El tiempo se detuvo en la bulliciosa Pompeya aquel fatídico 24 de agosto del año 79 de nuestra era, cuando las cenizas y la lava del Vesubio la sepultaron para siempre. Hasta entonces sus habitantes no habían vivido nada mal. Te contamos la historia de esta famosa ciudad romana.
Si pudiéramos viajar a Pompeya en una máquina del tiempo, sólo un mes antes de la erupción volcánica del año 79, seguro que nos sorprendería el civilizado estilo de vida de sus habitantes. Por ejemplo, el que disfrutaba Aulo Umbricio Escauro, un comerciante de 59 años de edad que se había hecho rico acaparando el comercio del garum, una popular salsa de pescado salado que venía a ser como el ketchup del Imperio. Su éxito económico le permitió encargar espléndidos mosaicos en su villa de nuevo rico.
Cada uno de ellos exhibía vasijas con distintos mensajes comerciales de su producto estrella: "El mejor garum de Escauro, hecho de caballa". Y lo mismo ocurría con Lucio Vetio, cuyo padre, un aristócrata y productor de vino, le había cedido la gestión de la empresa familiar en Pompeya. En casa de los Vetio también había mosaicos-anuncio que celebraban los buenos caldos que salían de sus viñedos, situados extramuros de la ciudad.
Cuando Lucio tomó las riendas del negocio en el año 59, ya hacía un lustro que Nerón había heredado un enorme Imperio cuyas fronteras iban del desierto del Sáhara a Britania, y de Judea a las costas atlánticas de Hispania. Ningún otro pueblo había gobernado antes sobre tantas culturas diferentes.Un ejército de 500.000 hombres defendía aquel inmenso territorio que albergaba a unos 55 millones de habitantes, uno de los cuales poblaba su capital, Roma.
Unos 240 kilómetros al sur, en Pompeya, el viajero del tiempo podría tomar la avenida de las tumbas, donde se encontraban los lujosos sepulcros de los prohombres locales y, una vez traspasada la Porta Salis, conocida hoy como "puerta de Herculano", tendría varias alternativas para encontrar un buen alojamiento, como el hospitium, que ofrecía amplias habitaciones y un gran jardín para cenar al aire libre, o el hotel cercano a las termas Estabianas. Desde allí, los huéspedes estaban a tiro de piedra del mayor burdel de la ciudad y de la vía Pompeiana, la gran calle comercial de Pompeya.
Paseando por ella, el viajero caminaría por aceras elevadas, en ocasiones situadas un metro por encima del nivel de la calle. En algunos tramos había bloques de piedra para que los peatones cruzaran sin necesidad de bajar a la calzada. Con este sistema, los ciudadanos evitaban la tremenda suciedad que cubría el entramado viario de la ciudad y que sólo desaparecía cuando llovía en abundancia.
Suciedad en las calles
Asnos y mulas dejaban sus deyecciones en la vía pública. Poner un pie en la calzada suponía pisar una hedionda mezcla de alimentos en descomposición y estiércol animal. Además de constatar la suciedad del entorno, nuestro crononauta descubriría algunos edificios en muy mal estado y otros que estaban siendo reconstruidos.
Los habitantes de Pompeya todavía se afanaban en reparar los daños que había provocado el fuerte terremoto ocurrido diecisiete años atrás. Desde hacía unos meses, la ciudad había vuelto a ser sacudida por leves seísmos. Pero ningún pompeyano supo interpretarlos como el anuncio del desastre volcánico que se avecinaba.
Ajenos al peligro que corrían, algunos nobles de Roma pasaban sus vacaciones estivales en sus residencias cercanas a la ciudad del Vesubio. Cicerón tuvo una casa en esta zona del golfo de Nápoles, lo mismo que la segunda esposa de Nerón, Popea, por la que el emperador asesinó a su propia madre.
En las tiendas de Pompeya se vendían perfumes orientales, telas finas, joyas, especias de países lejanos y otras delicadezas. En sus calles no había casas bancarias, tal como ocurría en Roma, pero sí existían dos prestamistas a los que acudían muchos comerciantes para conseguir crédito.
Los legisladores trataban de vigilar las corruptelas y negocios oscuros que pudieran chocar con la moral de la época. Como decía Galieno, "¿para qué tener quince pares de calzado? Basta con dos, de quita y pon; una casa, algunos esclavos, un mobiliario conveniente, y ya se puede ser dichoso".
La gente sencilla condenaba la avaricia y a los tipos que amasaban riquezas sin disfrutar de ellas. Sin embargo, miraban con simpatía a los nobles que se entregaban a los placeres carnales y exhibían sin pudor a sus queridas y favoritos.
Sobre todo, admiraban a los prohombres locales que organizaban peleas de gladiadores a sus expensas. Cuando se topaban con uno de ellos, los pompeyanos más humildes sucumbían a su encanto. "Este edil está hecho como nosotros", se decían.
