una de las razones fue que sus libros de poemas no habían gustado al emperador. Aquellos libros, publicados en su juventud, habían hecho de Ovidio una celebridad en Roma, e infinidad de lectores habían seguido la historia, relatada en los Amores, de la relación del poeta con la bella y traicionera Corinna, o se habían zambullido en el Arte de amar, un manual de seducción de tono muy explícito, con consejos tanto para ellos –«no olvidar el cumpleaños de la amada», «no preguntar por la edad»– como para ellas, a las que se instruía en el maquillaje que debían ponerse y los gestos más efectivos para captar a su presa.
Pero desde entonces la situación había cambiado. Augusto, al consolidar su poder como emperador, había intentado imponer unos valores «conservadores»: los de la clásica familia romana, basada en el modelo de esposa y madre intachable que él enaltecía, y del que las mujeres de la época, a su parecer, se alejaban de manera tan radical que suponían un peligro para la comunidad. Esto es lo que hacía tan peligrosa la obra de Ovidio: enseñando a las mujeres cómo cultivar su belleza y cómo seducir a sus amantes podía favorecer la tendencia femenina a disfrutar de la vida y a actuar con una independencia contraria al modelo de la familia patriarcal tradicional.
El emperador, sin duda, tenía una visión muy determinada del papel de la mujer en la sociedad. Así lo puso de manifiesto en 18 a.C., cuando él mismo se presentó en el Senado y leyó entero un discurso pronunciado más de un siglo antes por el censor Quinto Metelo Macedónico. En él se decía: «Si nosotros, ¡oh Quirites [ciudadanos]!, pudiéramos vivir sin mujeres, ninguno de nosotros, sin duda, aceptaría el fastidio del matrimonio. Pero como la naturaleza ha querido que no se pueda vivir con las mujeres sin tener problemas, y también ha querido que no se pueda vivir sin ellas, es necesario que nos preocupemos por la tranquilidad perpetua, en lugar de hacerlo por el placer de corta duración».
La conclusión de Metelo era que los ciudadanos varones debían guardarse de la influencia femenina, pero a la vez debían casarse y tener con sus esposas numerosa descendencia para así reforzar el poder de la ciudad. Lo mismo pensaba Augusto, y con ese objetivo promulgó las llamadas leyes Julias. Una de ellas, la lex Iulia de maritandis ordinibus, imponía a todos los ciudadanos varones entre los 25 y los 60 años la obligación de casarse, aunque siempre dentro de una misma clase social. La «ley para reprimir los adulterios» (lex de adulteriis coercendis), por su parte, buscaba reforzar los valores morales de la familia castigando severamente toda infracción del vínculo matrimonial.
Esta última ley es muy reveladora de la política de Augusto. En virtud de ella se castigaban como «adulterio» todas las relaciones extraconyugales que pudiese mantener una mujer, aunque fuese soltera o viuda, con la única excepción de las prostitutas y las alcahuetas. La ley supuso un profundo cambio en la manera de enfrentarse a los delitos sexuales. Durante siglos, el castigo de estos delitos se había confiado a las propias familias, concretamente a la autoridad del pater familias, el cual podía decidir incluso la ejecución de los culpables sin rendir cuentas ante nadie. Con Augusto, en cambio, estos delitos se convertían en un crimen, esto es, en un delito público que era juzgado por un tribunal específico (quaestio de adulteriis).
La acusación podía presentarla no sólo el marido o el padre de la mujer culpable, sino cualquier ciudadano particular. Además, el marido que no denunciaba a su mujer podía ser denunciado a su vez por lenocinio, es decir, por inducción a la prostitución, lo que era una forma de forzarlo a llevar el caso ante la justicia. La pena contra los culpables de adulterio era el destierro a una isla, la relegatio in insulam, aunque se establecía prudentemente que hombre y mujer debían ser desterrados a islas distintas. También se fijaban importantes sanciones patrimoniales.