El viajero del tiempo tendría el raro privilegio de ir al anfiteatro para asistir a los juegos organizados por las autoridades municipales y contemplar a los gladiadores más hábiles, algunos de los cuales alcanzaban el mismo grado de popularidad que disfrutan las actuales estrellas de fútbol.
Ese fue el caso de Félix, un fabuloso crack del espectáculo que levantaba al público de sus asientos cuando se enfrentaba a osos salvajes. "La pasión por los combates en la arena hace la competencia al aprendizaje de la elocuencia entre los jóvenes", se quejaba Tácito.
El entusiasmo del público con los gladiadores desembocaba muchas veces en auténticas batallas campales, como cuando los pompeyanos se enzarzaron a puñetazos con sus vecinos de Nuceria, una refriega que dejó algunos muertos y muchos heridos. En el año 59, un enfadado Nerón castigó a los habitantes de Pompeya con la clausura de los ludi durante 10 años. Pero la sanción imperial quedó en suspenso al poco.
El continuo ir y venir de inmigrantes llegados de las regiones norteafricanas animaba las calles de la ciudad. En el pequeño puerto, donde llegaban productos de los lugares más lejanos del Imperio, se olían los efluvios del dinero fácil. En Pompeya uno podía hacer fortuna si sabía mover los hilos adecuados. Escauro fue uno de los espabilados que aprovecharon la ocasión. En su fastuosa mansión, ubicada en el barrio residencial cercano al foro, el "rey del garum" y su familia cenaban alrededor de una mesa en la que se alineaba una costosa vajilla de plata.
La domus romana
En la fachada principal de aquella lujosa domus había una pintura con versos de Virgilio y dos carteles electorales que pedían el voto para un familiar de Escauro. En los días previos a la erupción del Vesubio, la ciudad iba a celebrar sus elecciones anuales para cubrir los puestos de ediles. Años atrás, uno de los hijos de Escauro había sido miembro del colegio de ediles que gobernaba los asuntos municipales, pero murió después de ejercer durante un año el más alto cargo político de la ciudad y al que sólo accedían las clases adineradas.
Afligido por la pérdida, el padre mandó construir un monumento funerario fuera de la Puerta de Herculano con una inscripción: "En memoria de Aulo Escauro, hijo de Aulo, de la tribu Menenia, duunviro con poderes judiciales". El consejo municipal asignó el terreno para el monumento y 2.000 sestercios para la colocación de una estatua ecuestre en el foro de la ciudad, que se sumó a las muchas que ya adornaban el espacio público.
Varios esclavos servían en la mansión de los Escauro, decorada con estatuillas y pintada de vivos colores rojizos que se combinaban con el blanco y el negro. Era una de las pocas que tenía agua corriente y estaba dotada de un peristilo y dos atrios, en cuyas paredes se exhibían grandes pinturas con motivos mitológicos.
Algunos esclavos, como Burbo, sufrían en sus carnes la furia de su amo. Éste tenía la potestad de castigar, vender, regalar o alquilar a sus esclavos. Catón el censor recomendaba deshacerse de ellos cuando la edad o la enfermedad les hicieran inservibles.
Pero no todos trataban con tanta dureza a la servidumbre. Los nobles y los comerciantes más ricos podían permitirse el lujo de mantener un esclavo médico, que solía ser considerado uno más del clan. Cuando falleció el que vivía en casa de Lucio, la familia le dedicó una sentida inscripción funeraria.
Estos rituales eran lógicos en un pueblo tan obsesionado por la muerte. Además de ensalzar las virtudes del difunto, muchos epitafios tenían el tacto de sugerir sus bondades, lo que podía venirle bien en el otro mundo. La gente temía a los dioses, porque eran justos y vengadores.
Aquella devoción hizo que Pompeya estuviera plagada de estatuillas y pequeños templos en honor de todo un ejército de divinidades mayores y menores, muchas venidas de tierras lejanas.
Templos divinos
Nuestro viajero en el tiempo podría darse una vuelta por el foro, un amplio espacio abierto con forma rectangular rodeado en tres de sus lados por una columnata. Allí se encontraba el templo de Júpiter, Juno y Minerva, en cuyo interior se mostraban los objetos que donaban los fieles como pago a las rogativas cumplidas. Vestido con toga, parte de la cual le cubría la cabeza, el sacerdote celebraba los sacrificios de animales.
Pero no sólo los dioses influían en la vida de los pompeyanos. En aquella época la astrología se consideraba tan científica como el psicoanálisis hasta hace poco. Otra cuestión de moda era la defensa a ultranza del mal de ojo. Lucio Vetio se había hecho esculpir en la entrada de su villa la imagen de un escorpión, alimaña destinada a reventar el gafe y las posibles envidias de los vecinos. El vestíbulo de su mansión exhibía una pintura de Príapo, en la que el dios protector de la familia y símbolo de la prosperidad pesaba en una bandeja de la balanza su enorme falo, y en la otra una bolsa llena de dinero.
Además de ser el centro religioso de la ciudad, el foro era el lugar donde el duunviro iuri dicundo impartía justicia. Al lado se levantaba el edificio de los ediles, cuyo trabajo era controlar los mercados y el transporte. En el foro se erguían multitud de estatuas conmemorativas de la familia imperial o de ciudadanos locales de alguna importancia, como la que homenajeaba al fallecido hijo de Aulo Umbricio Escauro.
Aunque el padre de familia era el personaje todopoderoso del hogar romano, las mujeres pompeyanas tenían mucha libertad de movimientos y podían decidir por sí mismas en ciertos asuntos domésticos.
Salían de compras, podían cenar con los hombres, disponían de fortuna y aportaban dinero para obras de beneficencia, como fue el caso de la sacerdotisa Eumaquia, que había sufragado la construcción de un gran complejo en el foro que albergaba el gremio de tintoreros y lavanderos.
A pesar de esta relativa libertad, la sociedad pompeyana estaba dirigida por hombres. El poder, el estatus y la buena suerte se expresaban a través del miembro viril. La ciudad exhibía una sorprendente variedad de falos de todos los tamaños. Se podían ver en las puertas de las casas, tallados en la calzada y en las entradas de muchos negocios.
El día a día de los pompeyanos
En la vía de la Abundancia, el viajero tendría a mano un buen número de tabernas, donde el pueblo llano bebía vino y comía guisos de legumbres. Los que poseían más dinero tenían la posibilidad de degustar un delicioso cabrito al estilo parto. Otros acudían a estos locales para calentar sus alimentos (no todos los ciudadanos tenían un horno en casa).
Una de las tabernas más populares era la de Aselina, cuyo mostrador en forma de L daba a la calle. De noche, una lámpara de bronce, colgada de una figurilla que representaba un pigmeo desnudo provisto de un pene enorme, iluminaba la entrada del local. Una escalera conducía al piso superior, con habitaciones que utilizaban algunas prostitutas para su trabajo.
En Pompeya había un conocido burdel, detrás de las termas Estabianas, que tenía cinco habitaciones, cada una de ellas provista de una cama empotrada y una serie de pinturas de contenido erótico explícito. Sus paredes mostraban multitud de grafittis jactanciosos. La mayor parte del estilo"Fósforo estuvo aquí follando" o "Eché un buen polvo por un denario".
Los ricos nobles como Lucio Vetio evitaban el burdel y las tabernas. Estas prácticas populares eran de mal tono, y un aristócrata estaba perdido si le pillaban bebido en una de ellas o en compañía de una prostituta.
En compensación, Lucio y sus amigos se citaban en sus respectivas casas para disfrutar de banquetes pantagruélicos regados con vinos locales rebajados con agua. Esa fascinación por los caldos de la tierra era comprensible en un pueblo que utilizaba al dios Baco como pretexto para formar cofradías especializadas en "cogorzas" multitudinarias que podían terminar en una orgía en la que participaban los esclavos más jóvenes del dueño de la mansión.
En aquella época, los romanos ya no eran tan conservadores y púdicos como lo fueron antes de instaurarse la República. En el siglo I se habían suavizado las severas reglas de conducta de antaño y los emperadores, sobre todo Calígula y Nerón, habían mostrado una conducta tan disoluta que ya nadie se escandalizaba de nada. Sin embargo, a pesar de las extravagancias y excesos de algunos nobles, aquella avanzada sociedad creía que un carácter dado a la molicie perdía su musculatura y su capacidad de impulso, una inactividad que dejaba sin defensas al cuerpo para resistir las enfermedades del alma.
Filosofía vital
Penosamente, aquella filosofía de la vitalidad y la fuerza no pudo impedir la ruina de nuestros protagonistas, Aulo Umbricio Escauro y Lucio Vetio, que iban a perder sus negocios entre la nube de polvo volcánico y lava que escupiría días después el Vesubio. La erupción comenzó la mañana del 24 de agosto del año 79 con una espesa lluvia de polvo y ceniza, acompañada de leves terremotos.
En aquellos primeros instantes, muchos habitantes de Pompeya, entre ellos Lucio Vetio y su familia, tuvieron tiempo para salir de sus casas y huir hacia la costa. Otros, como los Escauro, pensaron que la cosa no era para tanto y se quedaron en la ciudad para proteger su patrimonio.
Poco después surgió del cráter una densa columna eruptiva que se elevó a unos treinta kilómetros. A primeras horas del 25 de agosto, muchos pompeyanos permanecían todavía en la ciudad sin saber qué hacer. Tenían miedo, pero les aterraba más dejar sus propiedades.
Sobre las 7.30 de la mañana se produjo una enorme explosión que desencadenó una gigantesca nube piroclástica de gases sofocantes que barrió la ciudad y acabó con los que seguían refugiados en sus casas, entre ellos los Escauro. Aquella nube mató también al escritor y científico Plinio el Viejo, que había cruzado en barco el golfo de Nápoles para contemplar de cerca la cólera asesina del volcán.
Texto: Fernando Cohnen en Muy Historia de agosto de 2010 |
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