Mediante esta ley, Augusto confiaba en restablecer la antigua moral y dar impulso a la natalidad, pero el resultado de su iniciativa fue un fracaso absoluto. La ley de represión de los adulterios fue, quizá, la más desafortunada de las que promulgó Augusto, porque prácticamente no se aplicó. Según un cálculo reciente, las denuncias por adulterio y las condenas por este crimen bajo la dinastía Julio-Claudia, durante casi un siglo, habrían sido tan sólo veintiuna en total.
Podría pensarse que la ley empezó a fracasar con Augusto y su familia. El comportamiento del emperador no era en absoluto ejemplar: los romanos se hacían lenguas de sus aventuras, incluso con las esposas de sus ministros –fue muy sonado el affaire con Terencia, esposa de Mecenas–. Peor aún fue el caso de su hija Julia, tan extraordinariamente licenciosa que se convirtió en una de las pocas víctimas de la ley de adulteriis y Augusto decidió desterrarla a la isla de Pandataria (actualmente Ventotene). A su nieta, llamada también Julia, se la acusó asimismo de llevar una vida escandalosa; incluso se ha dicho que el destierro del poeta Ovidio se debió a que había ofrecido su casa a Julia para un encuentro amoroso.
Sin embargo, la razón última del fracaso de la ley residió en la resistencia de la gran mayoría de romanos, que no aceptaban la pretensión del Estado de establecer las reglas de su vida privada. Las grandes familias romanas habían seguido siempre el principio de que los trapos sucios se lavan en casa y no podían aceptar una ley que violaba su autonomía familiar. De hecho, el mismo Augusto tenía esta mentalidad y no puso gran empeño en aplicar la ley que él mismo había promulgado. Según cuenta el historiador Dión Casio, cuando el Senado le pidió que interviniese con mayor decisión en el problema de la inmoralidad pública, respondió: «Dad vosotros mismos a vuestras mujeres los consejos y las órdenes que consideréis necesarios: es lo que hago yo con la mía».
Los romanos no sólo rechazaban de la ley lo que tenía de intromisión: también temían que causara disensiones entre ellos. En efecto, si denunciaban a una mujer perteneciente a otra familia, los miembros de aquella familia se vengarían denunciando a una mujer de la suya; la necesidad de vengar las ofensas sufridas era, en efecto, parte integrante de la cultura de la época.
La ley contra los adulterios tuvo una consecuencia sorprendente. Según cuentan historiadores y cronistas del período, numerosas mujeres romanas empezaron a declarar que ejercían el oficio de prostitutas y fueron a registrarse en las listas correspondientes, para así escapar a los castigos de la ley contra los adulterios, que no afectaba a las prostitutas y a las alcahuetas. A primera vista podría pensarse que esta solución extrema era la única que les quedaba a las mujeres para escapar a la ley. Pero la realidad no era ésa. Las fuentes demuestran que quienes más explotaron este recurso fueron mujeres de clases sociales altas, de rango senatorial o ecuestre: mujeres, pues, que en realidad no tenían nada que temer de la ley, porque con casi toda probabilidad no habrían sido denunciadas.
La declaración de ejercer la prostitución o el lenocinio, en resumen, no parece que fuese dictada por el temor a exponerse a la dureza de la ley, sino más bien por el deseo de realizar un acto de provocación explícita, una especie de bravata o gesto de desobediencia civil para mostrar de forma pública y notoria la hostilidad de la buena sociedad romana respecto a las nuevas normas. Los emperadores entendieron perfectamente el mensaje; de ahí que, según Suetonio, Tiberio enviara al exilio a todas las damas que apelaron a este tipo de recurso; o que prohibiera ejercer la prostitución a las mujeres de rango ecuestre, decisión tomada, según Tácito, después de que en la lista de las prostitutas se inscribiera una tal Vistilia, que precisamente pertenecía a esa clase.
Si la ley no funcionaba, sí lo hacían las sanciones sociales. Funcionaban las críticas, la marginación y la vergüenza que afectaban a las mujeres cuya vida no se correspondía con el modelo de Augusto, representado por la modestísima emperatriz Livia: aquella Livia que tejía personalmente las telas con las que se confeccionaba la ropa de su marido y que encarnaba a la perfección, al menos en apariencia, el ideal de la matrona romana.
National Geographic

Aún hoy no se sabe exactamente qué provocó la caída en desgracia de Ovidio, pero parece ser que una de las razones fue que sus libros de poemas no habían gustado al emperador. Aquellos libros, publicados en su juventud, habían hecho de Ovidio una celebridad en Roma, e infinidad de lectores habían seguido la historia, relatada en los Amores, de la relación del poeta con la bella y traicionera Corinna, o se habían zambullido en el Arte de amar, un manual de seducción de tono muy explícito, con consejos tanto para ellos –«no olvidar el cumpleaños de la amada», «no preguntar por la edad»– como para ellas, a las que se instruía en el maquillaje que debían ponerse y los gestos más efectivos para captar a su presa.

El emperador, sin duda, tenía una visión muy determinada del papel de la mujer en la sociedad. Así lo puso de manifiesto en 18 a.C., cuando él mismo se presentó en el Senado y leyó entero un discurso pronunciado más de un siglo antes por el censor Quinto Metelo Macedónico. En él se decía: «Si nosotros, ¡oh Quirites [ciudadanos]!, pudiéramos vivir sin mujeres, ninguno de nosotros, sin duda, aceptaría el fastidio del matrimonio. Pero como la naturaleza ha querido que no se pueda vivir con las mujeres sin tener problemas, y también ha querido que no se pueda vivir sin ellas, es necesario que nos preocupemos por la tranquilidad perpetua, en lugar de hacerlo por el placer de corta duración».

Esta última ley es muy reveladora de la política de Augusto. En virtud de ella se castigaban como «adulterio» todas las relaciones extraconyugales que pudiese mantener una mujer, aunque fuese soltera o viuda, con la única excepción de las prostitutas y las alcahuetas. La ley supuso un profundo cambio en la manera de enfrentarse a los delitos sexuales. Durante siglos, el castigo de estos delitos se había confiado a las propias familias, concretamente a la autoridad del pater familias, el cual podía decidir incluso la ejecución de los culpables sin rendir cuentas ante nadie. Con Augusto, en cambio, estos delitos se convertían en un crimen, esto es, en un delito público que era juzgado por un tribunal específico (quaestio de adulteriis).
La acusación podía presentarla no sólo el marido o el padre de la mujer culpable, sino cualquier ciudadano particular. Además, el marido que no denunciaba a su mujer podía ser denunciado a su vez por lenocinio, es decir, por inducción a la prostitución, lo que era una forma de forzarlo a llevar el caso ante la justicia. La pena contra los culpables de adulterio era el destierro a una isla, la relegatio in insulam, aunque se establecía prudentemente que hombre y mujer debían ser desterrados a islas distintas. También se fijaban importantes sanciones patrimoniales.

Podría pensarse que la ley empezó a fracasar con Augusto y su familia. El comportamiento del emperador no era en absoluto ejemplar: los romanos se hacían lenguas de sus aventuras, incluso con las esposas de sus ministros –fue muy sonado el affaire con Terencia, esposa de Mecenas–. Peor aún fue el caso de su hija Julia, tan extraordinariamente licenciosa que se convirtió en una de las pocas víctimas de la ley de adulteriis y Augusto decidió desterrarla a la isla de Pandataria (actualmente Ventotene). A su nieta, llamada también Julia, se la acusó asimismo de llevar una vida escandalosa; incluso se ha dicho que el destierro del poeta Ovidio se debió a que había ofrecido su casa a Julia para un encuentro amoroso.

Los romanos no sólo rechazaban de la ley lo que tenía de intromisión: también temían que causara disensiones entre ellos. En efecto, si denunciaban a una mujer perteneciente a otra familia, los miembros de aquella familia se vengarían denunciando a una mujer de la suya; la necesidad de vengar las ofensas sufridas era, en efecto, parte integrante de la cultura de la época.
La ley contra los adulterios tuvo una consecuencia sorprendente. Según cuentan historiadores y cronistas del período, numerosas mujeres romanas empezaron a declarar que ejercían el oficio de prostitutas y fueron a registrarse en las listas correspondientes, para así escapar a los castigos de la ley contra los adulterios, que no afectaba a las prostitutas y a las alcahuetas. A primera vista podría pensarse que esta solución extrema era la única que les quedaba a las mujeres para escapar a la ley. Pero la realidad no era ésa. Las fuentes demuestran que quienes más explotaron este recurso fueron mujeres de clases sociales altas, de rango senatorial o ecuestre: mujeres, pues, que en realidad no tenían nada que temer de la ley, porque con casi toda probabilidad no habrían sido denunciadas.

Si la ley no funcionaba, sí lo hacían las sanciones sociales. Funcionaban las críticas, la marginación y la vergüenza que afectaban a las mujeres cuya vida no se correspondía con el modelo de Augusto, representado por la modestísima emperatriz Livia: aquella Livia que tejía personalmente las telas con las que se confeccionaba la ropa de su marido y que encarnaba a la perfección, al menos en apariencia, el ideal de la matrona romana.
National Geographic